VIII

Cuando se hubo colocado el profesor junto a la tapia—o, mejor dicho, junto a las ruinas de la tapia—, y los soldados se disponían ya a atravesarlo con las balas, el oficial le preguntó:

—Vas a morir en seguida: ¿quieres decirme por qué no tienes miedo? ¡Es tan horroroso lo que ha sucedido! Estamos todos pálidos de terror; todos, excepto tú. ¿Por qué?

Pascale guardaba silencio: esperaba que el oficial le hiciese más preguntas para responder a todas a la vez.

—¿Cómo tienes valor para apoderarte de las cosas ajenas, cuando la gente está tan aterrorizada que se ha olvidado hasta de sí misma y de sus hijos? ¿Acaso no te inspiran lástima las mujeres y los niños que han perecido? Hemos visto gatos enloquecidos por el terror, y tú, hombre, ni siquiera te has conmovido. Te van a fusilar al punto.

El oficial había hablado bien. ¡Pero nuestro Pascale sabía también explicarse!

Ahora está muerto, pero el día en que todos los muertos resuciten, puede que le oigas, y, al escucharle, llorarás, si para entonces no se te han secado ya las lágrimas.

He aquí lo que Pascale respondió:

—Me apodero de las cosas ajenas, porque no tengo nada mío. He robado la ropa de un muerto para vestir mi cuerpo vivo; pero usted lo ha visto y ha vuelto a dejarme desnudo. Ahora me encuentro en cueros ante los cañones de vuestros fusiles. ¡Tirad, pues, soldados!

Pero el oficial les hizo señas de que no tirasen, y rogó a Pascale que prosiguiese.

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