I


Desde las once de la mañana hasta las ocho de la noche, el estudiante Chistiakov daba lecciones a domicilio. Sólo un día a la semana, el miércoles, retrasaba un poco el principio de su primera lección y hacia un breve acto de presencia en la Universidad, a fin de que le viesen los inspectores.

No iba nunca a clase ni sabía siquiera dónde estaban las aulas del primer año de Derecho, pues las explicaciones de los profesores no le interesaban y estaba decidido a irse la primavera próxima al extranjero. Por eso trabajaba tanto y ahorraba todo el dinero que podía. Por la noche, al volver a casa, se ponía a estudiar alemán. Pensaba irse a Berlín, donde se encontraba, desde hacía un año, un antiguo amigo suyo, que le escribía largas cartas entusiásticas, y en todas ellas le llamaba.

Pero con frecuencia Chistiakov, inclinado sobre su gramática alemana, sentía en la cabeza un ruido semejante al de un salto de agua y unas punzadas dolorosas en el costado izquierdo. Parecíale ver desfilar ante sus ojos fatigados las caras antipáticas de sus discípulos. No pudiendo seguir estudiando, se tendía en la cama y se distraía en contar mentalmente sus ahorros o en planear su próxima vida en Berlín. Algunas noches bajaba un rato al número 64 del «Polo Norte»—que tal era el nombre de su hospedería—y echaba un párrafo con los estudiantes que después de cenar se reunían allí.

Los estudiantes no le inspiraban ningún afecto, como no se lo inspiraba nada de lo que le rodeaba: las calles por donde pasaba, la habitación donde vivía, toda aquella vida caótica, inculta, grosera y estúpida. La gente le parecía peor que la de un país bárbaro; los bárbaros, al menos, eran audaces, y aquella gente—capaz de las violencias y las crueldades más insensatas—era pusilánime y mezquina.

Pero la idea de que pronto se iría de allí para siempre y viviría entre seres humanos, mucho más estimables en lo intelectual y en lo moral, le reconciliaba con aquellos de quienes se disponía a separarse y le llenaba de una piedad suave y triste hacia ellos. Y las «buenas noches» de aquel hombre, alto, enjuto, enfermo del pecho, de ojos febriles, cuando entraba en el número 64, sonaban como un melancólico «adiós».

En el número 64 reinaba siempre una ruidosa alegría. Se bebía allí vodka en abundancia; se fumaba, se gritaba, se cantaba; el aire, azul de humo, olía a alcohol y a arenques. El desorden era en aquel cuarto tan constante, tan normal, que a Chistiakov, a veces, se le antojaba un orden sui generis.

Vanka Kostiurin y Panov—los huéspedes del 64—eran la personificación del desorden; por la mañana bebían, por la tarde dormían, por la noche velaban. Eran pobres como ratas de iglesia; pero en los huecos de sus ventanas se alineaban, cómo las pesas en una balanza, botellas de vodka de todos tamaños; colgaban en la pared, de sendos clavos, un tamboril y una guitarra; sobre la mesa se veía un hermoso acordeón. Una noche, cerca de la una, el servio Rayko Vukich, otro estudiante hospedado en el «Polo Norte», recorrió los pasillos tocando el tamboril, y los numerosos huéspedes que a aquella hora estaban durmiendo se levantaron asustados, creyendo que se había declarado un incendio. Desde entonces, todas las noches, Sergio, el camarero del piso, confiscaba, en cuanto sonaban las once, el tamboril y lo devolvía por la mañana, al entrarles a los dos amigos el desayuno, consistente en una o dos botellas de cerveza. Vanka Kostiurin, que se despertaba de mal humor, lo cogía y tamborileaba una marcha fúnebre, mientras Panov lucía sus dotes de acordeonista tocando un can-can. Así comenzaban el día. Chistiakov consideraba aquella vida el summum de lo absurdo y lo estúpido.

—¡Aquí está el extranjero!—gritaba Vanka Kostiurin al verle entrar.

Los demás estudiantes se echaban a reír; con sus largos cabellos, su blusa azul, su pronunciación dulce, indolente, Chistiakov no tenia ni la más leve apariencia de extranjero.

Sus compañeros, de cuya vida se hallaba siempre como al margen y cuyas diversiones no compartía, no le miraban con buenos ojos. Su actitud entre ellos era la de un hombre que está en la estación esperando el tren: charla, fuma, se pasea, pero a cada momento saca el reloj.

Nunca contaba nada de su vida, y nadie sabía por qué, a pesar de sus veintinueve años, estaba empezando sus estudios universitarios. En cambio, hablaba por los codos del extranjero, de lo que acontecía en otros países. Y a todo el que le presentaban le refería, entre otras cosas leídas en libros y revistas, que en la mejor plaza de Cristianía el pueblo les había erigido sendos monumentos a Bjorson y a Ibsen, sin esperar a que se muriesen.

—Los dos insignes literatos—decía—se emocionan tanto al pasar por esa plaza y ver sus hermosas estatuas, muestra del amor de todo un pueblo, que lloran mirándolas.

Y volvía un poco la cabeza, tratando de ocultar las lágrimas que arrasaban sus ojos.

Una noche, hablando del dinero que había conseguido economizar para irse—y que ascendía ya a 220 rublos—, se quejó amargamente del padre de un discípulo suyo que, sin excusa alguna y del modo más.cínico, se había negado a pagarle 11 rublos que le debía. El había insistido en su justa reclamación, y entonces el otro se había reído de él en sus barbas y le había echado a la calle.

—¡Ya veis, un dinero que me he ganado con el sudor de mi frente y a costa de mi salud!

—¡Bueno, no lloriquees más!—profirió Vanka Kostiurin—. Si quieres, haremos una colecta y te daremos los once rublos.

Chistiakov rechazó indignado el ofrecimiento, que había sido hecho de corazón.

—¡No eres un buen compañero!—le contestó Vanka, ofendido.

Y los demás estudiantes asintieron.

La desdeñosa indiferencia de Chistiakov por cuanto a ellos les inspiraba un interés colectivo no les permitía hacerse ilusiones respecto a su compañerismo. Cuando todos en el número 64 hablaban apasionadamente de cualquier cosa, desde el punto de vista estudiantil, importante o grave, él guardaba silencio, tamborileando, distraído, con los dedos sobre la mesa, y si la discusión se prolongaba demasiado, empezaba a bostezar y se iba a su cuarto a estudiar alemán.

—¡Yo no soy de aquí!—decía, en tono de broma.

Pero hasta cierto punto, aunque en broma, decía la verdad, una verdad ofensiva para los otros, que se daban cuenta de que no conocían a fondo a aquel hombre de pecho angosto que marchaba tan derecho a su objeto y les ocultaba la fuente de su energía y su decisión.

El que le miraba con peores ojos era Vanka Kostiurin. En verano, en el campo, llevaba botas altas a la rusa y casaca rusa. Todo lo ruso le encantaba: el vodka, la sidra, la sopa de coles con mucha grasa, los mujiks, a quienes imitaba hablando con voz ruda y usando expresiones vulgares. No comprendía el empeño de Chistiakov en irse al extranjero y le despreciaba, como despreciaba los guantes blancos, la sobriedad, las visitas mundanas y el calzado elegante. Le llamaba, despectivamente, «el aristócrata».

Otros estudiantes, a quienes las cosas rusas les eran indiferentes, le decían a Chistiakov que, si tuvieran dinero, se irían también a vivir fuera de Rusia. El les excitaba a que lo hiciesen, y aseguraba, animándose, que, si se lo proponían, podrían reunir el dinero necesario; pero, al fijarse en la expresión, un poco abobada, de sus rostros de bebedores, al recordar su vida perezosa y desordenada, advertía que estaba predicando en desierto y callaba. Se sentaba en la cama deshecha de Vanka o de Panov y miraba desde allí, en silencio, como desde muy lejos, a los alegres contertulios.

Kostiurin, Panov y sus amigos seguían bebiendo, fumando y charlando, llenos de la alegre despreocupación de su juventud fuerte y sana, como si no hubiera para ellos ayer ni mañana y hubieran resuelto previamente todos los problemas que a todo nacido le reserva la maldita realidad.

Tolkachov, un muchachote de anchos hombros, largos cabellos, cuello de toro y ojillos estúpidos, alardeaba de su fuerza muscular, levantando a pulso los objetos más pesados que había en la estancia. Era miembro de una Sociedad gimnástica y sentía un profundo desprecio por la Universidad, los estudiantes, la ciencia, los problemas sociales, todo, en suma, lo que no fuese la fuerza bruta. Muchos de sus compañeros le odiaban; pero, temerosos de sus puños y su bárbara grosería, no se atrevían ni a hablar mal de él en su ausencia. Cuando alguno, cansado de oírle decir idioteces, se decidía a contradecirle, empezaba así la discusión:

—Respetando, desde luego, tu criterio, creo que estás en un error...

Pero el hércules no sabía apreciar aquellas maneras delicadas y contestaba:

—¡No se puede hablar con imbéciles como vosotros! ¡Lástima de paliza...! ¡A la cuadra, a la cuadra!

Los tan duramente tratados fingían, tomarlo a broma y se reían.

Panov cortaba cebolla, lo que le llenaba los ojos de lágrimas. El servio Rayko Vukich, bajito, seco, musculoso, de nariz ganchuda y bigotes colgantes, miraba en silencio la botella de vodka, esperando la escancia. Era un hombre extraño. Se pasaba horas enteras sin pronunciar una palabra; pero en cuanto bebía un poco de vodka empezaba a hablar, con cierto énfasis patriótico, de su Servia en un ruso chapurreado. Los temas de sus conferencias eran muy poco interesantes: los partidos políticos servios, la perpetua enemiga entre Servia y Turquía, la ferocidad de un tal Bodemlich... Sus amigos, al oírle poner por las nubes a su exigua y pobre nación, se reían a carcajadas y le hacían rabiar.

—¡Pero si este arenque—le decía Vanka Kostiurin—es más grande que toda Servia! El mejor día se la traga el turco.

—¡Una m... se tragará!—replicaba, encrespándose, Rayko.

—Si no se la traga, será porque no le da la gana. «¡Qué porquería de país!», dirá, escupiendo desdeñoso.

Rayko se levantaba, les lanzaba a sus compañeros una mirada de cólera y desprecio y gritaba, furioso:

—¡Burros!

Proferido este terrible insulto, se marchaba a su cuarto. Sus compañeros se desternillaban de risa. Chistiakov se sonreía tristemente, no comprendiendo aquel entusiasmo por Servia, una infeliz nación, cuyos habitantes, débiles y reñidores, se pasaban la vida defendiendo a tiros ideales mezquinos y ridículos. De buena gana se hubiera llevado con él al extranjero al pobre Rayko, para que conociera allí la verdadera vida, grande, luminosa.

Cuando las botellas estaban ya medio vacías, los estudiantes empezaban a cantar y a tocar el acordeón y enviaban por Rayko, tamborilero insustituible. Rayko volvía y con cara de pocos amigos se ponía a tocar el tamboril, brillantes los ojos como los de un lobo y agudos como el aguijón de una avispa. A veces, animado, excitado por la alegría general, Vanka Kostiurin se levantaba y comenzaba a bailar la danza rusa. Lento y pesado para todo lo demás, bailando era ligero como una pluma. Mientras sus pies herían el suelo con asombrosa rapidez, su garganta lanzaba gritos salvajes. El acordeón y el tamboril parecían atacados de un frenesí musical. Los ojos brillaban, agitábanse los brazos y las piernas, sonaba en un rincón el palmoteo acompasado de alguno de los contertulios. Y Chistiakov pensaba: «¡Están locos!»

Terminada la danza rusa, Vanka Kostiurin, jadeante, enjugándose el sudor, le rogaba a Rayko que bailase la danza servia.

Los demás estudiantes unían sus ruegos a los de Kostiurin, y Rayko, mirando tímido y receloso a sus compañeros, dejaba sobre la mesa el tamboril. Con un gesto fiero, sanguinario, hacía algunos movimientos extraños, que, más que los de un bailarín, parecían los de un piel roja enfurecido; diríase que iba a arañar a los circunstantes, a pegarlos, a degollarlos. Todos se echaban a reír, y el servio, renegando, volvía a marcharse.

«¡Qué inciviles son!», pensaba Chistiakov.

El menudo Rayko, tan amante de su exigua patria, le daba lástima.

Entre los tertulianos del número 64 figuraba el estudiante Karuyev, un muchacho alegre, sereno, un poco altivo. Su presencia operaba un notable cambio en la tertulia: se tocaba y se cantaba en serio, no se le hacía rabiar a Rayko y el hércules Tolkachov, tan sin medida en la insolencia como en el servilismo, ayudaba al simpático joven a ponerse el gabán. Kayurev, a veces, ni le saludaba. Le trataba como a un perro sabio.

—¡Eh, tú, zampatortas! ¡Levanta esa mesa con una pata!

Tolkachov, muy orondo, levantaba a pulso la mesa.

—¡Dobla esa moneda!

Tolkachov doblaba la moneda y decía, sonriéndose modestamente:

—Mi padre enroscaba una barra de hierro como si fuera un alambre.

Pero Karuyev no le escuchaba y se dirigía a la cama donde estaba sentado Chistiakov.

A éste le trataba como un médico a un enfermo.

Chistiakov le estimaba y le invitaba a irse con él a Berlín.

—¿Cuándo se va usted?—preguntaba Karuyev.

—En cuanto tenga cuatrocientos rublos. Ya tengo doscientos veinte.

—Yo que usted no me iría.

—¿Por qué?

—Está usted delicado...

—Aquel clima es mucho mejor que éste.

—Sí; pero... ¿Por qué no se va usted una temporada a Crimea?

La pálida faz de Chistiakov palidecía aún más y sus ojos se llenaban de lágrimas. Estremecido de dolor y de horror, como si le arrancasen del corazón su sueño dorado, murmuraba:

—¡Yo no puedo vivir en Rusia! ¡Me ahogo, me muero entre esta gente!

—¡Cálmese, cálmese! Y, ¡qué diablos!, váyase al extranjero, si cree que allí ha de ser feliz...

Chistiakov se calmaba.

—En Cristianía—decía en voz baja, lleno de entusiasmo—le han levantado una estatua a Bjornson... y otra a Ibsen, sin esperar a que se mueran... Y cuando los dos grandes hombres pasan por la hermosa plaza donde se alzan, lloran de gratitud... ¡Quién pudiera respirar el aire de esa noble tierra!... No estoy bien del pecho... dicen que estoy tuberculoso... Pues bien; de buena gana moriría allí...

Karuyev le daba unas palmaditas en la rodilla.

—¿Quién piensa en morirse? Usted nos enterrará a todos... ¡Esos picaros nervios...!

—No—replicaba Chistiakov, sonriendo—, no se trata de los nervios. Mi mal está aquí, amigo mío.

Y se llevaba la mano al pecho.

—Esta vida estúpida—añadía—, esta vida sórdida. En este país, el que no es rico no puede cuidarse... Todo está carísimo. Lo único barato son los hombres. En el extranjero sucede todo lo contrario: los hombres son lo único caro.

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