Guardada la lista de bebidas y comestibles en la ancha manga de su capote, salió Kukuchkin a la calle. El frío intenso le hizo acelerar el paso, de ordinario lento, tan lento, que había sido uno de los motivos de que hasta cierto punto se le desmilitarizase. El vodka que había bebido no había disipado su mal humor. Como tropezase, al doblar una esquina, con una vieja, en vez de disculparse la envió a los infiernos. Luego tuvo una seria agarrada con un cochero, cuyo caballo había estado a pique de atropellarle.
Todo cuanto veía provocaba sus protestas o sus sarcasmos. Y las gentes en cuyo rostro se pintaba la alegría de vivir despertaban en su corazón un odio africano.
«¡Cerdo!—gruñó al ver, en su trineo, a la puerta de una tienda de ultramarinos, a un señor rodeado de paquetes—, ¡Cerdo! ¡Comilón!»
Le parecía injusto e ilógico que el capitán le obligase a hacer las compras en una tienda de extramuros, o poco menos, habiéndolas muy buenas en el centro de la ciudad.
«¡Vaya unos caprichos!», rugió.
Y escupió con furia.
En aquel momento pasaba por delante de una taberna.
«¿Y si entrase?», le preguntó a un ser invisible, pero que, sin duda, se oponía a su deseo.
Y empujó desdeñosamente con el pie la puerta del establecimiento.
Momentos después salió, altivo, arrogante, retador, murmurando:
«Me he bebido una copa, ¿y qué? ¡Nadie tiene derecho a pedirme cuentas!»
Pero a los pocos pasos de la taberna vió de lejos a un oficial, y se apresuró a cuadrarse y a hacer el saludo de ordenanza.
Al pasar por el puente—pues la tienda favorita del capitán estaba al otro lado del río—divisó, más allá del bosque de humeantes chimeneas, el campo, inundado de sol. A la derecha de la carretera se esfumaba en una niebla azul la arboleda...
«¡Y yo en esta jaula!», pensó Kukuchkin con desesperación.
Hacía tres semanas se había encontrado en el mercado a un campesino de Sobakino, su aldea natal, su paraíso perdido. Y había sabido por él que su mujer había dado a luz una niña; pero que estaba demasiado débil para amamantarla y la criaba con biberón; que, por más que su padre y su hermano se mataban a trabajar, la falta de brazos disminuía sobremanera las cosechas y el pan escaseaba; que si él no les enviaba algún dinero, se morirían de hambre.
Kukuchkin le dió un rublo al campesino para su padre. Se apoderó de él la desesperación más negra. Se imaginó el cuadro desolador de su familia en la miseria. Y conforme se iba acercando Navidad, más turbaba aquel cuadro su alma.
«Mientras ellos se mueren de hambre por falta de brazos—se decía—, yo estoy aquí comprándole buenos bocados al capitán.»
Hubo un momento en que hasta tuvo tentaciones de desertar; pero comprendió que hubiera sido una estupidez, y desistió.
Ya cerca de la tienda donde debía hacer las compras, pensó de pronto; «¿Y si me quedara con el dinero?» Esta idea la asustó tanto, que se santiguó apenas nacida en su cerebro. «¡Dios me libre!—murmuró—. ¡Sólo faltaba eso! ¡Nunca ha habido ladrones en la familia, y no seré yo el que la deshonre!»
Apresuró el paso; pero al meterse la mano en el bolsillo y tocar el billete lo acortó, preguntándose;
«¿Y si dijera que lo he perdido?»
Horrorizado, volvió a santiguarse y se lanzó hacia la puerta más próxima.
Era la puerta de una taberna.