VI


Lázaro no se deslumbró ante los esplendores del palacio imperial. Parecía no encontrar diferencia alguna entre su casa en ruinas, en cuyo umbral comenzaba el desierto, y aquel palacio de mármol, magnífico y sólido. Bajo sus pies, el mosaico ricamente trabajado no difería nada de la movediza arena del desierto, y la multitud de dignatarios, pomposamente vestidos, era a su vista como el vacío del aire. Los palaciegos bajaban los ojos a su paso, temerosos del terrible efecto de su mirada; pero cuando el ruido de sus pisadas, graves y lentas, se apagaba, levantaban la cabeza y miraban con una curiosidad medrosa la silueta maciza del corpulento anciano, un poco encorvado, que se alejaba en dirección a las habitaciones de Augusto. Si se hubiera tratado de la muerte en persona, el espanto de los palaciegos no hubiera sido mayor, pues hasta entonces sólo los muertos habían conocido la muerte y los vivos sólo habían conocido la vida, y no había habido puente entre los vivos y los muertos. Pero aquel ser extraordinario conocía la muerte y su ciencia maldita era misteriosa y terrible.

«¡Va a matar a nuestro divino Augusto!», pensaban, asustados, y le lanzaban vanas maldiciones al resucitado, que avanzaba impasible hacia el corazón del palacio.

El César sabía quién era Lázaro y se disponía a la entrevista. Alma viril, tenía conciencia de su energía enorme, invencible, y había rehusado toda compañía en su duelo fatídico con el resucitado por milagro. Lo recibió a solas.

—No me mires, Lázaro—ordenó cuando le vió entrar—. He oído decir que, como Medusa, conviertes en piedra a cuantos miras. Yo quiero contemplarte y hablar contigo un poco antes de ser petrificado.

Había en su acento una imperial jovialidad no exenta de temor.

Se acercó a Lázaro y contempló en silencio su rostro y su extraño traje nupcial. A pesar de su vista penetrante, los afeites y los artificios peluqueriles le engañaron.

—¡Tu aspecto no es nada terrible, respetable anciano! Cuanto más lo horrible ofrece un aspecto agradable y digno, tanto más temible resulta para el pueblo. Hablemos un poco.

Augusto se sentó y, preguntando con los ojos tanto como con la palabra, inquirió:

—¿Por qué no me has saludado al entrar?

Lázaro contestó, en tono indiferente:

—No sabía que debía hacerlo.

—¿Eres cristiano?

-No.

Augusto movió aprobativamente la cabeza.

— Lo celebro. No me son simpáticos los cristianos. Sacuden el árbol de la vida sin dejarle cubrirse de frutos, y mustian sus flores fragantes. ¿Qué eres, pues?

Con un ligero esfuerzo, Lázaro contestó:

—Yo era un muerto.

—Ya lo sé. ¿Pero qué eres ahora?

Lázaro repitió, tras unos instantes de silencio, con voz sombría y helada:

—Yo era un muerto.

—¡Oye, desconocido!

El emperador, escanciando sus palabras, expresó, severos el gesto y el acento, las ideas que el siniestro prestigio del resucitado habían despertado en su cerebro:

—Mi imperio es un imperio de vivos; mi pueblo es un pueblo de vivos, no de muertos. Y tú estás de más aquí. No sé lo que eres, no sé lo que has visto en el otro mundo; pero si mientes, odio tu mentira, y si dices la verdad, odio tu verdad. Siento en mi pecho la palpitación de la vida; siento en mis manos el vigor; mis orgullosos pensamientos recorren, como águilas, el espacio. Bajo la protección de mi poder, de mi autoridad, al abrigo de mis leyes, la gente vive, trabaja, canta y ríe... ¿No oyes la maravillosa armonía de la vida? ¿No oyes los clamores guerreros que los hombres lanzan, encarados con el porvenir, desafiándolo?

Augusto abrió los brazos en un ademán de plegaria, y gritó solemnemente:

—¡Que la vida, la vida maravillosa y divina, sea glorificada!

Pero Lázaro callaba, y el emperador prosiguió, acentuando la severidad de su gesto y su acento:

—Tú estás de más aquí. Lamentable despojo, que la muerte ha despreciado, les inspiras a los hombres la angustia y la desgana de vivir. Como una oruga en un trigal, roes la sabrosa espiga de la alegría y segregas el veneno del dolor y la desesperación. Tu verdad es como un acero enmohecido en manos de un asesino nocturno, y te haré matar como a un criminal. Pero antes quiero ver lo que hay en tus ojos. Acaso sólo atemoricen a los cobardes y despierten en los bravos la sed de lucha y de victoria. En tal caso no merecerías un castigo, sino un premio. ¡Mírame, Lázaro!

En los primeros momentos le pareció al divino Augusto que era un amigo quien le miraba: tan dulce, seductora, atractiva, hechizante, era la expresión de los ojos del resucitado. No era el espanto, sino la paz, lo que prometía, y el Infinito parecía en ella una tierna amante, una hermana compasiva, una madre. Pero poco a poco el suave abrazo se hacía más fuerte; a la boca, ávida de besos, le faltaba el aire; un aro de hierro se hundía en la carne y se ceñía a la armazón ósea; unas uñas frías y afiladas se clavaban, acariciadoras, en el corazón.

—Tu mirada me hace daño—dijo el divino Augusto, palideciendo—. Pero mírame, Lázaro; sigue mirándome.

Diríase que unas pesadas puertas, cerradas para siempre, se abrían lentamente y que por la creciente rendija el horror amenazador del Infinito penetraba, lento y glacial. Como dos sombras, el vacío inmenso y las tinieblas sin límites avanzaban, apagando el Sol, retirando de debajo los pies el suelo firme y el techo de sobre la cabeza. Y el corazón, helado, cesaba de sufrir.

—¡Mírame, Lázaro, mírame!—repitió Augusto, tambaleándose.

El tiempo se detuvo, y el principio y el fin de todas las cosas se acercaron terriblemente. A los ojos del emperador, su trono, apenas alzado, se derrumbaba y le reemplazaba el vacío; Roma se desmoronaba sin ruido; una nueva ciudad se alzaba sobre sus ruinas, y el vacío absorbía al punto la nueva ciudad; cual enormes fantasmas, urbes, estados y países se disipaban rápidos y desaparecían en el vacío como si el seno obscuro del Infinito, impasible e insaciable, se los tragara...

—¡Basta!—ordenó Augusto.

Ya la apatía apagaba su voz; sus brazos caían, laxos, a lo largo de su cuerpo; sus ojos de águila se encendían y se obscurecían, luchando contra las tinieblas invasoras.

—¡Me has matado, Lázaro!—murmuró.

Y estas palabras de desesperación le salvaron. Se acordó del pueblo, del que él debía ser el amparo, y un dolor agudo y saludable traspasó su corazón embotado.

«Están destinados a la muerte», pensaba con angustia.

«Son como sombras luminosas en las tinieblas del Infinito», se decía con horror.

«Son frágiles vasos llenos de sangre hirviente, corazones que conocen la alegría y el dolor», añadía con ternura.

La meditación del soberano duró largo rato, y la cruz de la balanza ora se inclinaba hacia la muerte, ora hacia la vida; por fin, Augusto logró sacudir el anonadamiento que le impedía hallar en los dolores y las alegrías de la existencia una fuente de energía defensiva contra el horror del Infinito y las tinieblas de la Nada.

—No, no me has matado, Lázaro—profirió con firmeza—. Soy yo quien te matará a ti. ¡Vete!

Aquel día el divino Augusto saboreó los manjares y las bebidas con un placer insólito. Pero a veces su mano levantada se detenía en el aire y el fulgor de sus ojos de águila se apagaba: la helada sombra del horror había cruzado ante ellos. Vencido, pero no aniquilado, el Espanto esperaba, severo, su hora: mientras vivió el emperador, permaneció a su cabecera; señor de sus noches, no osaba disputarles sus días a las alegrías y los dolores de la vida.

Al día siguiente, por orden del emperador, se le quemaron a Lázaro los ojos con un hierro candente y se le envió a su patria. El divino Augusto no se atrevió a condenarle a muerte.

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