Allá donde horas antes, en un caos de nubes negras, retumbaban los truenos y fulguraban los relámpagos, todo era ahora calma y se abrían inmensos espacios azules. Mudas y majestuosas, algunas nubes caminaban —naves sin rumbo conocido—a través del océano celeste. El Sol reinaba allí. Ni el más leve ruido terrestre turbaba el etéreo silencio.
Describiendo los primeros círculos, Yury todavía miraba abajo, preocupándose aún de la tierra: en el aeródromo verde, surcado por sendas de arena amarilla, la multitud, negra e inmóvil, parecía una enorme mancha de tinta.
Descrito el quinto círculo, el oficial voló en línea recta, alejándose del aeródromo.
Ya sobre el bosque, en medio de una honda quietud, se elevó, se elevó...
—No sería desagradable dar un paseo por ahí abajo—pensó con cierta cariñosa indulgencia.
Y de pronto experimentó la sensación clara, precisa, del olor grato y húmedo, para él tan familiar, del bosque, como si estuviera pisando la hierba, y hasta le pareció divisar entre el follaje espeso una seta.
Pero no, no... El bosque estaba ya muy lejos y él volaba, no andaba, como de costumbre, sobre suelas de plomo... Volaba sin apoyarse en nada, envuelto en la transparente y luminosa amplitud del vacío. Hacía un instante que se había apartado de la tierra y se hallaba ya en otro mundo, en otro elemento, ligero e ilimitado como un sueño. Y de un modo intensísimo, casi doloroso, sintió de nuevo la felicidad inefable que, cual un licor áureo y límpido, llenaba su alma cuando abrió aquella mañana los ojos. Aquella emoción casi le ahogaba, y le arrancó lágrimas; pero no hacia fuera, sino hacia dentro: lágrimas que nadie hubiera visto.
—¿Qué es esto tan dulce—se decía—, qué es esto tan bello que encanta mis ojos y derrite mi corazón?
Y ya no miró abajo: allá, muy lejanos, muy hondos, se quedaban la tierra, los verdes bosques, por donde tanto había corrido y saltado en su infancia, las falsas alegrías, los tímidos y poco firmes amores terrestres. La tierra estaba ya tan lejos, que su recuerdo comenzaba a borrársele de la memoria. Los espacios azules del océano celeste no evocan nada de la tierra.
Yury Mijailovich se sonrió; pero con una sonrisa interior. En el océano celeste, la sonrisa, como las lágrimas, no debe ser visible. La expresión del semblante debe ser allí grave y severa.
—He subido ya mucho, mucho—pensó el oficial—; pero aun tengo que subir más, mucho más. Me rodea el vacío y puedo caminar en todas direcciones, hacia arriba, hacia abajo, hacia delante, hacia atrás... Dispongo de todos los caminos.
Y se entregó de lleno al delicado trabajo de guiar su aeroplano a lo largo de los caminos celestes.
Incluso en la tierra, andando sobre sus suelas de plomo, placíanle los movimientos libres, las vueltas bruscas, los saltos. Y desde su infancia detestaba las calles, las sendas, las carreteras, todo cuanto, de generación en generación, encarrila los pasos, como las ideas consagradas encarrilan el pensamiento. Allí, en las alturas, la voluntad, provista de alas, se creaba ella misma a su capricho los caminos y se sentía divinamente libre.
Yury Mijailovich y su Newport constituían como un solo organismo; antojábansele al aviador tan inanimadas y duras sus manos como la madera del volante, y tan dotado de músculos y venas el volante como sus manos. Sus nervios se prolongaban hasta el extremo de las alas del aeroplano y transmitían a su cerebro las deliciosas sensaciones del hierro y la madera, al contacto fresco del viento y bajo la caricia dorada y trémula del Sol. Y su voluntad era fiel y rápidamente ejecutada por el aeroplano, que cuando él quería torcer a la derecha, torcía a la derecha; cuando él quería torcer a la izquierda, torcía a la izquierda; cuando él quería bajar, bajaba; cuando él quería subir, subía. ¿Cómo ocurría aquello? El no trataba de explicárselo: le bastaba con que ocurriese. Y el triunfo de su voluntad ponía en su alma una alegría severa y viril, esa alegría que a primera vista parece tristeza y se pinta en el rostro de los guerreros victoriosos.
De la tierra, a cada instante más lejana, parecía desprenderse un ligero humo, como de una marmita hirviente. Debía de ser una nube que pasaba por debajo del aeroplano. Yury Mijailovich no se preocupaba ya de la tierra. Buscando una sensación más intensa de su voluntad, cerró los ojos. Durante unos segundos vió, como en un espejo, su rostro muy pálido y diríase que traslúcido. Luego se imaginó que de pie en un carro arrastrado por caballos de fuego, las riendas de acero en la mano de piedra, un haz de rayos luminosos en la cabeza, a modo de penacho, avanzaba, raudo, cielo arriba.
Parecióle después que no era un hombre, sino un ascua que hendía el espacio, dejando en el velo azul del cielo un rastro ígneo, y subía, subía, subía; estrella errante humana escapada de la superficie terrestre.
En aquel momento se hallaba tan alto, que la multitud no podía ya verle. Miles de ojos sondearían el océano celeste, bajo los cegadores rayos del Sol, buscando entre las nubes el aeroplano. Aunque las nubes eran escasas e iban poco a poco disipándose, le parecería a la multitud que llenaban el cielo y que el aviador se vería y se desearía para encontrar paso entre ellas, como un marino entre las islas; no sabía cuán vastos son los espacios allá arriba, cuán anchos los arcos y las puertas; ignoraba la inmensidad de los golfos azules, la magna y abierta extensión del archipiélago del cielo.
Las nubes, casi desvanecidas, descendieron hacia el horizonte, y allí, como esfinges de niebla, se detuvieron, vigilantes. La multitud entonces pudo formarse, aunque remota, una idea del infinito desierto cerúleo que se extendía sobre ella.
Yury Mijailovich abrió los ojos y miró de nuevo a la tierra. Los alzó luego, y se dijo: «Mi sueño feliz se ha realizado. Ya estoy en mis vastos salones sagrados, en las soledades augustas del Cosmos. ¿Qué es esto tan dulce y tan bello que veo?... ¿Qué es esto tan dulce y tan bello que siento?... ¡Oh, alma, dicha mía, cuánto te amo!»
Y de nuevo, como en un sueño, de un modo intensísimo, casi doloroso, sintió la inefable felicidad luminosa y dorada... Como quien oye el último acorde de una dulce sonata lejana, la última palabra de una canción de amor terreno, recordó el bello perfil del rostro de su esposa—las negras pestañas, la blanca mejilla sonrosada—y pensó, al remembrarla dormida a su lado: «¡Cuánto la quiero!»
Pero momentos después la había olvidado para siempre, embargado el corazón por otras emociones sin relación alguna con las cosas de la tierra.
¿Qué pensaba en los últimos instantes de su vida, cerrados otra vez los ojos, mientras se entregaba de lleno al divino placer de volar? ¿Qué era él en su propia conciencia? Una estrella humana, sin duda, que dejaba, al huir rápida de la tierra, una estela de fuego a lo largo de su fatal camino...
Su Newport—celeste barquilla—nadaba veloz por el mar sin fondo del espacio, ladeándose en los virajes bruscos, aturdiéndole con el trémulo ruido del motor. No se veía ya ni una nube. El aire iba siendo más frío. En lo alto del espacio azul reinaba, solitario, el Sol.
Entre el astro rey y la tierra sólo se interponían un hombre y una cosa: el aviador y su aeroplano. Y el fulgor solar iluminaba las alas transparentes del aeroplano, rutilaba en su armadura, ponía su oro en el rostro moreno y pálido del hombre.
Al abrir los ojos, Yury Mijailovich sintió todo su ser inundado de una luz que lo empujaba hacia lo alto, y con voz extraña gritó:
—¡No! ¡No volveré a la tierra!
Pronunciadas estas palabras, que le condenaban a muerte, calló, fiel a su gran amor, el silencio. Y siguió su carrera vertiginosa a través del espacio. Si hubiera podido, hubiera duplicado, triplicado, centuplicado la velocidad; pero la máquina no lo permitía. No pudiendo aumentar la rapidez del vuelo, lo complicó de un modo que la multitud, de haberle visto, hubiera calificado de loco: empezó a describir líneas curvas y quebradas, de un atrevimiento y de una belleza fantásticos, como un ave nocturna, ebria de luz lunar, ya avanzando, ya retrocediendo, ya elevándose súbito, ya precipitándose en el vacío.
Apretados los blancos dientes para no prorrumpir en gritos de entusiasmo, cortaba el aire en amplios giros, cual si quisiera convencerse de que en el infinito espacio luminoso no hay barreras ni muros... En una de sus osadas maniobras estuvo a punto de caer; pero logró conservar el equilibrio y siguió su frenética carrera aérea.
Un impulso violento, irresistible, de elevarse más le acometió. Espoleó—esta es la palabra—el Newport, y se lanzó a lo alto, recto y sibilante como un cohete. No sabía ya ni quién era, ni cómo y por qué estaba allí, en pleno Infinito. Se sentía ascua voladora, estrella errante...
Le pareció de pronto que ardían sus cabellos y descendían, torrenciales, en olas de fuego, a la tierra. Y comprendió que había encontrado el camino directo que conduce de un Infinito a otro... En la Eternidad, hacia donde volaba, le esperaban los amplios salones majestuosos de su sueño de aquella mañana.
—¡No puedo volver a la tierra!—pensaba, en un lánguido y divino desmayo—. Veo cosas tan dulces, tan bellas... ¡Oh, dicha, alma mía, cuánto te amo...! Cuando yo era niño, anhelaba volar por encima de un tejado... un tejado bajito, de madera podrida... Mamá me llamaba entonces Yura, chiquitín de la casa, nene. Papá y mamá murieron hace mucho tiempo... Y luego, cuando yo no tenía ya padre ni madre, un nuevo cariño, dulce y bello como la tristeza, empezó a cantar en mi corazón... ¡Hijo mío, niño adorado, voy a seguir subiendo, subiendo! Mi cuerpo se separará de mí y caerá, y yo volaré, volaré... Mi alma, turbada, quiere separarse del cuerpo y seguir volando, en un vuelo sin término, hacia lo alto. ¡Oh, niño adorado, cuán honda y celestemente turbada está mi alma!
Lloraba sin saber que lloraba. Entre sus labios entreabiertos brillaba la cándida blancura de sus dientes. Sus ojos, dilatados por la visión de la Eternidad, miraban más allá de los arcos azules y límpidos del cielo.