Cuando Lázaro salió de la tumba, donde la muerte, por espacio de tres días y tres noches, le había tenido bajo su enigmático poder; cuando volvió, vivo, a su casa, pasaron durante algún tiempo inadvertidas las singularidades siniestras que habían de hacer, más adelante, terrible hasta su nombre. Radiantes de júbilo porque había vuelto a la vida, sus amigos y su familia le mimaban como a un niño, saciaban su ávida ternura cuidando, solícitos, de todo cuanto le concernía: su comida, su bebida, sus ropas. Le vistieron con suntuosidad: un traje color de esperanza y de risa le envolvió, como a un novio, y cuando se sentó de nuevo a la mesa, en medio de los convidados, cuando bebió y comió de nuevo, los circunstantes lloraron de alegría e invitaron a los vecinos a ir a ver al resucitado. Los vecinos acudieron y se regocijaron, enternecidos también, hasta derramar lágrimas; numerosos desconocidos llegaron de ciudades y aldeas lejanas, y su asombro y su entusiasmo ante el milagro se manifestaron en ruidosas exclamaciones. Se hubiera dicho que un enjambre de abejas zumbaba en tomo de la casa de Marta y María.
Lo que había de extraño en el rostro y en la actitud de Lázaro se achacaba a la grave dolencia que le había matado y a las emociones que habían sacudido su alma. El trabajo destructor de la muerte sobre los cadáveres había sido detenido por un poder maravilloso, pero no anulado, y la obra de la muerte permanecía en el rostro y en el cuerpo de Lázaro, como un dibujo inacabado en una delgada lámina de vidrio. En las sienes del resucitado, en torno de sus ojos y bajo sus pómulos se extendían azuladas y terrosas manchas. Sus largos dedos también habían tomado un color azulado de tierra, y sus uñas, que habían crecido en la tumba, se habían tomado casi rojas. Por distintos sitios, en los labios, en el cuerpo, la piel había estallado, al henchirse, y se veían en ella finas grietas rojizas y brillantes, como cubiertas de mica transparente. Además, Lázaro ahora estaba grueso hasta la obesidad. Su cuerpo, hinchado en el sepulcro, había conservado sus horribles convexidades. Sin embargo, el olor nauseabundo a muerto que impregnaba su sudario y sus miembros no había tardado en disiparse por completo. Al cabo de algún tiempo, la coloración azulada de las manos y el rostro se atenuó, pero nunca desapareció del todo, Y aunque las grietas rojizas se cerraron, sus cicatrices no se borraron nunca.
No sólo el aspecto de Lázaro había cambiado, sino también su carácter; en lo que nadie paró mientes tampoco. Antes de su muerte, Lázaro era despreocupado y alegre; placíanle la risa y las bromas inocentes. Su alegría amable e igual, limpia de toda malevolencia, le había conquistado el amor del Maestro. Ahora Lázaro era grave y taciturno. No bromeaba ni se sonreía al oír bromear a los otros. Las escasas palabras que de tarde en tarde pronunciaba eran tan sencillas y tan desprovistas de sentido profundo cemo los gritos con que expresan los animales el dolor y el placer, el hambre y la sed; eran de esas palabras a las que puede un hombre limitar su vocabulario, seguro de que nadie podrá deducir nunca de ellas lo que alegra o tortura su alma.
El rostro de Lázaro, sentado a la mesa del festín entre sus parientes y amigos, era, pues, el de un cadáver sobre el que las tinieblas de la muerte han reinado tres días; envuelto en sus vestiduras de fiesta, fulgurantes de amarillo oro y de sangrienta púrpura, el resucitado, inerte y mudo, era ya un hombre espantosamente distinto de los demás; pero nadie lo había notado aún. Amplias ondas de alegría, ora acariciante, ora ruidosa, le circundaban; cálidas miradas de amor se posaban en su faz, aun helada por el frío de la tumba; la mano ardiente de un amigo acariciaba su mano azulada y plúmbea. Músicos llamados para la fiesta tocaban el caramillo y el címbalo, la cítara y el salterio. Diríase que en torno de la feliz morada de Marta y María zumbaba un enjambre de abejas, cantaban los grillos, gorjeaban los pájaros.