II


El oficial piloto sabía callar de una manera tan discreta, que conversar con él era siempre algo más que cambiar palabras triviales. Era muy poco dado al uso de «síes» y «noes» rotundos, y oía a sus interlocutores dibujada en los labios una cariñosa sonrisa. Prefería a emitir su opinión—lo que hacía con tino y tacto—, escuchar la de los demás. Sin embargo, sus compañeros no le consideraban un hombre misterioso, encerrado en sí mismo, insondable. Todos los oficiales de su regimiento, hasta los tenientes más jóvenes, estaban, por el contrario, convencidos de que le conocían a fondo, mucho más a fondo que se conocían a sí propios; pues mientras que ellos eran de humor vario, cambiante, de ideas y sentimientos inestables, tornadizos, y no sabían a qué atenerse ante los zigzags, curvas y saltos de su naturaleza moral e intelectual, él era siempre el mismo y conservaba siempre su plácida serenidad. Su vida junto a su mujer, que le adoraba, producía igual impresión de sencillez y calma.

Cuando algún oficial se dejaba sobre el tapete verde su último copec o se emborrachaba y armaba un escándalo, después del cual le avergonzaba hasta mirarse al espejo, iba a casa de Puchkarev a recobrar el equilibrio espiritual. Y, recobrándolo, pensaba, no sin cierta piedad, al comparar su alma, llena de abismos, con la de su amigo: «¡Qué en paz vive este hombre!» Uno de ellos le puso el remoquete de Su Majestad Serenísima, que hizo gracia; pero dejó pronto de usarse, pues Puchkarev era muy respetado entre sus compañeros.

Aquella mañana, Yury Mijailovich estaba tan sereno y tan poco hablador como siempre. Sólo el brillo singular de sus ojos denunciaba su alegría creciente. Como siempre ocurría, su calma se le contagió a Tatiana Alexeyevna, su mujer, y amenguó el fulgor demasiado vivo de las pupilas de la joven.

Tatiana Alexeyevna se había levantado en extremo turbada el alma por dolorosas pesadillas; pero al alzar la vista a aquel cielo puro, como de fiesta, mientras le servia el te a su marido, no veía nada de terrible en sus profundidades azules y olvidaba sus sueños fatídicos.

—¡Tonterías!—se decía, mirando asir la taza los dedos morenos, firmes, nunca trémulos, de Yury Mijailovich... Y se echó de pronto a reír, con una risa alegre, que se tomó en sus últimas escalas un poco colérica.

—Yury: ¡eres un farsante, un sugestionador!

—¿Por qué?—preguntó, sonriéndose, el oficial.

—¡No te rías, no! Cuando te miro, me parece que no puede pasarte nada, y eso no es verdad: siempre puede pasarnos algo. Mi tranquilidad es absurda, no es natural, me la sugieres tú. ¡No quiero estar tranquila! ¡Es estúpido que yo esté tranquila!

Y tratando de sentir de nuevo el terror que al levantarse la turbaba, empezó a contar, recargando un poco las tintas, sus fatídicos sueños; pero el miedo no volvía, y viendo la tranquilidad con que la escuchaba su marido, la joven pensaba: «¡Cuánta insensatez he soñado!» Sucedíale lo que a un niño que está contándole a una persona mayor un cuento de su invención, insubstancial y sin pies ni cabeza, y al fijarse en la larga barba y en los ojos burlones de su oyente, interrumpe azorado su relato.

—¡Hoy estás insoportable, Yury!—profirió, tras una larga pausa.

Pero, apenas pronunciadas estas palabras, se sintió feliz, como nunca se había sentido.

Ruborizada hasta los hombros, cuya blancura dejaba al descubierto el descote de la bata, ocultó el rostro entre las manos e inclinó la frente. Algo inefable y delicioso le impedía mirar a Yury Mijailovich y hablarle. Con el corazón palpitante, esperaba que hablase él. Mas él no dijo nada; se limitó a posar los labios en el cuello de su mujer.

El tiempo pasaba veloz. Se vistieron. El oficial abotonó, como de costumbre, con sus dedos morenos y firmes, el corpiño, abierto por la espalda, de Tatiana Alexeyevna. Cuando volvían a casa, también era él quien se lo desabotonaba. La joven seguía sintiéndose feliz, extraordinaria y diríase que definitivamente feliz. Aunque hubiera visto a sus pies el cadáver destrozado de su marido, no hubiera creído en la muerte, ni en el dolor, ni en la soledad... La verdadera felicidad no existiría si no fuera posible la fe en la eternidad de la vida.

Como le sucedía siempre, Yury Mijailovich se dirigía a la escalera, sin despedirse, por olvido, de su hijo, y, como de costumbre, su mujer se lo reprochó dulcemente y le llevó al cuarto del niño. En el lenguaje que, cual todo matrimonio joven, el oficial y su mujer habían creado para su uso particular, Micha, el vástago de catorce meses, se llamaba Ton-Ton. Yury Mijailovich no le miraba con ojos de padre: sus cortas y torpes piernecillas, su alegría absurda y sus actos grotescos sólo provocaban en él un vago asombro, lleno de indulgencia.

Estaba metido en una especie de cesto cónico, abierto por arriba y por abajo y provisto de ruedas, y cuando al andar perdía el equilibrio, no podía caerse.

Yury Mijailovich se echó a reír. Su mujer también se rió; pero luego, un poco ofendida, le dijo:

—¿Crees que eso es más fácil que la aviación? Tú también te tambaleas cuando vuelas.

—Sí, es verdad—contestó muy serio el oficial.

Pero, mirando al pequeñín hacer equilibrios, añadió:

—Debían colocar a los borrachos en aparatos como éste. Así no se caerían y no podrían dormirse. Sería un buen castigo.

—No me hacen ninguna gracia los borrachos... ¡Anda, cógele en brazos y dale un beso! Haces mal en mirarle por encima del hombro, creyendo que sólo se preocupa de tus botones. ¡Es mucho más inteligente de lo que tú piensas!

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