La marsellesa


Era tímido como una liebre y paciente como una bestia de carga.

Cuando el Destino lo lanzó a nuestras negras filas, nos reímos como locos: la equivocación era verdaderamente cómica. El, naturalmente, no se reía. Lloraba. No he visto en mi vida un hombre tan provisto de lágrimas: le fluían de los ojos, de las narices, de la boca. Parecía una esponja empapada de agua. He conocido en nuestras filas hombres lacrimosos; pero sus lágrimas eran como el fuego, que ahuyenta a las fieras. Esas lágrimas viriles avejentan el rostro y rejuvenecen los ojos: semejantes a la lava de un volcán, dejan imborrables huellas y sepultan ciudades enteras de deseos mezquinos y de preocupaciones vanas. No así las de aquel hombre, cuyo llanto lo único que hacía era enrojecer su naricilla y mojar su pañuelo. Yo creo que luego lo ponía a secar en una cuerda; pues, si no, hubiera necesitado tres o cuatro docenas.

Visitaba casi diariamente a todas las autoridades, grandes y chicas, de la ciudad donde estábamos deportados, se prosternaba ante ellas, juraba que era inocente, suplicaba que se apiadasen de su juventud, prometía no despegar los labios en lo que le restaba de vida para nada que ni por asomo pudiera parecer subversivo. Las autoridades se burlaban de él como nosotros, y le llamaban Marranillo:

—¡Eh, Marranillo!—le gritaban.

El acudía, dócil, creyendo que iban a notificarle su indulto; pero le acogían siempre con una carcajada burlona. Aunque sabían, como nosotros, que era inocente, le trataban a la baqueta, a fin de inspiramos temor a los demás marranillos, que, en verdad, no necesitábamos ver pelar las barbas del vecino para echar a remojar las nuestras.

El pobre, huyendo de la soledad, iba a menudo a vernos; pero le poníamos cara de pocos amigos. Y cuando, tratando de romper el hielo, nos llamaba «queridos compañeros», le decíamos:

—¡Cuidado, que pueden oírte!

Y el miserable Marranillo miraba, temeroso, a la puerta. No podíamos permanecer serios. A pesar de que habíamos perdido hacía mucho tiempo la costumbre de reír, soltábamos la carcajada. Esto le animaba, y el cuitado se sentaba más cerca de nosotros y empezaba a hablarnos, llorando, de sus libros predilectos, abandonados sobre la mesa allá en la ciudad natal; de su mamá, de sus hermanos, que no sabía si aun vivían o se habían muerto de miedo y de tristeza.

Teníamos que echarle.

Cuando declaramos la huelga del hambre se llenó de terror, de un terror tragicómico indescriptible. ¡Era tan comilón el pobre Marranillo!... Además, temía rebelarse contra las autoridades. Sin embargo, no se atrevía a desacatar el acuerdo de los compañeros.

—¿Durará mucho la huelga?—me preguntó con timidez, secándose el sudor de la frente.

—¡Sí, mucho!

—¿Y no pensáis comer algo a escondidas?

—Sí—contesté, muy serio—; nuestras mamás nos enviarán pastelillos.

El pobre hombre me miró receloso, sacudió la cabeza, suspiró y se fué.

Al día siguiente nos dijo, verde como un loro, de miedo:

—Queridos compañeros: ¡me adhiero a la huelga!

—¡No te necesitamos!—le gritamos todos a una.

Pero él persistió en su actitud y comenzó, con nosotros, la huelga del hambre. Estábamos seguros—lo mismo que las autoridades—de que comía a escondidas. Y cuando, al terminar la huelga, cayó enfermo de tifus, nos encogimos de hombros.

—¡Pobre Marranillo!

Uno de nosotros—el que no se reía nunca—dijo gravemente:

—Es nuestro compañero; vamos a verle.

Fuimos a verle. Estaba delirando. Lo que decía en su delirio era incoherente y lastimoso, como su vida. Hablaba de sus amados libros, de su mamá y de sus hermanos; hacía protestas de inocencia; pedía perdón y pastelillos. Y de cuando en cuando suspiraba:

—¡Francia, patria mía, patria adorada!


Todos asistimos a su muerte, en el hospital. Momentos antes de morir, recobró la lucidez. De pie, ante su lecho, le mirábamos en silencio. Estaba boca arriba, inmóvil, y su cuerpecillo apenas hacía bulto entre las sábanas.

—¡Cuando me muera—le oímos de pronto murmurar—, cantad sobre mi tumba La Marsellesa!

—¿Qué dices?—preguntamos, temblando de emoción, de entusiasmo.

—¡Cuando me muera, cantad sobre mi tumba La Marsellesa!

A la inversa de lo que ocurría siempre, sus ojos estaban secos y los nuestros llenos de lágrimas, de lágrimas ardientes, como el fuego que ahuyenta a las fieras.

Murió, y sobre su tumba cantamos la canción sublime de la Libertad. A nuestras voces juveniles, vibrantes, se unía la voz grave y solemne del océano. El pálido horror y la roja, la sangrienta esperanza cabalgaban sobre las olas, con rumbo a la lejana Francia.

El marranillo tímido, paciente, la liebre, la bestia de carga, tenía un alma grande, era un hombre, y se había convertido en nuestra bandera.

¡Arrodillaos ante el héroe, compañeros!

Cantábamos. Los fusiles nos amagaban, las bayonetas asestaban contra nuestros pechos sus agudas puntas; pero nuestra canción seguía sonando, majestuosa y triunfante.

¡Cantábamos La Marsellesa!

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