Un imprudente levantó el velo. Con una palabra inoportuna, un imprudente rompió el dulce encanto y descubrió la verdad desnuda. Aun no se habría acabado de formular su pensamiento en su cerebro, cuando, sonriente, preguntaron sus labios:
—Lázaro: ¿por qué no nos cuentas algo del otro mundo?
Todos, al oír la pregunta, enmudecieron de estupor, como si no se hubieran dado cuenta hasta entonces de que Lázaro había estado muerto tres días; le miraron con ansiedad, esperando su respuesta. Pero Lázaro guardó silencio.
—¿No quieres contarnos nada? ¿Tan terribles son tus recuerdos?—insistió, asombrado, el imprudente.
Sus palabras seguían adelantándose a su pensamiento; de lo contrario, no hubieran hecho esta pregunta, que llenó su propio corazón, escapada apenas de su boca, de un terror espantoso. Honda inquietud se apoderó de todos los convidados, y se esperó angustiosamente la respuesta de Lázaro; pero él siguió guardando un silencio frío y tétrico. Y entonces—sí, entonces—advirtieron sus deudos y amigos el color azulado de su rostro y la repugnante obesidad de su cuerpo; su mano violácea yacía sobre la mesa, como olvidada; de un modo instintivo, todas las miradas convergieron en ella, como si de ella hubiera de brotar la respuesta.
Los músicos seguían tocando; pero el silencio no tardó en llegar hasta ellos y, cual una pleamar que se adentra en la playa, apagó los alegres acordes. Uno tras otro, enmudecieron el dulce caramillo, el címbalo sonoro y el salterio murmurante; la cítara lanzó un sonido trémulo y cascado, como si se hubiera roto una cuerda o la música, de improviso, se hubiera muerto.
—¿No quieres contarnos nada?—repitió el curioso, no pudiendo tener a raya su parlanchina lengua.
El silencio se hizo aún más profundo. La mano, hasta aquel instante inmóvil, se movió un poco. Los circunstantes exhalaron un suspiro de alivio y alzaron los ojos: Lázaro, resucitado, los miraba con una mirada pesada y terrible, que abarcaba toda la sala.
Hacia tres días que Lázaro había salido de la tumba. Desde aquel día mucha gente sintió el influjo destructor de su mirada; pero ni los que fueron mortalmente heridos por ella ni los que encontraron en las fuentes misteriosas de la vida, tan misteriosa como la muerte, energía para resistirla, pudieron explicar nunca el no sé qué terrible inmovilizado en el fondo de sus negras pupilas. En los ojos de Lázaro no se pintaba la intención de ocultar nada ni de decir nada tampoco, sino la frialdad de un alma en absoluto indiferente. Los que no le conocían pasaban por su lado sin notar nada de anormal, y se enteraban luego, con asombro y espanto, de que era Lázaro aquel hombre grueso y tranquilo cuyas vestiduras suntuosas les había rozado. El Sol no cesaba de brillar ante la mirada de Lázaro, ni el arroyo de murmurar, ni el cielo de ser azul y puro; pero aquel sobre quien caía aquella mirada enigmática no sentía ya la dulzura del brillo del Sol, ni del murmurar del arroyo, ni de la pureza azul del cielo patrio. A veces, el hombre que había visto a Lázaro empezaba a llorar a lágrima viva, a mesarse los cabellos, a pedir socorro como si se hubiera vuelto loco. Pero eso era lo menos frecuente; casi siempre, el que había visto a Lázaro empezaba a morir tranquilo y silencioso, agonizaba años y años, declinaba, iba aniquilándose, secándose, descolorándose, semejante a un árbol que, trasplantado a un terreno pedregoso, va perdiendo la savia. Los primeros, los que gritaban y se retorcían como poseídos, sanaban a veces; los segundos, nunca.
—¿No quieres, pues, Lázaro, contarnos lo que has visto en el otro mundo?—insistió el indiscreto.
Pero ahora su voz era apagada y lúgubre, y de sus ojos emanaba un tedio mortal, cuyo polvo gris cubría todos los rostros. Los invitados se miraban unos a otros con un asombro estúpido, como preguntándose por qué se habían congregado en torno de aquella mesa suntuosa. La conversación se extinguió. «Ya es hora de retirarse», decían; pero no lograban vencer la apatía, el embotamiento que paralizaba su voluntad y debilitaba sus músculos: permanecían en sus asientos, apartados unos de otros, cual dispersas lucecillas nocturnas en la soledad campesina.
No obstante, los músicos—como se les había pagado para que tocasen—empezaron de nuevo a tocar, y de nuevo los dulces acordes, ya melancólicos, ya alegres, resonaron. La música seguía siendo tan armoniosa como antes; pero los invitados la escuchaban con extrañeza: no comprendían ya la necesidad de que unos cuantos hombres hubieran ido allí a rascar unas cuerdas o a soplar, inflando los carrillos, unos tubitos, para producir un ruido absurdo y complicado. ¿Qué tenía aquello de bonito?
—¡Tocan muy mal!—exclamó alguien.
Los músicos, ofendidos, se retiraron. Los invitados les imitaron y se fueron uno tras uno, pues era ya de noche. Y cuando, envueltos en las silenciosas tinieblas, empezaban a respirar con más facilidad, cada uno de ellos vió aparecer ante sus ojos la imagen de Lázaro aureolada de un fulgor siniestro, con el rostro azul de cadáver, el esplendoroso traje de boda y las frías pupilas, en cuyo fondo se había coagulado el horror. Quedáronse—ante la espantosa y sobrenatural visión, tan clara en las tinieblas, del que había estado tres días bajo el dominio de la muerto—inmóviles, como petrificados. Durante tres días Lázaro había estado muerto; tres veces el Sol había salido y se había puesto, y él entre tanto estaba muerto; los niños jugaban; cantaba sobre las guijas el agua, y él estaba muerto; el polvo del camino real se levantaba en grises nubes, y él estaba muerto. Y ahora Lázaro estaba de nuevo entre los vivos, se codeaba con ellos, y desde el fondo de sus negras pupilas el insondable Más Allá miraba a los humanos.