II


En el mes de diciembre, la salud de Chistiakov empeoró. El enfermo estaba cada día más débil y los dolores del costado izquierdo le hacían padecer mucho; la desaplicación, la estupidez y la insolencia de sus discípulos—casi todos desaplicados, estúpidos e insolentes—le ponían furioso.

En el número 64 no reinaba ya entre los estudiantes la alegría de siempre. Había ocurrido, a fines de noviembre, algo desagradabilísimo, que los demás no habían aún olvidado del todo y Chistiakov no podría olvidar nunca: tanto le había impresionado.

Una noche, en el patio de la hospedería, hallándose todos los estudiantes en un estado de embriaguez rayano en la inconsciencia, el hércules Tolkachov empezó a disputar con Vanka Kostiurin y le dió, inopinadamente, una bofetada.

—¿Por qué me pegas?—preguntó Kostiurin.

—¡Porque quiero y puedo!—contestó Tolkachov, dándole otro bofetón, tan fuerte, que le hizo tambalearse y le bañó la boca en sangre.

Todos se indignaron y prorrumpieron en gritos de protesta, pero ninguno se atrevió a intervenir, salvo Chistiakov, que, lanzando un alarido histérico, se precipitó contra el hércules y le asestó uno de esos puñetazos torpes, femeninos, más dolorosos para quien los da que para quien los recibe. ¡Nunca lo hubiera hecho! Una especie de maza cayó pesadamente sobre su cabeza y le derribó casi privado de sentido. Cuando se levantó, los demás estudiantes rodeaban furiosos a Tolkachov, si bien ninguno osaba tocarle el pelo de la ropa. El hércules, no obstante la prudencia manual de sus adversarios, estaba un poco amedrentado y trataba de sincerarse, echándole la culpa de todo a Kostiurin. El cual, escupiendo sobre la nieve saliva ensangrentada, decía:

—¡Esto es intolerable!

En diez minutos se les reconcilió. Se dieron la mano, y cambiaron un beso. Chistiakov, al verlos besarse, exclamó, llorando de vergüenza, de dolor y de cólera:

—¡Le pegan y besa al que le ha pegado! ¡Qué cobarde!

—¡Cállate—le gritó Tolchakov—, si no quieres que te tire a la calle por encima del tejado!

—¡Extranjero!—profirió Kostiurin, despectivo.

Y, gritando y cantando, se fueron todos a la calle. Chistiakov subió a su cuarto, se acostó y lloró largo rato en la obscuridad. La violencia, la injusticia, pesaban sobre su corazón como una nube negra, y los países lejanos, donde la vida era suave y decente, se le antojaron un paraíso inaccesible.

«¡Si al menos pudiera morir allí...!», pensaba.

Al día siguiente, Kostiurin tuvo remordimientos de conciencia y le hizo una visita. No había estado nunca en su cuarto.

—¡Qué cuarto más mono!— dijo—. ¡Parece la celda de una monja!

Y de pronto se echó a llorar. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, resbalaban por las largas guías de su bigote y caían sobre el rojo y sucio tapete de la mesa.

Algunos días después, Tolkachov hacía de nuevo alardes de musculatura ante sus compañeros; pero Chistiakov no podía ver su cuello de toro y sus enormes puños sin horrorizarse: se sentía en su presencia débil e indefenso como un pollo en presencia de un buitre. La fuerza bruta se alzaba ante él como una amenaza terrible.

No le daba ya la mano al hércules. Tolkachov se reía, desdeñoso, de él y le decía:

—¿Cuándo te largas, por fin, al extranjero? ¡Si tardas mucho, el mejor día te rompo los riñones!

Chistiakov le oía lleno de terror y no le contestaba. «Es tan bestia—pensaba—que le habla a una persona que no le da la mano.»

Tolchakov añadía:

—No te asustes; es una broma. Yo no sería capaz de pegarle a un alfeñique como tú.

Todos exhalaban un suspiro de alivio. Temían que Tolkachov hiciera alguna barbaridad.

—¿Por qué no te reconcilias con él?—le preguntaban a veces a Chistiakov.

Y en tono no muy entusiástico aseguraban que, en medio de todo, era un buen muchacho. Ni aun en su ausencia se atrevían a exponer su verdadera opinión sobre él.

El único que aprobó sin reservas la conducta de Chistiakov fué Karuyev. Y dejó casi en absoluto de ir al número 64.

Chistiakov tenía ya ahorrados 290 rublos y esperaba tener para abril los 400 que necesitaba. La suma de que disponía en la actualidad hubiera sido algo más crecida de no haberse negado a pagarle la mensualidad de noviembre el padre de uno de sus alumnos. Además, le había dado 15 rublos a Rayko, que vivía casi exclusivamente con lo que le daban sus compañeros, sobre todo Vanka Kostiurin, el cual le pagaba la habitación.

Desde que sus ahorros se elevaban a la cantidad antedicha, Chistiakov estaba más tranquilo y más seguro de sí. Se pasaba noches enteras soñando con su próxima vida en el extranjero. Dedicaba ya algunos ratos a los preparativos del viaje. Cuando estaba inclinado sobre la maleta abierta inundaba su corazón una tristeza pura como el agua de una fuente, una añoranza vaga de algo lejano, desconocido, pero muy amado; parecíale que se le olvidaba llevarse no sabía qué muy importante...

Era a la sazón más cariñoso con sus compañeros y los tenía lástima. Los compadecía porque se quedaban junto a aquel terrible Tolkachov, porque bebían mucho, porque su vida sería insípida y triste, porque, si alguna vez soñaban, sus sueños no habían de realizarse nunca.

Compadecía sobre todo al noble y decidido Karuyev, desde hacía algún tiempo sombrío, taciturno.

—¡Vámonos juntos!—le decía.

—¿Adónde?

—¡Al extranjero!

—No, yo no me voy. Usted sí debe irse, puesto que no tiene nada que hacer aquí, y su salud, sus nervios, ganarán no poco con ello.

—Sí; quiero pasar el verano en Suiza...

—¡Excelente idea! ¡Celebraré mucho que le pruebe aquel clima!

Y Karuyev saludaba con una cortesía glacial y se iba.

A mediados de marzo, Panov, el compañero de cuarto de Kostiurin, celebró su cumpleaños e invitó a Chistiakov.

La nieve estaba ya casi fundida y los trineos habían sido reemplazados por los coches de ruedas. Cuando Chistiakov salió de su última clase aspiró con delicia el aire, ya oliente a primavera. «¡Pronto me iré!», se dijo, y su corazón se estremeció de gozo. Luego sintió esa melancólica tristeza de los que se disponen a partir para siempre; pero no tardó en ahogarla una ola de alegría triunfal.

Por la negrura del cielo nocturno cruzaban, como gigantescas aves blancas, enormes nubes misteriosas, cuya aérea carreta silente parecía invitarle a volar. «¡Pronto me iré!—pensaba, mirándolas—. ¡Pronto me iré!»

Cuando llegó al número 64, la habitación estaba ya llena de gente y se había ya bebido mucho te y mucho vodka. Iban a empezar las canciones.

Chistiakov se sentó en un rincón, sobre un montón de gabanes, y miró con una tristeza afectuosa a los reunidos: no tardaría más de un mes en partir para siempre. Primero se cantaron a coro canciones estudiantiles. Después cantó un terceto, formado por la señorita Mijailova, que tenia una hermosa voz de soprano; Panov, cuya voz de bajo era sonora y bien timbrada, y un estudiante rubio, tenor excelente. En medio de un hondo silencio, el bajo comenzó, lento y grave:

Paz y reposo a todos los cansados...

Impregnaba la noble majestad de las notas una calma solemne, toda melancolía y amor. Alguien inmenso y sombrío como la noche, alguien omnividente y, como tal, de una tristeza y de una piedad infinitas, envolvía la tierra en su manto, y su voz poderosa resonaba en todo el planeta. «¡Dios mío, esa canción me alude!», pensó Chistiakov, escuchando con avidez.

Paz y reposo a todos los cansados...

repitió el tenor, cual si la tierra contestara con una ardiente súplica a las misericordiosas palabras.

A los que sin holgar pasan el día...

añadió, lento y grave, el bajo.

Y sucedió de pronto, a las tinieblas de su voz, una sarta de perlas, bellas y puras como lágrimas caídas del cielo:

Y penan desde el orto hasta el ocaso.

«¡Sí, es ella, es ella la que canta!—pensó Chistiakov, mirando el pálido rostro de la soprano—. ¡Y me alude! ¡Si, sí, me alude!»

Como se funden tres colores, se unieron las tres voces en una armonía majestuosa y triste:

Paz y reposo a todos los cansados,
a los que sin holgar pasan el día
y penan desde el orto hasta el ocaso.

Luego se cantaron otras canciones tristes; pero Chistiakov no las escuchaba: se tenía una lástima infinita a sí mismo, que penaba «desde el orto hasta el ocaso», y también se la tenía a alguien, grande, desconocido, que necesitaba, como él, paz, reposo y amor.

Le sacó de su abstracción una alegre y ruidosa algazara alrededor de Rayko. Los estudiantes estaban haciéndole rabiar. El servio, contra su costumbre, callaba. Sus ojillos, agudos como el aguijón de una avispa, lanzaban en torno rápidas miradas.

—Di, Rayko—le preguntó Vanka Kostiurin—: ¿los servios tienen todos la nariz ganchuda como tú?

—Hace pocos días—dijo Rayko lentamente—un servio, llamado Boyovich, fué asesinado por los turcos, en la frontera.

Todos se imaginaron al pobre Boyovich un hombre de nariz ganchuda, como la de Rayko, con una ancha herida en el cuello. Y para ahuyentar de su mente imagen tan poco risueña, Kostiurin repuso, en tona ligero:

—¡Eso no tiene importancia! Aun quedan muchos servios.

Rayko se encrespó, palideció, y su barbilla hendida y peluda empezó a temblar.

—¡Eres un farsante!—gritó con voz ruda y metálica—. ¿Por qué bailas el baile ruso, si no tienes patria?... ¡No, no tienes patria!... ¡Eres un cerdo!

Chistiakov, como si el reproche se le hubiera dirigido a él, contestó:

—Tú sí la tienes, ¿eh? Amas mucho a Servia, ¿verdad?

—¡Sí, con toda mi alma!

Y el servio, cogiendo un cuchillo, lo levantó sobre su cabeza y vociferó:

—¡Voy a mataros a todos!... ¡No puedo más, no puedo más!

El cuchillo, lanzado violentamente contra la pared, rebotó en ella y cayó al suelo con estrépito. Rayko bajó la cabeza y salió de la estancia.

Media hora después Chistiakov fué a verle. Le daba lástima aquél pobre servio que amaba tanto a su exigua patria. Conforme avanzaba por el largo corredor semiobscuro, a cuyos dos lados se alineaban multitud de puertas numeradas, todas iguales, llegaba más claro a sus oídos el sonido de una voz humana que parecía pedir socorro.

En una de las puertas leyó este letrero, escrito con tiza: «Rayko Wukich». En aquel cuarto era donde sonaba el extraño clamor.

Chistiakov llamó y, como no le abriesen, empujó la puerta y entró. En la habitación no había luz, y sobre el fondo claro de la ventana se destacaba el cuerpecillo de Rayko, acodado en el antepecho. El menudo servio estaba cantando.

—¡Rayko!— murmuró Chistiakov.

Pero Rayko no le oyó. No había oído el ruido de la puerta ni el de los pasos de su compañero. Miraba al alto muro de ladrillos, ennegrecido, que se alzaba frente a la ventana, y cantaba. Hablaba en su canto de la patria lejana, de sus dolores, de las lágrimas de las madres y de las esposas que habían perdido a sus hijos y a sus maridos, y le pedía a la patria lejana una fosa en su suelo e imploraba de ella la dicha de besar, antes de morir, la tierra que le había visto nacer; hablaba en su canto, con odio mortal, de los enemigos, y, con amor y lástima, de los compatriotas vencidos; hablaba en su canto del servio Boyovich, vilmente asesinado, y de sí mismo, de su propio dolor, de aquel dolor inmenso que pesaba sobre su corazón, lejos de su querida e infortunada patria.

Chistiakov no entendía las palabras; pero los sones de la canción, rudos, primitivos, salvajes, cual si brotasen de la propia garganta de la tierra, dolientes como los aullidos de un perro abandonado, llenos de tristeza y de odio, eran de una elocuencia tal, que, sin entender las palabras, se veía el sangrante corazón del cantor.

La voz de Rayko se apagó de pronto en una nota alta y vibrante de cólera. Hubo un largo silencio. Luego, Chistiakov, acercándose a Rayko, cuyos ojos secos, iracundos, brillaban como los de un lobo, le dijo:

—Hace mucho tiempo que no has ido a tu patria. ¡Ve! Yo te daré dinero.

—Allí hay una casa...

—¿Una casa?

—Sí, una casa. ¿No sabes lo que es una casa?... Cuando pasan por delante las carretas, las ruedas chirrían, chirrían...

—¿Cuánto dinero necesitas?

—¡Déjame en paz! ¡Vete con los compañeros! Quiero estar solo... ¡No puedo más, no puedo más!

Chistiakov no se fué al número 64, sino a su cuarto. Se acodó, como Rayko, en el antepecho de la ventana y alzó los ojos al cielo, a aquel cielo negro que horas antes le había hablado tan alentadoramente a su alma. Las gigantescas aves blancas seguían surcándolo, silentes, misteriosas; mas su vuelo ya no le invitaba a él a volar. «¡Pronto emprenderé yo también el vuelo!» murmuró, tratando de reanimar sus sentimientos de ligereza y libertad; pero otro sentimiento, desconocido y fuerte, se agitaba en su corazón, como un pájaro enjaulado: era el deseo de entonar, cuál Rayko, una canción dedicada a su patria. Al darse cuenta de ello, al oír en el fondo de su alma las implorantes notas impregnadas de lágrimas, se sonrió feliz, se dirigió a la puerta y la cerró con llave, temeroso de que alguien entrase y le sorprendiese cantando, y se acercó de nuevo, andando—sin saber por qué—de puntillas, a la ventana.

«¡Bueno!», se dijo. Y empezó a cantar una informe canción sin letra, no tardando en enmudecer: tan tímidos e inexpresivos eran los sonidos que brotaban de su garganta. «Hace falta letra—pensó—; no hay canción sin letra.»

Y empezó a buscar palabras. Aunque se le ocurrieron muchas, ninguna la inspiraba, en realidad, el amor a la patria. Había leído en los libros innumerables frases bellas, sonoras; mas ninguna era digna de que un hijo triste, dolorido, se la dirigiese a la madre patria. Sólo había una que en aquel momento merecía ser pronunciada por sus labios. La sentía en su corazón, casi la veía; sabía que todas las otras eran viles y miserables como los mendigos del atrio de una iglesia y aquélla era ardiente como un ascua y luminosa como el Sol. Pero no la encontraba. Y se sentía vil y miserable como el último de los mendigos, de un alma tan pobre como la limosna de un avaro.

«¡Y sin embargo—se decía, lleno de horror—, yo soy un hombre honrado!»

En la esperanza de encontrar con más facilidad la ansiada expresión escribiendo, encendió; no sin descabezar unas cuantas cerillas, la vela; arrojó al suelo la gramática alemana, y se inclinó, pensativo, sobre una hoja de papel.

«¡Patria!», escribió su mano trémula.

Y se detuvo, indecisa.

«¡Patria!», volvió a escribir con pulso más firme.

Y añadió, resuelta:

«¡Perdóname!»

Chistiakov leyó las tres palabras, dejó caer la cabeza sobre el papel y se echó a llorar: le inspiraban una inmensa piedad su patria, él mismo, todos los cansados, todos los que penaban sin tregua. Y se horrorizó al pensar que hubiera podido partir para siempre y morir oyendo una lengua que no era la suya.

No, no se podía vivir sin patria; no se podía ser feliz cuando la patria era desgraciada. Este sentimiento ponía en su alma una inmensa alegría y, a la vez, un dolor enorme.

Su alma—rotas las cadenas que la ataban—se había unido a la de todo un pueblo. En su pecho enfermo palpitaban miles de corazones sangrantes e inflamados.

Y llorando a lágrima viva, gritó:

«¡Patria, soy tuyo!»

La canción de Rayko sonaba de nuevo, salvajemente libre, impregnada de ira y de lágrimas.

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