Fuera de la casa, el pope Ignacio hablaba mucho con el clero y los feligreses; a veces con conocidos en cuyas casas jugaba a las cartas. Pero cuando volvía le parecía que no había pronunciado una palabra en todo el día. Esto era por que no podía hablar con nadie de lo que más le importaba, de lo que era objeto de sus pensamientos nocturnos: ¿por qué se había suicidado Vera?
No quería ni podía comprender que ya era demasiado tarde para conocer las razones de aquella muerte. Todas las noches recordaba el momento en que él y su mujer, junto al lecho de Vera, le suplicaban que les dijera qué tenía. Cerraba los ojos y se le representaba a Vera incorporada en su lecho y diciendo... Pero no dijo la única palabra que pudiera aclarar el misterio de su muerte. Le parecía al pope Ignacio que aguzando bien el oído, conteniendo los latidos del corazón, podría quizá oír aquella palabra misteriosa. Y saltando de la cama tendía las manos y suplicaba:
—¡Vera!
Era el silencio lo que le respondía.
Una noche entró en el cuarto de su mujer, a la que hacía una semana entera que no veía, se sentó a su cabecera y, evitando su densa mirada, dijo:
—Escucha, quiero hablarte de Vera. ¿Me oyes?
Ella callaba. Entonces, alzando la voz, le habló severamente, como a los que venían a su casa a confesarse:
—Ya sé que tú no eres culpable de la muerte de Vera. Pero reflexiona: ¿es que yo no la amaba tanto como tú? Razonas de un modo extraño. Sí, yo era severo; pero eso no le impedía hacer todo lo que quería. Sacrifiqué mi amor propio de padre y consentí en que se fuera a Petersburgo; pero ¿es que tú no le habías implorado que se quedara, que renunciara a aquel viaje? No he sido yo el que la hizo tan impiedosa. Le inspiré siempre el amor de Dios y las virtudes cristianas...
Miró los ojos de su mujer y volvió la cabeza.
—¿Qué podía yo hacer cuando ella no nos que ría decir qué tenía? He ordenado, he suplicado. ¿O quizá debiera haberme arrodillado ante aquella chicuela y llorar como una vieja? ¿Sabía yo lo que ella tenía en su cabeza? ¡Hija cruel, sin corazón!
Se golpeó la rodilla con el puño.
—Era el amor lo que le faltaba. Admitamos que no me podía amar porque yo era un tirano. Pero ¿a ti? Ella te amaba. Tú, que te humillabas ante ella, le implorabas...
Se rió nerviosamente.
—¡Bien claro se ve cómo te amaba! Fué por ti por quien buscó una muerte tan atroz y vergonzosa... la muerte en el lodo como un perro.
Su voz temblaba de cólera.
—¡Me da vergüenza!—prosiguió—. Me da vergüenza dejarme ver en la calle. Me da vergüenza ante Dios y ante los hombres. ¡Hija cruel, indigna! ¡Mereces ser maldita en tu tumba!...
Cuando el pope Ignacio miró a su mujer, ésta yacía desvanecida sobre la cama. Tardó algunas horas en volver en sí y no se sabía si recordaba las palabras de su marido.
Aquella misma noche, una noche clara y serena de julio, el pope Ignacio, de puntillas, subió al cuarto de Vera. No se había abierto la ventana desde su muerte y el ambiente era allí seco y cálido. La Luna iluminaba el suelo, los rincones y el blanco lecho con sus dos almohadas, una grande y otra pequeña.
El pope Ignacio abrió la ventana, y en la habitación penetró el aire fresco con el olor del polvo, del río próximo y del tilo en flor. Se oía una canción; probablemente cantaban en alguna barca.
El pope Ignacio, procurando no hacer ruido, se acercó al lecho, se arrodilló y dejó caer la cabeza sobre las almohadas, apoyando sus labios en el sitio donde había reposado la cabeza de Vera. Permaneció mucho tiempo así. Allá en el río la canción se había hecho más fuerte; luego se extinguió. Siguió arrodillado, derramados sus cabellos por los hombros y por el lecho.
La Luna se había eclipsado y la habitación quedó sumida en la obscuridad. El pope Ignacio levantó la cabeza y empezó a murmurar, con una voz conmovida por el amor largo tiempo contenido, como si Vera le pudiera oír:
—¡Hija mía querida! ¿Comprendes toda la significación de esta palabra: «¡hija mía!»? Tú eres mi corazón, mi sangre, mi vida. Es tu viejo padre quien te lo dice...
Sus hombros eran sacudidos por los sollozos, y continuó hablando como a un niño pequeño:
—Es tu viejo padre quien te suplica, te implora, Verita mía. El, que nunca conoció las lágrimas, está llorando ahora. Tu dolor es el mío, tus sufrimientos son más que míos. No son ni los sufrimientos ni la muerte lo que me atemoriza. Pero tú, que eras tan tierna, tan frágil, tan débil, tan tímida... ¿Te acuerdas una vez que te pinchaste tu dedito cómo llorabas con lágrimas ardientes? ¡Niña mía querida! Bien sé que me amas. Todas las mañanas me besas la mano. Díme por qué sufres y yo aplastaré tu dolor con mis manos. Todavía son fuertes mis manos...
Levantó los ojos suplicantes.
—¡Dílo!
Tendió los brazos como en plegaria.
—¡Dilo!
Pero un silencio profundo reinaba en la habitación. A lo lejos se oía el silbido prolongado de una locomotora.
El pope Ignacio se levantó, y retrocediendo hacia la puerta repitió una vez más:
—¡Dílo!
Y la respuesta era un silencio de muerte.