II

Pero antes voy a hablar de mi vida entre aquellas gentes tan extrañas, tan desagradables y tétricas, a pesar de su regocijo.

Por la mañana ejercía durante dos horas mis funciones docentes. Volodia, mi discípulo, era un muchacho de ocho años, muy bien educado, cortés como un gentleman, estudioso, dócil. No apoyaba, como otros discípulos míos, las rodillas en el borde de la mesa, no se metía los dedos en las narices, no tiraba la tinta, no decía sandeces. Escuchaba mis explicaciones con un aire tan grave como si yo fuera el rey Salomón y él uno de mis súbditos. No sé si, en efecto, me creía un sabio; pero me azoraba en extremo aquella grave atención, que parecía darle un enorme valor a cada una de mis palabras. Todos los días, excepto los festivos, aparecía, a las diez en punto, ante mi mesa la cabeza rubia, pelada al rape, de Volodia, y a las doce en punto desaparecía. El rostro del muchacho era achatado, blanco, desprovisto de cejas, y los ojos, claros, muy separados, se destacaban en él con gran relieve, como si estuvieran en un plato. La pobre criatura no tenía, estéticamente, mucho que agradecerle a la Naturaleza. «Acaso con el tiempo—pensaba yo—se haga más guapo.» A pesar de su aire respetuoso y de su prudencia, no me era simpático. He dicho «a pesar», y debiera haber dicho «a causa»: lo encontraba demasiado dócil y cortés. Sólo se reía cuando alguna persona mayor bromeaba, y lo hacía como para complacerla. Sólo se pintaban en su inexpresivo semblante la alegría, el asombro, el horror, la tristeza, cuando alguna persona mayor decía algo que «debía» alegrar, asombrar, horrorizar o entristecer a sus oyentes. Diríase que no era un niño, sino alguien que representaba concienzudamente el papel de niño. Hasta cuando jugaba lo hacía a ruegos de las personas mayores y como si hubiera aprendido a jugar en sueños; pues sus dos hermanitos—un niño de siete años y una niña de cinco—mal podían haberle enseñado: no jugaban nunca.

A estos dos niños los veía yo muy poco: estaban siempre en compañía de su vieja aya inglesa, con la que mi absoluta ignorancia del idioma inglés me impedía conversar.

Traté de habituar a mi discípulo a pasearse conmigo; pero se paseaba de un modo absurdo, artificioso, como un muñeco mecánico, como un niño bien educado de madera o de celuloide.

Una tarde bajé al jardín y le vi sentado en un banco muy limpio, a la orilla de una vereda, también muy limpia y sin huella alguna, llorando. Tenía una rodilla entre las manos y se mordía el labio inferior. Era la primera vez que veía yo en su rostro una expresión verdaderamente infantil. Sin duda se había caído y se había hecho bastante daño. En cuanto advirtió mi presencia, dejó de llorar, se levantó y salió a mi encuentro, cojeando un poco.

—¿Te has hecho daño, Volodia?

—Sí...

—¡Llora, llora!

Me miró con fijeza, como para convencerse de que hablaba en serio, y repuso:

—Ya he llorado.

Y no me hubiera sorprendido oirle añadir: «Gracias», cual el protagonista de la vieja anécdota. ¡Tan fino era aquel absurdo hombrecito!

Como mis deberes pedagógicos se reducían a las dos horas diarias de clase, me pasaba gran parte del día paseando, si lo permitía el tiempo, o leyendo en mi habitación. Norden había puesto a mi disposición todos sus libros, que eran muy numerosos, proporcionándome con ello una gran alegría. A veces leía en la biblioteca, para lo que Norden me había también dado permiso, y me encontraba allí en mis glorias. Cómodos divanes, grandes mesas cubiertas de revistas, estanterías llenas de libros lujosamente en cuadernados, silencio..., un silencio mayor aún que el que reinaba en mi aposento, pues la biblioteca estaba en el segundo piso, adonde no llegaban los únicos ruidos de la casa, todos provocados por Norden, él sabría con qué objeto, haciéndoles ladrar a los perros, cantar a los niños y reír a cuantos le rodeaban.

Nos reuníamos en el comedor, a las horas de las comidas, los niños, el aya, Norden y yo. Nunca había invitados, si se exceptúa un alemán gordo y taciturno que yantaba a veces con nosotros y sólo abría la boca para comer y para reírse cuando Norden decía donaires. Creo que era el administrador de Norden.

Reinaba durante las comidas una alegría ruidosa: sonaban a cada momento estrepitosas carcajadas, con motivo risible o sin él. El amo de la casa contaba chascarrillos para excitar la hilaridad de todos los comensales. Al aya solía traducírselos; pero, aunque no se los tradujese, la vieja se desternillaba de risa: aquello era, sin duda, lo reglamentario. Yo los primeros días de mi estancia en la quinta no solía tomar parte en aquellas manifestaciones de regocijo; lo que turbaba y hasta afligía a Norden.

—¿Por qué no se ríe usted?—me preguntaba, mirándome con angustia a los ojos—. ¿No le ha hecho a usted gracia?

Y me repetía el chascarrillo, explicándome dónde estaba su comicidad. Si, con todo, yo seguía serio o me limitaba a sonreír, se ponía nervioso y contaba otro chascarrillo, y otro y otro, extrayéndome la risa como se extrae el agua de la manteca. De haberme obstinado en no reír, creo que hubiera empezado a llorar y a besarme las manos, pidiéndome por Dios que riese, como si su vida peligrase y mis carcajadas hubieran de salvársela.

No tardé en reír, como los demás: la risa convulsiva, estúpida, idiota, ensanchaba mi boca, como el freno la de un caballo. Y, lleno de dolor y de horror, sentía a veces, estando solo en mi habitación o en la playa, unas ganas locas de reír...

Durante algún tiempo, no viendo en la mesa sino a las personas mencionadas; estuve en la creencia de que la familia de Norden se reducía a sus tres hijos. Pero un día, al final del almuerzo, oí de pronto tocar el piano en el piso alto, en su parte cerrada siempre y separada de la biblioteca por un corredor. Me llené de asombro, y, contra todas las conveniencias—yo no he sabido nunca adaptarme a las conveniencias—, pregunté:

—¿Quién toca?

Norden me contestó, risueño:

—Es mi mujer. ¡Perdone usted; se me habia olvidado ponerle en autos! Mi mujer no goza, la pobre, de buena salud, y no sale de su habitación. ¡Es inteligentísima! Toca el piano maravillosamente. ¡Fíjese, fíjese!

Pero la música era muy triste, y Norden se turbó.

—¡Toca maravillosamente!—repitió, golpeando con el cuchillo el borde del plato.

Y momentos después se levantó y echó a correr escaleras arriba.

No habrían pasado dos minutos cuando bajó, gritando con jubiloso acento:

—¡Niños! ¡Miss Moll! ¡A bailar! ¡Mamá quiere que bailéis un poco!

En efecto; a la música triste sucedió la de un baile de moda, rápido y semiepiléptico. La ejecución, ahora, era harto menos limpia, y Norden me explicó:

—Es una pieza nueva que acaban de mandarnos de Petersburgo. Un baile encantador: lo baila este otoño toda Europa.

Y gritó, jocundo:

¡Tanziren, meine kinder, tanziren! (¡Bailad, hijos míos, bailad!) ¡Y usted también, miss Moll!

Y los tres dóciles muñecos empezaron a perinolear; el más pequeño seguía con los ojos los movimientos de los mayores y los imitaba, levantando los brazos y agitando torpemente las gordezuelas piernecillas. Era el único cuya alegría me parecía verdadera, cuya risa no se me antojaba ficticia. Miss Moll, remedando a los niños, danzaba también, tan sin gracia como un caballo de circo obligado por los latigazos del domador a andar en dos patas. Norden palmoteaba llevando el compás, lanzaba gritos de estimulador entusiasmo y, de pronto, como si no pudiese resistir a la tentación, empezó él también a bailar. Bailando, me decía:

—¿Por qué no baila usted?

Luego se detuvo y me suplicó:

—¡Baile un poquito! ¡No nos niegue ese gusto! Si no sabe, miss Moll le enseñará.

Pero yo me negué en redondo.

Cuando se llevaron a los niños, acaloradísimos, Norden encendió un cigarro y me preguntó, jadeante:

—Somos la familia más alegre del mundo, ¿verdad?

Desde aquella tarde, casi todos los días oí música en el piso alto, unas veces triste y otras, las más, alegre y no muy bien tocada; Norden, siempre que hacía un viaje a Petersburgo, traía nuevas piezas, la mayoría de ellas nuevos bailables encantadores que bailaba toda Europa. Iba muy a menudo a la capital, adonde le llamaban asuntos importantes; pero no solía estar allí mas que un día o dos.

¿A qué obedecía el aislamiento de su mujer? «Tal vez—pensaba yo—ese misterio y el de la gran tristeza que pesa sobre esta casa y sobre sus habitantes sean el mismo misterio.» Pero todas mis tentativas de averiguar algo eran vanas. A la servidumbre no quería preguntarle nada; hubiera sido una falta de delicadeza, y además, a lo que parecía, los criados estaban no menos in albis que yo respecto a las intimidades de la familia. El respetuoso Volodia era todo un maestro en el arte del disimulo.

—¿Cómo está tu mamá?—le pregunté un día—. ¿La has visto esta mañana?

—Sí. Todas las mañanas subimos a verla. Siente tanto no poder conocerle a usted...!

—¿Está muy enferma?

—No... Toca muy bien el piano. Tiene mucho talento.

—¿Llora mucho?

—¿Mamá?—exclamó, asombrado, Volodia—. ¿Por qué ha de llorar?

—Está siempre riéndose, ¿eh?—dije con acento sarcástico.

—¿Es malo reírse?—inquirió el más respetuoso de mis discípulos, dispuesto, sin duda, a mostrarse jovial o saturnino, según lo que yo aseverase.


Una noche, o, mejor dicho, un amanecer (los tres borradores de huellas estaban ya entregados a su faena), algo, en mi sentir, relacionado con la pianista invisible, produjo de pronto gran agitación en la casa. Se oyó caer no sé qué; alguien lanzó un grito de espanto o de dolor, y pasaron corriendo por el pasillo adonde daba la puerta de mi cuarto criados con quinqués o velas encendidos.

—¡No ha sido nada! Un susto...—gritaba Norden—. El viento ha arrancado un postigo de la ventana, y el ruido...

El viento, en efecto, era muy fuerte. Aullaba en las chimeneas, batía furioso los muros y cantaba, a veces, deteniéndose en una pequeña colina, al modo de un cantante ante las candilejas, una canción salvaje; pero Norden había mentido: no se había caído ningún postigo, según pude ver por la mañana.

Mirando a las ventanas, en busca de la del postigo caído, vi por primera vez, tras los cristales de una de ellas, a la mujer de Norden. Sus ojos grandes y profundos contemplaban el mar rugiente. Contra lo que yo suponía, no era vieja, sino joven y bella.

—¿Qué edad tiene su señora de usted?—le pregunté aquella tarde a Norden, que cada día me inspiraba menos respeto.

—Veintinueve años.

—Entonces, Elena...

—Elena era hija de mi primer matrimonio. Estoy casado en segundas nupcias.

Share on Twitter Share on Facebook