No pertenecía a nadie. No tenía nombre y nadie podía decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería aproximarse a las casas otros perros hambrientos como él, pero orgullosos de pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando empujado por el hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes hacía su aparición en la calle los chicos le tiraban palos y piedras y las personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa de terror corría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra los hombres; por fin llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí lamía con su lengua las heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres iba en aumento constante.
Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el mundo y balbuceaba algo de las personas de buen corazón. Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.
—¡Chucho!—le llamó, aplicándole el nombre que se da a todos los perros—. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!
El perro tenía muchas ganas de acercarse, daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.
—¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!
Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos el humor del borracho cambió súbitamente. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien y sintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él sobre el lomo le dió un fuerte puntapié en las costillas.
—¡Largo de aquí, cochino animal!
El perro lanzó un aullido provocado más bien por la sorpresa y por la decepción que por el dolor. El campesino, tambaleándose, se fué a su casa; allí pegó cruelmente y por largo rato a su mujer e hizo pedazos la toquilla nueva que le había regalado la semana pasada.
Desde aquel día el perro desconfiaba de los hombres que manifestaban deseos de acariciarle, y con el rabo entre piernas huía a todo correr. A veces hasta intentaba morder y había que echarle a palos o a pedradas.
Durante el último invierno se instaló bajo la terraza de una casa de campo desierta que no tenía guarda, y él mismo se convirtió en guarda voluntario: por la noche se ponía delante de la casa y ladraba con todas sus fuerzas. Luego se echaba bajo la terraza y gruñía furiosamente, pero en este gruñido se notaba satisfacción y orgullo de sí mismo.
La noche de invierno era terriblemente larga. Las negras ventanas de la casa desierta miraban tristemente al jardín inmóvil cubierto de nieve y de hielo. A veces una lucecita azul se reflejaba en las ventanas: era una estrella descendente o un rayo de Luna que caían sobre los cristales.