I

Mi alegría fué inmensa: estudiante hambriento, expulsado de la Universidad por no pagar, sin un copec en el bolsillo—me había gastado los últimos en un anuncio solicitando un empleo cualquiera—, tuve la suerte de encontrar una colocación magnífica.

Una nebulosa mañana de fines de octubre recibí una carta en que se me invitaba a acudir al hotel de Francia, en la calle de la Marina. Hora y media después—aun no había cesado la lluvia, iniciada momentos antes de llegar la carta a mis manos—tenía un empleo, una vivienda y veinte rublos. ¡Parecía un sueño, un cuento de hadas! Todo, desde el primer momento, me produjo una grata impresión: el espléndido hotel, la lujosa habitación donde fuí recibido, el caballero amabilísimo que me recibió, un caballero—según pude observar cuando mi turbación fué pasando—entrado en años y vestido con esa elegancia inconfundible de los que están acostumbrados a vestir bien desde su infancia.

Excuso decir que acepté sus condiciones: vivir con su familia en el campo, ser el profesor de un niño de ocho años y cobrar cincuenta rublos mensuales.

—¿Le gusta a usted el mar?—me preguntó Norden (no hay por qué llamarle el señor Norden).

—¡Oh, el mar!—balbucí—.¡Enormemente!

Norden se echó a reír.

—¿Cómo no? ¿A quién, de joven, no le ha gustado el mar...? Pues bien; desde casa verá usted el mar..., un mar un poco gris, un poco triste; pero con furias y sonrisas. Estará usted en sus glorias.

—¡Ya lo creo!

Me sonreí, y Norden, sonriéndose también, añadió:

—En ese mar se ahogó mi hija Elena... Hace cinco años.

Callé. No sabía qué decir. Además, estaba desconcertado por su sonrisa. ¡Se sonreía hablando de la muerte de su hija! «¿Será una broma?», pensé.

El anticipo de veinte rublos me lo hizo motu proprio, y se negó en redondo a aceptar un recibo. No me pidió mi pasaporte, ni siquiera me preguntó mi nombre. En otras circunstancias, aquella confianza acaso me hubiera parecido muy natural; pero estaba yo tan abatido a causa de mi expulsión de la Universidad, tenía tan vacío el estómago y los calcetines tan mojados, que me sorprendió sobremanera el inspirarla y acreció mi satisfacción.

Sin embargo, a los pocos días de habitar en casa de Norden no lo veía ya todo tan de color de rosa: me había acostumbrado al lujo de mi habitación, a la buena mesa y a los calcetines secos, y a medida que me alejaba de la vida de Petersburgo, del hambre, de la horrible lucha por la existencia, mis ojos iban percibiendo en cuanto me rodeaba matices extraños y nada alegres. Al enumerarles, en mis cartas, a mis compañeros las excelencias de mi nueva vida, no sentía, en verdad, alegría alguna.

Al principio, mi percepción de aquellos matices sombríos y misteriosos fué muy vaga, casi inconsciente. No había, a primera vista, en el mundo morada más alegre ni familia más regocijada que las de Norden, y hasta que llevaba algún tiempo viviendo en tal morada y conviviendo con tal familia no empecé a adivinar que pesaban sobre el lugar y las personas ocultos y abrumadores motivos de tristeza.

La casa, rodeada de un jardín, estaba situada a la orilla del mar. Era de dos pisos, grande y lujosa; a mí, miserable estudiante, me habían alojado en el entresuelo, en una habitación espléndida, como si fuera un personaje o un amigo íntimo. El jardín era magnífico; a pesar de lo severo y pobre de la naturaleza circundante—piedras, arena y pinos—; a pesar de las nieblas matinales y del frío viento del mar, lo poblaban soberbios árboles, tilos, abetos azules, nogales, castaños, y lo embellecían numerosos rosales y jazmineros; entre los arbustos y los árboles—que no sé por qué se me antojaba que siempre tenían frío—crecía una hermosa hierba verde. Cuantos lo veían, a través de la verja, lo encontraban precioso y envidiaban a su propietario. Norden estaba orgulloso de él. A mí, cuando lo vi por primera vez, me encantó. Pero había algo en lo excesivamente aislado, en lo como desamparado de los árboles sobre el fondo verde, que hacía pensar, de un modo vago, en una dolorosa injusticia, en un error irreparable, en una felicidad perdida.

En las veredas no había huellas. ¿Por qué? Los habitantes de la casa eran numerosos. Norden se paseaba con frecuencia por el jardín; los niños, que eran tres, pasaban en él buena parte del día; pero—lo recuerdo como si aun estuviera viéndolo—en las veredas no había huellas.

Norden, vanagloriándose de esta curiosa singularidad de su jardín, me dijo un día que la arena de aquellas veredas era una mezcla especial de arcilla y casquijo, en la que ni aun inmediatamente después de la lluvia se señalaban las pisadas.

—Es un capricho...—añadió.

Yo no le oculté que el capricho me parecía absurdo.

El se echó a reír, sin que yo acertase a explicarme el motivo de su hilaridad, y, tocándome suavemente el codo, murmuró:

—Mire usted el jardín al amanecer.

Como obedeciendo a una orden irresistible, me levanté al amanecer, limpié los cristales empañados y miré al jardín: tres siluetas obscuras avanzaban, encorvadas sobre la arena, por las veredas. Comprendí que eran unos trabajadores entregados a la faena de borrar huellas. No me gustó aquello.

Aparte de las huellas, hubiera sido muy natural ver alguna vez en las veredas un juguete abandonado por un niño, un útil de trabajo olvidado por el jardinero; pero allí nadie abandonaba ni olvidaba nada. Las últimas hojas, amarillas, abarquilladas, caían de los árboles y parecían adherirse desesperadamente a la arena; pero las mismas manos dóciles que borraban las huellas no tardaban en llevarse las hojas. Se me antojaba, a veces, que alguien, acaso el propio Norden, luchaba sin tregua contra los recuerdos y trataba de crear el vacío en torno suyo, sin éxito alguno; pues cuanto más abría el vacío su boca más cuerpo tomaban los recuerdos ahuyentados, las imágenes destruídas, las huellas borradas. Yo mismo, que era extraño a aquello, que no sabía, en concreto, nada de aquello y que, además, no poseía un gran don de observación, sentía ya pesar sobre mí, vagos, remotos, los recuerdos de un error fatal, de una felicidad perdida, de una verdad triste.

No tardé en convertirme en un espía, en un buscador de huellas. Buscaba sin cesar. Mi imaginación, nada risueña a causa de mi dolorosa niñez y de mi juventud no muy alegre, pobló aquel extraño jardín de crímenes, de asesinatos. Los días de sol—raros aquel otoño—, me reía de mis fantasías y las atribuía a mis pocos años. Pero cuando las nieblas marinas inundaban la costa y el cielo plúmbeo y húmedo parecía aplastar la tierra, se me encogía el corazón al pensar en aquellos tres hombres que, al amanecer, recorrían, encorvados, las veredas del jardín.

No sé si mis indagaciones hubieran sido fructuosas sin la ayuda del propio Norden, que una tarde, paseándose en mi compañía por la playa, me enseñó un montón de piedras adheridas unas a otras con cemento y superpuestas en forma de pirámide. Las olas habían derribado algunas y la pirámide había perdido no poco de su forma, debido sin duda a lo cual no me habla yo fijado aún en ella.

—¡No es tan grande como la de Jeops—me dijo—; pero es una pirámide!

Lanzó una carcajada—aquel hombre encontraba en todo motivos de risa—, y añadió:

—Mi primera intención fué edificar aquí una iglesia de estilo normando... ¿Le gusta a usted el estilo normando...? Pero se me negó la autorización... ¡Qué estrechez de espíritu!

Callé. No sabía qué decir. Me sucede eso con frecuencia. Y él, tras una pausa lo suficientemente larga para que yo hiciera algún comentario o alguna pregunta, me explicó:

—En este sitio fué encontrado el cadáver de mi hija Elena. A este lado, la cabeza; a ése, los pies. Creo que ya le he dicho a usted que murió ahogada.

—¿Y cómo ocurrió esa desgracia?

—¡Una imprudencia de muchacha!—repuso, sonriéndose, Norden—. Se embarcó sola en una lancha; se levantó un viento muy fuerte, y la lancha zozobró.

Miré al mar, gris y un poco agitado. El agua no cubría del todo, hasta muy lejos de la orilla, las peñas de que estaba salpicado el fondo.

—Aquí el mar es poco profundo—dije.

—Sí; pero ella se alejó más de lo debido.

—¿Y por qué hizo eso?

—Los jóvenes, amigo mío, suelen ir demasiado lejos—contestó Norden, sonriéndose y tocándome suavemente el codo.

Y empezó a hablarme de sus dos magníficas lanchas, a la sazón guardadas, pues sólo las usaba en primavera y verano.

—¿Y se encontró también la lancha?—le interrumpí.

—¿Cuál?

—La de la desgracia.

—¡Ah, sí! ¡También la arrojó el mar a la playa! La mandé pintar de otro color, y parece otra. Es la más fuerte y la más marinera de las dos. ¡Ya lo verá usted, cuando venga el buen tiempo!

Después de aquella conversación, que, aunque en realidad no me había revelado nada, se me antojaba a mí que me había revelado muchas cosas, la ruinosa pirámide fué, durante algún tiempo, otra de mis preocupaciones... ¿Por qué aquel hombre, que borraba tan implacablemente todas las huellas, que había mandado pintar de otro color la lancha donde había perecido su hija, había erigido aquel monumento en memoria de la muerta? ¿Se trataba de un arrebato sentimental, o de una de esas faltas de lógica en que suelen incurrir los hombres más consecuentes?

No tardé, sin embargo, en dejar de hacerme tales preguntas, atraída mi atención por algo que me inquietaba más que la pirámide, más que las veredas sin huellas, más que los taciturnos árboles del jardín: el mar. En el mar debía de tener su principal origen la profunda tristeza que pesaba sobre aquella morada y sobre los que la habitaban. En el mar...

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