El día del vuelo comenzó bajo los mejores presagios: un rayo de sol naciente que acababa de penetrar en la obscura alcoba conyugal y un sueño matutino extraordinario, luminoso, lleno de alusiones misteriosas y alegres, un sueño conmovedor.
Yury Mijailovich Puchkarev era un piloto aviador experimentado: en año y medio había volado veintiocho veces (el número de años que llevaba en el mundo) y estaba aún vivo y no se había quedado, como tantos otros, manco o cojo. El sabía mejor que nadie, mejor que su misma mujer, cuán menguada era aquella experiencia y cuán engañadora aquella calma que, después de cada descenso feliz a la tierra, parecía borrar de la memoria las desgracias de otros aviadores y llenaba al público de una tranquilidad, por lo excesiva, un poco cruel. Pero era un hombre valeroso y no quería, pensando en eso, debilitar su voluntad, ni quitarle a la vida—breve de suyo—su sentido. «Puedo caer y matarme—decíase—. Demasiado lo sé. Pero ¿qué voy a hacerle...? Quizá se invente antes algo que evite las caídas. Entonces podré llegar a viejo, como cualquier otro mortal. No hay que preocuparse.»
La noche anterior, después de cenar, había dado, con su mujer, un paseo dulce y poético por las calles apartadas—obscuras y verdes—de la pequeña ciudad donde vivían hacía algún tiempo. A cosa de las once y media se había acostado, y se había dormido en seguida. Había oído, entre sueños, entrar, desnudarse y acostarse a su mujer. Un rato después le había parecido que algo como un pájaro inmenso aleteaba sobre la casa, llenaba la estancia de un ruido monótono y diríase que la ensanchaba. Sin despertarse del todo, había comprendido que era una tempestad. Pesadas gotas de lluvia tamborileaban en el tejado. Al amanecer, cuando los gorriones empezaban a cantar tras los cristales, había tenido aquel sueño, que ya había sido dos veces para él un augurio feliz.
He aquí el sueño: se despertaba, al amanecer, en una habitación obscura, donde estaba solo, sin su mujer; pero que parecía, no obstante, su alcoba conyugal. Se despertaba triste, abatido, como si despertase de una pesadilla. Se levantaba y pasaba a la habitación inmediata, donde había un postigo abierto y entraba la luz sonrosada del sol naciente. «¡Qué bien se está aquí!—se decía—¡Aun no se ha levantado nadie!» Luego, de pronto, se acordaba de que había en la casa otras habitaciones mucho más hermosas, en las que no había estado hacía mucho tiempo y que había olvidado casi por completo. Abría, muy alegre, una puerta blanca muy alta, y avanzaba, descalzo, sin ruido, a lo largo de las hermosas estancias. Eran muchas, grandes y majestuosas, como los salones de un palacio. Las llenaba la luz suave, pura y sonrosada del orto solar. «¡Qué bien se está aquí! ¿Cómo habré podido olvidar estas habitaciones?», pensaba. Y seguía avanzando, sumergiéndose en la calma solemne de nuevos salones magníficos, luminosos, plácidos... Deteníase ante una gran puerta cerrada, tras la que se oía canturrear. Miraba cautelosamente por el ojo de la cerradura y veía que quienes canturreaban era dos pintores decoradores, sentados en el suelo.
En este momento—como siempre—se despertó. Durante cerca de un minuto, una dulce y honda emoción le impidió darse cuenta exacta de dónde terminaba el sueño y empezaba la realidad.
A pesar de que los postigos estaban cerrados, una luz deslumbrante hería sus ojos. Apartó un poco la cabeza y vió que un rayo de sol, recto y agudo, penetrando por un agujero del postigo, ponía en la almohada una mancha dorada y redonda y sonrosaba la obscuridad del aposento. Luego vió a su lado una cabellera negra y un brazo desnudo, oyó una suave respiración y las nieblas azules del ensueño acabaron de disiparse en su cerebro: aquel día debía efectuar una nueva ascensión en aeroplano; la mujer que respiraba suavemente a su lado era su amada esposa; el sol estival se elevaba ya sobre el horizonte, inundando la tierra de cálida luz.
Yury Mijailovich no sentía el ligero miedo que siempre había sentido, ocultándolo en lo más hondo de su corazón, al aproximarse la hora del vuelo, sino una alegría desbordante, como si una felicidad inmensa, extraordinaria, le aguardase. «¡Hoy volaré!», se dijo, por primera vez en su vida, con toda la pureza del entusiasmo, pensando sin temor alguno en los magnos espacios celestes, cuyo presentimiento otras veces le había turbado el sueño.
A no ser por el rayo de sol, hubiera dormido aún una hora u hora y media; pero ya no le era posible dormir ni seguir en aquel aposento obscuro, respirando aquella atmósfera pesada. Se bajó de la cama, procurando no hacer el menor ruido y sin mirar siquiera a su mujer, temeroso de despertarla con la mirada, y se vistió. Su mujer, que no había podido conciliar el sueño hasta muy tarde—a causa de la tempestad y de la inquietud que atormentaba su amante corazón de esposa—, dormía profundamente.
Yury Mijailovich cogió unos cuantos cigarrillos y salió de la alcoba. En las demás habitaciones, la suave luz matutina acababa de disipar las sombras de la noche.
El asistente, aun medio dormido, hacía en la cocina astillas para hervir agua en el samovar, y sus bruscos movimientos despavilaban y ahuyentaban a las moscas.
El patio, el jardín y la calle, sombreada por dos filas de chopos, estaban desiertos. Aunque cantaban los pájaros y un gato atravesaba el patio, huyendo de la sombra húmeda y fría de una tapia, diríase que el Sol era el único ser a la sazón despierto en el mundo. Las caricias de sus áureos rayos se le antojaban al oficial dulces como las de una madre y suscitaban en su alma infantiles impulsos de hablarle. Si se le hablase, no podrían oírse sus respuestas; pero el dirigirle la palabra sería tan lógico como dirigírsela a un hombre.
Recordó que en su infancia le acuciaba siempre un vehemente deseo de volar hacia el cielo, y daba grandes saltos, en la esperanza de lograrlo, llenándose de ira al caer apenas elevado media vara sobre la tierra. Enfrente de su hogar paterno había una casita de un piso, y por volar sobre su tejado de madera podrida hubiera hecho los mayores sacrificios. Cuando, muchos años después, efectuó, a mil kilómetros de su ciudad natal, su primer vuelo, se acordó de pronto, encontrándose a una gran altura, de la casita aquella.
Le parecía mentira haber volado ya, ir a volar dentro de algunas horas.
No se veía ni una sola nube en el cielo. Donde había rugido hacía poco la tormenta se extendía el espacio azul, cristalino, sin fondo. Según los libros, aquello se llamaba el aire, la atmósfera; pero según el íntimo sentimiento humano, era y seguiría siempre siendo el cielo, norte eterno de todas las aspiraciones y de todas las esperanzas.
«Nadie expondría su vida volando—se dijo Yury Mijailovich—si eso fuera pura y simplemente la atmósfera, el aire.»
Contemplando los misteriosos espacios azules, pensó con cariño en sus compañeros. Lo que hablaban—y acaso lo que hablaba él—no tenía nada de sublime ni de interesante; pero él sabía que para conocer a los hombres no había que fijarse en sus palabras, disfraz de la verdad, sino en su rostro, en la profundidad de sus pupilas, en la blancura de sus dientes.
Estos pensamientos, límpidos y sencillos como el sol matinal, aumentaron su alegría.
Se juró, como un niño, querer siempre a sus compañeros y ser un amigo leal. Cualquiera que hubiera sabido leer en sus labios, tan tiernamente sonrientes, y en sus ojos, tan honda y misteriosamente luminosos, hubiera comprendido el profundo sentido de aquel juramento, a primera vista pueril, y sin decirle nada le hubiera besado en la boca.
Yury Mijailovich volvió a la alcoba y despertó con un beso a su mujer.