I

A través de los cristales cubiertos de hielo penetraban los rayos matutinos del sol invernal e inundaban de una luz fría, pero alegre, los dos aposentos que, con la cocina, constituían la morada del capitán Nicolás Ivanich Kablukov y su asistente Kukuchkin.

Nicolás Ivanich estaba bebiendo, a sorbitos, te muy caliente, en un vaso, cuya cubeta de plata constituía, con la cucharilla del mismo metal, el único lujo de su ajuar.

—¡Kukuchkin! —gritó.

Pero el asistente no dió muestras de haber oído su ronca voz.

—¡Kukuchkin!

El asistente acudió al fin. Le habían dedicado al servicio doméstico a causa de su estupidez. Tenía la cabeza pequeña, las orejas muy grandes, el cuerpo desgarbado y flaco.

—¿Por qué no acudes en seguida que se te llama? ¡Pareces tonto!

—¡A la orden, mi capitán!—gruñó el soldado.

—¡Levanta esa cabeza! ¡Mira de frente!... ¿Estás borracho?

—Sin dinero, mi capitán, mal puede uno emborracharse.

Nicolás Ivanich no quería enfadarse. Se encogió de hombros y le dijo a Kukuchkin que le llevase vodka y algo de comer y encendiese la chimenea.

—¿Qué es esto?—preguntó cuando el asistente, momentos después, colocó sobre la mesa, amén de la garrafa de vodka y una lata de sardinas, una taza muy charra, probablemente de su propiedad particular.

—Como no hay copa...

—¡Imbécil! ¿Por qué no le has pedido una a la casera?


Mientras el asistente, en cuclillas ante la chimenea, se veía y se deseaba para encender la leña húmeda de nieve, Nicolás Ivanich hacía una lista de bebidas y comestibles. Pensaba invitar a algunos amigos a celebrar con él la Nochebuena. De la importancia primordial que le daba, en sus proyectos de anfitrión, a las bebidas se inducía que no le dedicaba la fiesta al sexo débil. Las mujeres no le preocupaban. Las únicas a quienes trataba, las de sus compañeros de regimiento—con las que jugaba a veces al tresillo—, no eran, a sus ojos, mujeres.

Terminada la lista, se la alargó a Kukuchkin con cierto aire de satisfacción, como quien espera que le feliciten por su acierto; pero el otro se limitó a decir:

—¡A lá orden, mi capitán!

El capitán notó algo extraño en su acento y en su mirada, y de no considerarle un zote y creerle, por ende, incapaz de la ironía, hubiera calificado de irónicos su mirada y su acento.

Aunque el importe de las bebidas y los comestibles enumerados en la lista no pasaba de diez rublos, le dió un billete de veinticinco, pues no tenía otro dinero. Y para animarle un poco y despertar en él cierto interés por la realidad, le obsequió con una taza de vodka, so pretexto de que hacía frío y había que entrar en calor. Kukuchkin, luego de santiguarse, se bebió el vodka; pero no escupió después, ni dió las gracias, como acostumbraba: se limitó a secarse los labios de un modo violento, furioso, como si quisiera borrar todo vestigio de su capitulación vergonzosa ante el vodka de su señor.

Momentos después, el capitán le oyó marcharse. «¡Vaya un portazo!—se dijo—. ¿Qué mosca le habrá picado? Está como loco. Me falta al respeto; la casera se queja de sus groserías...»

Pero no tardó en olvidar tales naderías, pensando en lo que iba a divertirse al día siguiente por la noche.

Después de beberse dos copas más de vodka y pasearse un poco a través de la estancia, cogió un cajón vacío, lo colocó delante de la chimenea y se sentó en él. Las amarillas lenguas de fuego lamían, lánguidas, los leños, que silbaban como enfurecidos.

Nicolás Ivanich recordó otra mañana, distante veinte años de aquélla, en que también se había sentado en un cajón, junto al fuego. Acababa entonces de llegar a aquella ciudad e ingresar en aquel maldito regimiento, donde se ascendía tan despacio. Entonas aun no estaba calvo y su rostro no estaba rojo y abotagado como ahora. Y el fuego, en su lenguaje misterioso, decía otras cosas menos cuerdas: hablaba de la Academia de Estado Mayor, de una novia distinguida y bella, de saraos espléndidos, en los que de Kablukov, esbelto y elegante, bailaba a las mil maravillas y discreteaba con su pareja.

¡Bailar!... El capitán miró la pronunciada curva de su vientre, se imaginó a sí mismo bailando con una señorita y se sonrió. ¡Sería un espectáculo digno de verse!

«¡Estoy bien así!—dijo en alta voz—, ¿Qué me falta?»

Y para probarse que era feliz se bebió otra copa de vodka.

Paseándose de nuevo a través de la estancia, fué apartando su pensamiento de aquel optimista «¿Qué me falta?» y derivándolo hacia cosas para él de menos monta. El tesorero del regimiento, aunque polaco, era un buen hombre. El judío Abramka le había hecho al teniente Ilin un par de botas detestable...

Desde hacía algunos años, Nicolás Ivanich trataba de convencerse de que no le faltaba nada; pero necesitaba, para conseguirlo del todo, la ayuda del alcohol; en cuanto tenía en el cuerpo dos o tres copas de vodka, su habitación sucia y desnuda le parecía confortable, y no paraba mientes en que él se había vuelto un adán y se pasaba semanas enteras sin mudarse de camisa ni limpiarse las uñas. O, si las paraba, se decía: «¡Bah! ¡No tengo que conquistar a ninguna muchacha!» El vodka le ayudaba a conformarse con no ser más que capitán a los cincuenta años, mientras que no pocos compañeros suyos de promoción eran coroneles o generales. Cuando había bebido, no le entristecía el llevar veinticinco años enseñando la instrucción y el haber ido perdiendo, en su transcurso, cuanto había en él de elevado y de noble. El alcohol interponía entre él y la vida real una ligera niebla, que le velaba todo lo que no fuese la cuarta compañía del batallón de reserva, con su zapatero Abramka, sus partiditas de monte, su coronel ordenancista...

Pero a veces—dos o tres veces al año—ocurría que el vodka dejaba de ser su aliado y se convertía en su peor enemigo. Entonces la conciencia de la estupidez de su vida le hacía sufrir horriblemente. Y él, para olvidar, se entregaba una o dos semanas a la embriaguez. Durante ese tiempo no salía de casa; se pasaba el día entero en camisa de dormir, junto a la garrafa, abotagado el rostro, los ojos huraños.

«¡Esta vida me ha perdido para siempre!», les decía llorando a los compañeros que iban a verle.

Cuando sus compañeros le abandonaban, llamaba a su asistente y le decía en tono severo que él era un hombre incomprendido. Y cuando su asistente le abandonaba también, apoyaba un brazo en la mesa y la frente en el brazo y lloraba en silencio, sin saber por qué, pero con un dolor profundo.

Pasados estos períodos de embriaguez, le avergonzaba el recordarlos. Y le enternecía el pensar en la paciencia de Kukuchkin, a quien, en sus momentos de exasperación, le tiraba vasos y garrafas a la cabeza. Por eso no le despedía aunque, como criado, era una verdadera calamidad: rompía cuanto tocaba e interpretaba sus órdenes de una manera tan fantástica, que los demás asistentes se desternillaban de risa. Luego de beberse otra copa, el capitán se fué al cuartel, dejándole la llave al ama de la casa, que vivía en el piso de al lado.

Cuando se retiró, ya cerca de la media noche, Kukuchkin no había vuelto aún.

Y a la noche siguiente, no mucho antes de la hora a que debían ir los invitados, seguía el asistente sin aparecer por la casa.

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