II


En la casita reinaba el silencio. No era la tranquilidad, que no es mas que la ausencia de cuidados, sino el silencio; aquellos que podrían hablar parecen no querer decir nada. Al entrar el pope Ignacio en el cuarto de su mujer encontró en ella una mirada tan densa como si toda la atmósfera fuera de plomo y pesara grandemente sobre la cabeza y sobre los hombros. Examinó mucho tiempo los cuadernos de música de Vera, sus libros y su retrato en colores, que había traído ella de Petersburgo. Recordaba el arañazo que había visto en la mejilla de su hija cuando la hallaron muerta y cuyo origen no podía comprender: el tren que la aplastó había dejado intacta su cabeza; de otro modo la hubiera destrozado completamente. ¿De dónde procedía aquel arañazo?

Pero procuraba no pensar en la muerte de Vera, y en el retrato miraba sus ojos. Eran hermosos, negros, con grandes párpados que los envolvían en la sombra como si estuvieran encerrados en un marco negro. El pintor desconocido pero de talento les había dado una expresión extraña: se diría que entre los ojos y los objetos hacia que miraban había un velo opaco. Aquellos ojos le seguían con la mirada por todas partes, pero también guardaban silencio. Se diría que hasta podría oírse aquel silencio. Por lo menos al pope Ignacio le parecía que lo oía.

Todas las mañanas, después de la misa, iba al salón y examinaba rápidamente la jaula vacía y toda la habitación, se sentaba en un sillón, cerraba los ojos y escuchaba el silencio de la casa. La jaula guardaba un silencio dulce y tierno, lleno de dolor, de lágrimas y de una como lejana risa extinguida. El silencio de su mujer era obstinado, pesado como el plomo y tan terrible que el pope Ignacio, a pesar del calor, comenzó a sentir frío. El silencio de Vera fué interminable, glacial y misterioso como la tumba. Aguzaba el oído con la esperanza de percibir un ruido cualquiera; después, avergonzado de su debilidad, se levantaba bruscamente y se decía a sí mismo:

«¡Estas son tonterías!»

Miraba por la ventana la plaza pavimentada inundada de sol y el muro de piedra de un cobertizo sin ventanas. En un rincón estaba parado un cochero que parecía una estatua de barro, y no se comprendía por qué se estaba allí todo el día, en un sitio donde nunca había nadie.

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