VII


Lázaro tomó al desierto, y el desierto lo acogió con el silbo del viento y el calor abrasador del Sol. De nuevo se sentó en una piedra; de nuevo levantó la azulada faz, la barba inculta. Y los dos agujeros negros, terribles, en que el hierro candente había trocado sus ojos, miraron al cielo. A lo lejos, la ciudad santa se agitaba, ruidosa; pero en torno de Lázaro todo estaba solitario y mudo; nadie se acercaba al lugar donde el resucitado por milagro acababa sus días; los vecinos habían abandonado hacía mucho tiempo sus casas. La ciencia maldita que Lázaro había adquirido en la tumba había sido hundida por el hierro candente en las profundidades del cráneo, desde donde, como emboscada, clavaba en el corazón de los hombres miles de miradas invisibles. De suerte que ya nadie osaba contemplar a Lázaro.

Por la tarde, a la hora en que el Sol crecía y se empurpuraba, cercano al horizonte, Lázaro, ciego, echaba a andar, despacioso, en su seguimiento. Obeso y débil, se levantaba trabajosamente cuando se caía al tropezar con una piedra, y seguía andando, andando... Sobre el fondo escarlata del crepúsculo, sus brazos semejaban los de una gigantesca cruz negra.

Una tarde se fué, como de costumbre, y no volvió. Así acabó, a lo que parece, la segunda vida de Lázaro, que había pasado tres días bajo el misterioso poder de la muerte y había resucitado por milagro.

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