Al día siguiente, después del solitario desayuno, se fué al cementerio por primera vez después de la muerte de Vera. Hacía calor. El cementerio estaba desierto y tranquilo como si no fuera de día, sino una noche clara. El pope Ignacio caminaba derecho, sin curvar la espalda y miraba serenamente a su alrededor no queriendo comprender que no era ya el mismo, que sus piernas se habían hecho más débiles, que su larga barba era ya toda blanca, como helada.
La tumba de Vera se encontraba en el extremo del cementerio, donde ya no había senderos llenos de arena. El pope Ignacio se perdía casi entre las pequeñas colinas verdes, que eran tumbas abandonadas, olvidadas. De vez en cuando veía antiguos monumentos descuidados, rejas abismadas y grandes lápidas sepulcrales hundidas hasta la mitad en la tierra.
Una de aquellas lápidas tapaba la tumba de Vera. Estaba cubierta por un montecillo amarillento, pero a su alrededor todo verdeaba. Dos árboles mezclaban su follaje en lo alto de la tumba.
Sentado sobre una tumba vecina, el pope Ignacio miró al cielo, donde, inmóvil, estaba suspendido el disco solar, y sintió el silencio profundo, incomparable, que reina en los cementerios cuando no hace viento. Este silencio lo inundaba todo, traspasaba los muros e invadía la ciudad.
El pope Ignacio miró la tumba de Vera, la hierba que había crecido allí, y su imaginación se negaba a creer que allí, bajo aquella hierba, a dos pasos de él, se encontraba su hija. Aquella proximidad le parecía inconcebible y le turbaba profundamente. La que él creía desaparecida para siempre en las profundidades misteriosas del infinito estaba allí, muy cerca. Y, a pesar de eso, no existía ya ni existiría nunca. Creía que si hallara la palabra mágica ella saldría de su tumba, bella, grande, como él la había conocido. No sólo ella, sino todos los muertos saldrían de sus tumbas.
Se quitó su sombrero negro de anchas alas, se alzó los cabellos y dijo susurrando:
—¡Vera!
Tuvo miedo de que le hubiera oído alguien, y poniéndose de pie sobre la tumba miró alrededor. No había nadie. Entonces repitió más alto:
—¡Vera!
Su voz era dura, autoritaria y parecía extraño que no le respondiera nadie.
—¡Vera!
Sus llamamientos eran cada vez más insistentes, y cuando callaba, por instantes parecía que alguien, muy bajo, le respondía. Se echó sobre la tumba apoyando su oído sobre la tierra.
—¡Vera, habla!
Y sintió con horror que su oído se llenaba de un frío de sepulcro que le helaba el cerebro, y que Vera hablaba con su silencio mismo. Este silencio se hizo cada vez más terrible, y cuando el pope Ignacio levantó la cabeza le parecía que, conturbada, vibraba toda la atmósfera, como si hubiera pasado una tempestad por encima del cementerio. El silencio le sofocaba, le hacía temblar, erizaba los cabellos en su cabeza. Tiritando se alzó lentamente e hizo un esfuerzo penoso para mantenerse derecho. Después sacudió el polvo de sus rodillas, se puso el sombrero, hizo la señal de la cruz tres veces seguidas sobre la tumba y se fué con paso firme. Pero ya no se reconocía en los estrechos senderos.
—¡Me he perdido!—se dijo con una triste sonrisa.
Se detuvo un instante, y, sin saber por qué, tomó la izquierda. No se atrevió a quedarse mucho tiempo allí. El silencio le empujaba; el silencio que salía de las tumbas verdes, de las cruces grises, de todos los poros de la tierra llena de cadáveres.
El pope Ignacio alargó el paso. No sabe ya a dónde va, vuelve por los mismos senderos, salta por encima de las tumbas, tropieza con las rejas y las coronas metálicas, desgarrándose las vestiduras. Ahora no tiene mas que un solo y único pensamiento: salir de allí. En desorden el traje y los cabellos huyó a todo correr, grande, alto. Si alguno le hubiera visto en aquel momento se habría espantado más que si tropezara con un muerto salido de su tumba: tanto estaba crispado por el terror el rostro del pope Ignacio.
Sofocado, casi ahogándose, ganó al fin el calvero donde se encontraba la iglesia del cementerio. Cerca de la puerta dormitaba un viejecillo sobre un banco y disputaban dos mendigos.
Cuando el pope Ignacio entró en su casa en el cuarto de su mujer había luz. Vestido como estaba, cubierto de polvo, desgarradas sus ropas, entró en el cuarto de su mujer y cayó de rodillas:
—Olga... Olguita... Querida mía... ¡Ten piedad de mí! ¡Me vuelvo loco!...
Y empezó a golpearse la cabeza contra el lecho y a llorar violentamente, como un hombre que llora por primera vez en su vida. Luego levantó la cabeza, con la certidumbre de que esta vez el milagro iba a cumplirse al fin y su mujer, llena de piedad, le iba a decir algo.
—¡Mi esposa querida!...
Lleno de esperanza se inclinó sobre ella... y se encontró con la mirada de sus ojos grises. No expresaban ni cólera ni dolor. Quizá tenía piedad de él, quizá le perdonaba; pero sus ojos no decían nada: guardaban silencio.
* * *
Y el silencio reinaba en toda la casa, triste y desierta.