III


Nicolás Ivanich, inquieto y furioso al ver que Kukuchkin no volvía, les hizo saber a los amigos que se disponían a ir a su casa que el asistente había desaparecido con el dinero; pero cuando, cumplido tan penoso deber, tornó a su domicilio, encontró a Kukuchkin en la cocina, sentado en el banco, sobre el que se tambaleaba su desmedrado cuerpo, y dedicado con entusiasmo a la tarea de sacarle brillo a una bota.

—¿Dónde has estado estos dos días, sinvergüenza? ¡Menuda borrachera traes!

—No, mi capitán.

—Conque no, ¿eh?

—Además, estoy en mi derecho.

—¡Cómo! ¿Te atreves, encima, a insolentarte?

—¿A insolentarme? Decir la verdad no es insolentarse.

—¿Y el dinero? ¿Qué has hecho del dinero?

—Lo he perdido.

El capitán levantó los brazos con desesperación y clavó, inquisitorialmente, sus ojillos hinchados en los de Kukuchkin.

—¡Lo has robado! No lo niegues...

—Si usted cree que lo he robado... haga de mí lo que quiera... denúncieme... Es bien fácil perder a un hombre.

Y Kukuchkin se echó a llorar.

El capitán, loco de rabia, rechinando los dientes, gritó:

—¡Vete a dormir, animal! Mañana te mandaré al calabozo.

—Haga usted de mí lo que quiera, pero soy inocente.

—¡Cállate, granuja!

El capitán dió una terrible patada en el suelo y se fué a su cuarto. Kukuchkin reanudó su tarea betuneril; pero no tardó en tenderse cuan largo era en el banco.

«A esto ha quedado reducida la fiesta con que yo había soñado—suspiró Nicolás Ivanich, un tanto aplacada su cólera merced a una expansiva serie de maldiciones—. Verdaderamente, el Destino es demasiado cruel conmigo.»

Y decidió buscar consuelo en el fondo de la garrafa. A medida que su contenido disminuía parecíale al capitán que las paredes de la estancia se ensanchaban. Imágenes pretéritas, olvidadas ya, turbaron de nuevo su alma. Una mujer soñada, que era la dama de sus pensamientos desde hacía muchos años, se le apareció, pura, hechicera. «¡Amor mío!», murmuró, besando con sus gruesos labios el aire.

Imaginóse luego estar a la orilla de un río, por cuyo cauce iban pasando para no volver más, como ondas fugitivas, todos sus sueños de ventura. Y conforme pasaban se ponía más triste y se tenía más lástima. Nadie le necesitaba en el mundo; en ningún corazón había despertado amor, ni siquiera piedad; ninguna mirada se detenía con cariño en su rostro abotagado de borracho; nunca unas manos infantiles habían acariciado su cuello apoplético. Ni siquiera la amistad de un perro le consolaba.

Por una extraña asociación de ideas, pensó en Kukuchkin. Kukuchkin le quería. Pero ¿qué había hecho él para merecer su cariño?... Kukuchkin...

El capitán se levantó, cogió el quinqué y, con paso no muy firme, se dirigió a la cocina.

El asistente, tendido en el banco, dormía, colgante una mano, casi tocando al suelo, y en la otra la bota. Estaba muy pálido.

Nicolás Ivanich no le había visto nunca dormido. No se había fijado nunca en las ligeras arrugas de aquel rostro afeitado, que le parecía desconocido, pero más simpático que el que veía siempre, pues era el verdadero, el natural, el humano...

Volvió de puntillas a su cuarto y miró, asombrado, en torno suyo: parecíale que tampoco el cuarto era ya el mismo.

Media hora después se le oyó gritar:

—¡Kukuchkin!

Su voz ronca sonaba de un modo nuevo, extraño.

Kukuchkin abrió los ojos, se levantó y entró, con paso tímido, en la habitación de su señor, cuyas órdenes esperó inmóvil, la cabeza baja, a corta distancia de la puerta.

«¿Y yo me he enfurecido con este pobre hombre?», pensó el capitán. Y repitió:

—¡Kukuchkin!

Los dedos del asistente se agitaron.

—¿Has robado el dinero?

-Sí...

—Habrá que denunciarte...

— Mi capitán: ¡no me pierda usted!

El capitán se levantó, se acercó a Kukuchkin y le puso las manos en los hombros.

—¡Tonto!—dijo—. ¿Me crees capaz...?

Y girando sobre sus talones, se dirigió a la ventana y se puso a mirar a la calle, como si en aquella obscura noche pudiera verse algo. Momentos después sacó el pañuelo y se lo llevó a los ojos.

—¡Mi capitán!

—¿Qué?—preguntó Nicolás Ivanich, sin volverse.

—Mi capitán... castígueme usted.

—No digas tonterías...

Y como en aquel momento el capitán girase de nuevo sobre sus talones, el asistente corrió hacia él, se prosternó a sus pies e intentó abrazarse a sus piernas. Nicolás Ivanich, pintados a la vez en el rostió la alegría y el dolor, le levantó y le dió un beso en los crespos cabellos.

—¡Tú me has tomado por un cura!—bromeó, retirando la mano, que el otro intentaba besarle—. ¡Déjate de monaguilladas y echa un poco de vodka en la garrafa, que está vacía!

Kukuchkin, veloz como un rayo, cogió la garrafa y voló con ella hacia la puerta; pero, ¡horror!, el honrado frasco, que tan buenos servicios le había prestado durante diez años a su amo, describió en el aire una curva lenta, meditabunda, se decidió al fin a caer y se hizo añicos contra las losas.

—¡Bah, no te apures!—gritó el capitán—. ¡Ve a la taberna por una botella!

Todo el mundo duerme hace tiempo. Sólo se ve luz en las ventanas del capitán Kablukov, cuyos cuadrángulos se proyectan, amarillentos, sobre la nieve.

—¿Conque has enviado el dinero a tu aldea?

—Sí, mi capitán... Yo se lo iré devolviendo a usted... Trabajaré.

El capitán lanza una bocanada de humo, se arrellana en su sillón y, completamente feliz, cierra los ojos. Kukuchkin, sentado en el borde de una silla, la boca entreabierta, escucha sus palabras con una atención religiosa.

—Habrán tenido un alegrón en tu casa, ¿verdad?

—¡Figúrese usted, mi capitán!

La Nochebuena es negra y larga; pero al fin capitula ante la fuerza invencible del Sol.

Apunta el día.

El capitán y su asistente se disponen a acostarse. Kukuchkin descalza a su amo, tirándole de las botas con tal ímpetu, que le pone en peligro de caerse del cajón en que se ha sentado.

Luego, estrechando cariñosamente las botas, de agujereadas suelas, contra su corazón, se dirige a la puerta.

—Oye... ¿Conque eres padre de una niña?

—Sí, mi capitán... Le han puesto Advotia.

—Muy bien... Buenas noches.


Han pasado unos cuantos días y no se ha vuelto a ver a Kukuchkin ir por vodka para su amo. Sus viajes a la taberna, que eran una parte tan esencial de su servicio, han terminado, sin duda, para siempre.

fin

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