III


Cuando el coche que conducía al oficial y a su mujer llegó al aeródromo, el desierto azul del cielo empezaba a poblarse de nubes blancas, redondas, lentas y solemnes. Parecía un mar en cuyas aguas tuviera lugar una espléndida revista naval: los barcos, desplegadas las velas, desfilaban, majestuosos, ante los ojos del Supremo Almirante. Los espacios azules de entre las nubes—más profundos que los más profundos abismos del mar—le decían al alma: «¡Ven!»

—¿No temes una tempestad como la de esta noche?—preguntó, inquieta, Tatiana Alexeyevna.

—No—contestó Yury Mijailovich—. Mira las nubes: parece que tienen los bordes afilados. Eso indica que no tardarán en disiparse.

—Tú no quisieras que se disipasen tan pronto, ¿verdad?... Te gustaría volar sobre ellas...

El oficial miró a su mujer de un modo extraño. de un modo que ella había de recordar toda su vida, y le dijo, iluminado el rostro por una serena sonrisa:

—¡Cómo te amo...!


El aeródromo estaba ya lleno de gente. Los aviadores sacaban de los cobertizos sus máquinas, las inspeccionaban, las preparaban. Uno de ellos estaba furioso porque la bencina era de mala calidad. El capitán Kostretzov había observado que su motor no funcionaba, y mientras desenroscaba los tomillos, poniéndose perdido de aceite y sebo negro, renegaba del maquinista, que le oía callado y confuso.

Sin motivos tan concretos, casi todos los demás pilotos se mostraban no muy alegres y refunfuñaban. Temían irritar al Destino manifestando buen humor, y le ofrendaban su mal gesto y sus palabras de enojo, en la esperanza de que les evitase una desgracia.

Por la misma razón no se atrevían a decir a qué altura querían elevarse, y anunciaban hipócritamente que su vuelo sería muy bajo. Sin embargo, todo el mundo sabía que Puchkarev, cuyos magníficos aterrizajes le habían conquistado numerosos premios, quería batir aquel día el record de la altura. Todos sus compañeros estaban seguros de que lo lograría. Y en presencia de aquel hombre sereno y decidido, que no ocultaba sus propósitos y hablaba de ellos como de la cosa más sencilla, los pilotos medrosos de las venganzas del Destino sintieron decrecer su temor al Inescrutable.

Como obedeciendo a una consigna, dejaron de refunfuñar y depusieron su mal gesto. Parlanchines, joviales, rodearon a Yury Mijailovich, y algunos cambiaron con él efusivos y viriles besos. También saludaron muy amables, besándole la mano, a Tatiana Alexeyevna; pero se advertía que la joven era allí una figura secundaria, y poco a poco fueron apartando de ella a su marido. Otras veces, por cortesía, por galantería, se quedaba alguien a su lado; mas entonces se quedó completamente sola, sobre el verde césped, en los labios su dulce sonrisa femenina, un si es no es irónica. Todos aquellos hombres fuertes, robustos, curtidos por el sol y el viento—para quienes en aquel momento no tenía ninguna importancia una mujer tan linda—, formaban un compacto grupo alrededor de Puchkarev, entregados a una viva charla masculina, enseñando, al reír, la dentadura recia y blanca.

—¡Cómo lo quieren!—pensó Tatiana Alexeyevna.

Y súbitamente dejó de sonreír; una inmensa felicidad, una alegría indecible, un profundo agradecimiento a los que querían tanto a su Yury inundaba su alma. ¡Cómo le querían! Y eso que no sabían hasta qué punto era bueno, noble, generoso, magnánimo. ¡Nadie lo sabía como ella!

Cuando el coronel Priajin, un viejo galante, se le acercó y empezó a echarle flores, ella le dijo:

—¡Váyase con mi marido!

—Ya he hablado con él—contestó el viejo—. ¿Quiere usted que le dé algún recado?

La joven, mirándole sonriente a los ojos, repitió:

—¡Váyase con mi marido!

En aquel momento, el coronel, al ver el brillo húmedo de las pupilas de la joven, comprendió que estaba loca de amor y de orgullo, y temió por ella. De pronto, y sin saber por qué, se había dado cuenta de que nada hay seguro, firme: ni el sol, ni el cielo, ni la tierra que pisamos, ni nada de lo que rodea al hombre.

—¡Es extraño!—se dijo, alejándose.

Y no cesó en todo aquel día de balbucear de vez en cuando estas palabras, expresión de su asombro ante la inanidad de todo.

Dispersado el grupo y comenzados los vuelos, Yury Mijailovich se acercó a su mujer y la cogió del brazo.

—Perdóname; te he dejado sola.

—No importa—contestó la joven, sonriendo—. Estoy muy contenta. ¿De qué os reíais tanto?

—Les he hablado del aparato para los borrachos.

—¡Qué gracioso...! Te quieren mucho tus compañeros.

—Y yo a ellos también. Mira: ahí viene Rimba. ¡Qué nervioso está el pobre!

—Dile algo, Yury, para tranquilizarle.

—Y tú, ¿estás tranquila...? Se acerca el momento...

—Lo celebro por ti. Dile algo a Rimba.

Rimba, un oficial entrado en años, carirredondo, calvo, se detuvo, sudoroso, pálido, a unos cuantos pasos, y gritó:

—¿Haces el favor... un momento...?

Puchkarev se alejó un poco con él y le preguntó:

—¿Qué quieres? Parece que estás algo nervioso...

Rimba tomaba parte por primera vez en un concurso de aviación. Nadie se explicaba que lo hiciese, ni aun que fuera aviador, pues era uñ hombre sin arrestos, de corazón débil, casi femenino, y pasaba un miedo terrible cada vez que volaba. El sudor brillaba en las hondas arrugas de su rostro, como el agua después de la lluvia en los carriles de un camino; sus ojos, apagados, inmóviles, miraban a Puchkarev con una fe profunda y trágica.

—Yury: dímelo francamente. ¿Hay algún peligro?

Yury Mijailovich sondeó su corazón y repuso, en un tono de convicción firme, absoluta:

—Ninguno. No hay cuidado. Puedes volar.

—¡Gracias!— dijo Rimba, muy serio, tras un corto silencio.

Y como en Pascua Florida, le dió a Yury Mijailovich tres besos en la boca y le estrechó la mano con cordial efusión.

Al pasar por delante de Tatiana Alexeyevna y saludarla, la miró como a una aliada y contestó a su sonrisa de felicidad exhalando un suspiro de alivio, que podía traducirse así al lenguaje oral:

—¡Ya ve usted, no hay cuidado!

El andar y la figura del pobre hombre, sus polainas y sus pantalones, de una desmedida amplitud, eran poco aviatorios.

Tatiana Alexeyevna le siguió con los ojos, y cuando su marido tornó a su lado no volvió la cabeza. Sintió en la mejilla y en los labios la mirada de Yury Mijailovich, y le pareció que una suave brisa se los acariciaba: era la felicidad.

—¡Cómo te amo...!—murmuró el oficial, oprimiéndole ligeramente el brazo y sintiendo en su mano, a través de la seda de la manga, un dulce calor de carne joven y feliz.

Ella, sin volver la cabeza, dejó de sonreír; sucedió a su sonrisa una expresión dócil y tímida. En aquel momento se amaba a sí misma con el amor de su marido; amaba su rostro y todo su cuerpo como algo precioso, pero frágil, que había que cuidar y mimar.

Rimba había desaparecido en un cobertizo. En lo alto de la tribuna ondeaban banderas de todos colores, y se diría que querían volar, desprendidas de los mástiles.

—Se ha levantado un poco de viento—dijo Tatiana Alexeyevna, volviendo, al cabo, la cabeza hacia su marido.

El oficial la miraba radiante.

Tuvieron que despedirse en público, y el beso que cambiaron fué leve como una tela de araña; pero los besos más frenéticos no se graban en los labios de un modo tan imborrable como esas ligeras telas de araña del amor, que no sé olvidan nunca.

Tatiana Alexeyevna no olvidaría nunca aquel beso. Y tampoco olvidaría nunca aquella pequeña cicatriz sonrosada que tenía en la pura frente, junto a la sien izquierda, su Yury. Era de una herida que de niño se había hecho jugando con una barra de hierro.

De pronto se quedó la tierra terriblemente desierta: Yury Mijailovich acababa de subir a su Newport. Pero, cosa extraña, el corazón de Tatiana no aceleró sus latidos. ¡Tan grandes eran la felicidad de la joven y su fe en su felicidad!

Levantó la cabeza. El aeroplano describió el primer círculo y fué elevándose, elevándose. Fueron ensanchándose los círculos... Ella, sonriente, inalterable el ritmo de su corazón, pensó, suspirando: «Ya no puede verme. Está demasiado alto.»

Share on Twitter Share on Facebook