VIII


No la alumbraban cirios ni oraba nadie junto a ella. Rodeábanla el silencio y la soledad. Diríase, viéndola tan abandonada, que nadie sabía que había muerto.

Era joven y bella. Es decir, no sé si era bella; era la mujer a quien yo había amado y buscado toda mi vida, sin saberlo. Aquel gracioso lunar negro bajo su ojo izquierdo sabía yo, antes de verlo, que existía. Yo había conocido vivos sus finos dedos yertos cruzados sobre el pecho y había sentido el encanto de la dulce mirada de aquellos ojos, ya sin luz, cerrados para siempre. ¡Pobres dedos de nácar, obligados a arrancarle al piano alegres notas, a cuyo son bailaba Norden...! ¡Perdónale! ¿Qué sabía él? ¡Perdóname también a mí el haber escrito en la nieve el nombre de Elena! ¡No sabía el tuyo!

No me sería posible decir si era bella. Nadie hubiera podido decir cómo era. Era la mujer a quien yo había amado y buscado toda la vida, sin saberlo. Y como nunca había pensado en ella, cuanto había pensado hasta entonces se me antojaba vano. Y como nunca la había visto ni había oído nunca su voz, cuanto había visto y oído hasta entonces se me antojaba irreal, ficticio, inexistente.

No sé hasta qué punto será cierto lo que para mí en aquel momento era de una evidencia absoluta. Sólo sé que el amor, súbitamente revelado, que sentía era profundo, profundo como la tristeza que iba inundando mi corazón, conforme iba yo dándome cuenta, ante la inmovilidad del cadáver, ante el silencio sepulcral que reinaba en la casa, de que «ella» estaba muerta.

Y cuando la palabra «muerta» brotó, queda y doliente, de mis labios, me eché a llorar.

Deshaciéndome en lágrimas, salí poco después de la casa de Norden—sin gabán ni sombrero—, atravesé el jardín y la playa, hundiéndome en la nieve hasta más arriba de los tobillos, y avancé mar adentro. La capa de nieve sobre el hielo era menos espesa y me permitía andar con más facilidad. No tardé en hallarme a larga distancia de la playa. No lloraba ya. No pensaba en nada. Seguía avanzando, avanzando, a través del inmenso desierto blanco y liso, que parecía irme absorbiendo. Empezaba a sentir frío y cansancio, y me detuve un instante. Miré a mi alrededor: me rodeaba, como en un ensueño, la planicie infinita y blanca, sin otras huellas que las mías...

Seguí andando y, sin dejar de andar, empecé a dormitar, como los caballos extenuados por una larga jornada, como los vagabundos que buscan en el ruido rítmico de sus pasos el opio alivio de sus penas. Cuando a veces me detenía, al hundirse mis pies en un hoyo cubierto de nieve, miraba en torno mío y exclamaba:

—¡Qué desgracia! ¡Qué horror!

A pesar de que la flexión de mis brazos y de mis piernas me era a cada instante más difícil, no me daba cuenta de que empezaba a helarme—pues el frío que sentía no era muy grande—, y seguía avanzando, fijos los ojos en la nieve que se extendía a mis pies... Yo avanzaba, avanzaba, y la nieve siempre era la misma.

No sé si se hizo de noche o las tinieblas salieron de mi propio ser; pero lo blanco fué haciéndose gris, y lo gris fué haciéndose negro. Cuando ya no veía nada, me dije: «Estoy ciego.» Y seguí andando, ciego.


Unos pescadores me encontraron tendido en la nieve y me salvaron.

En el hospital me amputaron tres dedos de los pies, que se me habían helado.

He estado un par de meses enfermo y sumido en la inconsciencia.

Norden—cuya mujer había muerto, en efecto—me envió dinero. No sé nada de él. El desconocido no ha vuelto a aparecérseme, y sé que no se me aparecerá más. Si viniera ahora, creo que su visita no me desagradaría.

Me muero. Todos me preguntan de qué me muero, por qué no hablo... Aunque sé que las dicta el afecto, esas preguntas me hacen sufrir. ¿Acaso todo el que se muere sabe de qué se muere?

Vivo con M. I., el compañero a quien le escribí suplicándole que acudiera en mi socorro. Es muy bueno y quiere llevarme una temporada al campo. Yo no me opongo. Eso daría lugar a nuevas preguntas, y hay que hablar lo menos posible. ¿Cómo explicarle que el mutismo es el estado natural del hombre? El cree en ciertas palabras y las ama mucho...

Anoche estuvimos en las islas. Había mucha gente. Vimos zarpar un yate de velas muy blancas...

¡Ah, se me olvidaba! No amo a Elena ni a la señora Norden, y nunca pienso en ellas.

Y no tengo nada que añadir.

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