Un rico comerciante que no tenía familia, Lorenzo Petrovich Koscheverov, llegó a Moscú para consultar con los médicos. En vista de que su enfermedad presentaba cierto interés científico se le admitió en la clínica universitaria. Dejó su maleta y su pelliza abajo, en el vestíbulo. Arriba, donde estaba la sala de enfermos, le recogieron su traje negro y su ropa interior, dándole en cambio una larga blusa gris, ropa interior limpia, que llevaba el sello «Sala número 8», y unas pantuflas. La camisa era demasiado pequeña y la asistenta fué a buscar otra.
—¡Es que sois tan grandes!—dijo al salir del cuarto de baño, donde los enfermos cambiaban de ropa.
Lorenzo Petrovich, medio desnudo, esperó con paciencia su regreso. Bajando su gran cabeza calva examinó su alto pecho minuciosamente, colgante como el de una vieja, y su vientre un poco inflado, que caía hasta las rodillas. Todos los sábados tomaba un baño y examinaba su cuerpo; pero ahora le parecía muy otro, débil y enfermizo a pesar de su vigor aparente. Desde el momento que le quitaron su ropa llegó a creer que no se pertenecía ya y estaba dispuesto a hacer todo lo que se le dijera.
La asistenta volvió con otra camisa, y aunque Lorenzo Petrovich tenía aún bastantes fuerzas para aplastar a la buena mujer con solo un dedo, permitió dócilmente que lo vistiera, y pasó torpemente la cabeza por la camisa. Con la misma obediente torpeza esperó a que le anudara las cintas de la camisa alrededor del cuello y la siguió a la sala. Andaba muy suavemente con sus pies de oso, como andan los niños cuando las personas mayores los conducen a donde no saben, quizá a castigarlos. La nueva camisa era también estrecha y le molestaba, pero no tenía valor para decírselo a la asistenta, no obstante que en su casa de Saratov docenas de hombres temblaban ante su mirada.
—¡Este es su sitio!—dijo la mujer indicándole una cama limpia y alta a cuyo lado había una mesa de noche.
No era mas que un rinconcito de la sala, pero precisamente por eso le agradó a aquel hombre agotado por la vida. Apresuradamente, como si se librara de alguno, se quitó la blusa y las pantuflas y se acostó. Y a partir de aquel momento todo lo que le había irritado y atormentado aún aquella mañana perdió su importancia para él. Por su memoria como un relámpago pasó toda su vida anterior: la enfermedad traidora que día tras día devoraba sus fuerzas; la soledad en medio de gentes egoístas y ávidas; la atmósfera de mentira, de odio y de terror; la huida allí, a Moscú. Luego se borró todo, no dejando en el alma mas que un dolor sordo. Y sin pensamientos Lorenzo Petrovich se durmió con un sueño pesado y profundo. La última cosa que vió antes de dormirse fué un rayo de Sol sobre la pared. Después llegó el olvido largo y absoluto.
Al día siguiente pusieron en su cama, sobre su cabeza, una placa negra con la inscripción siguiente: «Lorenzo Koscheverov, comerciante, cincuenta y dos años, admitido el 25 de febrero.» Placas semejantes estaban sobre las camas de los otros dos enfermos de la misma sala. En una de ellas se leía: «Felipe Speransky, chantre, cincuenta años.» En la otra: «Constantino Torbetsky, estudiante, veintitrés años.» Sobre las placas negras se destacaban lindamente inscripciones hechas con yeso que recordaban las que se hacen sobre las tumbas: aquí, en esta tierra húmeda y helada, yace un hombre.
El mismo día se pesó a Lorenzo Petrovich. Pesó 102 kilos.
—¡Es usted el hombre más pesado de todas las clínicas!—bromeó el practicante.
Era un hombre que hablaba y obraba como el médico mismo porque se debía al azar el que no hubiese recibido instrucción universitaria. Esperó a que Lorenzo Petrovich respondiera con una sonrisa como hacían todos los enfermos cuando el médico les dirigía una broma cualquiera. Pero aquel enfermo estaba visiblemente de mal humor. Sus ojos miraban al suelo y sus labios estaban apretados. Esto fué una desagradable sorpresa para el practicante: se creía un gran fisonomista, y el nuevo enfermo, al ver especialmente su cráneo calvo, fué clasificado por él entre las personas de buen humor. Ahora había que clasificarle entre los malos. Ivan Ivanovich, que éste era el nombre del practicante, se dijo que, así y todo, habría que pedir algún día un autógrafo al nuevo enfermo para juzgar su carácter.
Después de haber sido pesado los médicos examinaron por primera vez a Lorenzo Petrovich. Llevaban largas blusas blancas, lo que les daba un aire de mayor importancia aún. A partir de aquel día le examinaban diariamente una o dos veces, ya solos, ya seguidos de estudiantes. A su demanda se quitaba la camisa, y siempre dócil acostaba en el lecho su masa enorme. Los médicos le auscultaban el pecho por medio de un pequeño martillo y un aparato especial, cambiando observaciones e indicando a los estudiantes tal cual particularidad. Le preguntaban con frecuencia sobre su vida anterior, y él respondía con docilidad, por más que le enojara aquello. De sus respuestas se podía deducir que comía mucho, bebía mucho, le gustaban mucho las mujeres y trabajaba mucho. A cada uno de estos «muchos» él mismo se asombraba y se preguntaba cómo podía haber llevado una vida tan antihigiénica y tan irracional.
Los estudiantes le auscultaban también. Venían frecuentemente en ausencia de los médicos y le pedían que se desnudara, unos con resolución y otros tímidamente. Y otra vez se ponían a examinar su cuerpo con interés. Graves y serios escribían todos los detalles de su enfermedad en un cuaderno especial. Se diría que él no se pertenecía ya y durante todo el día su cuerpo era accesible a todos. Y obedeciendo a los asistentes llevaba pesadamente su cuerpo a la sala de baño, desde donde le dirigían a la mesa en que comían o tomaban el te los enfermos que podían andar.
Se le palpaba, se le examinaba por todos lados como jamás se había hecho antes, y a pesar de esto durante todo el día se sentía profundamente solitario. Le parecía que iba de viaje, que todo aquello era pasajero solamente como en el vagón del ferrocarril. Las paredes blancas sin una mancha, los altos techos, no eran como los de una casa donde las personas se instalan por mucho tiempo. El suelo estaba demasiado limpio y brillante, el aire mismo estaba demasiado regulado y no se percibía ninguno de esos olores especiales que se perciben en toda casa particular. Se diría que el aire aquí era indiferente. Los médicos y los estudiantes eran siempre amables y corteses. Bromeaban dándole familiarmente golpecitos en los hombros con la mano, procurando consolarle; pero después que se iban le parecía que eran empleados de un tren que le llevaba a un destino desconocido. Habían transportado ya millones de hombres y continuaban transportándolos diariamente, y todas sus conversaciones y sus preguntas no se referían mas que a los billetes del tren.
Cuanto más se interesaban por su cuerpo, más solitario se sentía.
—¿Qué días se admiten aquí las visitas?—preguntó una vez a la asistenta sin mirarla.
—Los domingos y los jueves. Pero el doctor puede autorizarlas también otros días.
—¿Y qué es lo que hay que hacer para que no se admita a nadie que venga a verme?
La asistenta, muy sorprendida, respondió que eso era posible, y él quedó contento. Estuvo todo el día de buen humor, y aunque casi no hablaba, escuchaba más benévolamente la charla alegre e interminable del chantre enfermo.
El chantre había venido del distrito de Tambov un día antes que Lorenzo Petrovich; pero ya conocía a fondo a los habitantes de las cinco salas que había en aquel piso. Era pequeño y tan delgado que cuando se quitaba la camisa se veían claramente todas sus costillas, y su cuerpo, blanco y limpio, parecía el de un muchacho de diez años. Tenía largos y espesos cabellos medio grises, que formaban un marco demasiado grande para su cara pequeña, de trazos regulares y minúsculos. Al ver que tenía cierta semejanza con los santos de los iconos, Ivan Ivanovich el practicante le había clasificado al principio entre los severos e intolerantes; pero después de la primera conversación con él cambió de opinión, y aun su fe en la ciencia fisonómica quedó quebrantada por algún tiempo.
El padre chantre, como se le llamaba, hablaba con placer y sin ocultar nada de sí mismo, de su familia y de sus conocimientos; preguntaba sobre los mismos asuntos a los otros con tan ingenua curiosidad que nadie se ofendía y le respondían con satisfacción. Si alguno estornudaba gritaba de lejos alegremente:
—¡Cúmplanse tus deseos!
Nadie venía a verle. Su enfermedad era grave, pero él no se sentía desgraciado. Trabó conocimiento no sólo con los enfermos, sino con los que visitaban la clínica, y no se aburría. A los enfermos les deseaba varias veces cada día una curación rápida, y a los sanos que pasaran el tiempo divertidos. Sabía decir a todo el mundo algo agradable. Todas las mañanas felicitaba a sus vecinos por la llegada del nuevo día. Siempre afirmaba que hacía buen tiempo, aun cuando lloviera o nevara. Al decirlo soltaba a reír dulcemente y golpeaba entusiasmado sus rodillas con las manos y palmoteaba. Daba las gracias a todo el mundo, y frecuentemente sin saber de qué. Habiendo tomado el te al mismo tiempo que Lorenzo Petrovich, le dió las gracias calurosamente:
—¡Qué bueno estaba!—dijo entusiasmado—. Un verdadero paraíso; ¿no es eso, padrecito? ¡Gracias por haberme hecho compañía!
Estaba muy orgulloso de su título de chantre, que llevaba desde hacía tres años. Preguntaba a todos, a los enfermos y a los sanos, de qué talla eran sus mujeres.
—La mía es muy alta—decía con orgullo—. Y los niños también. Verdaderos granaderos; palabra de honor.
Todo lo que veía alrededor suyo—la limpieza, a amabilidad de los médicos, las flores en el corredor—le parecía delicioso. Tan pronto riendo como haciendo la señal de la cruz manifestaba su entusiasmo a Lorenzo Petrovich con palabras abundantes.
—¡Dios mío, qué hermoso es esto! ¡Un verdadero paraíso!
El tercer enfermo de la sala era el estudiante Torbetsky. Casi nunca abandonaba la cama. Todos los días venía a verle una joven de alta estatura, con los ojos bajos modestamente y de paso ligero y seguro. Esbelta y graciosa con su vestido negro atravesaba el corredor con paso rápido, se sentaba a la cabecera del enfermo y permanecía allí desde las dos hasta las cuatro, hora en que según el reglamento las visitas debían irse y las criadas servían el te a los enfermos. A veces hablaban con animación, sonriendo y bajando la voz; pero así y todo se les oían algunas frases, precisamente las que ellos no hubieran querido se oyeran: «¡Te amo!» «¡Mi dicha!», etc. A veces callaban largo tiempo y se contentaban con cambiar miradas veladas. Entonces el chantre, tosiendo, salía de la sala con aire de hombre muy ocupado, y Lorenzo Petrovich, que fingía dormir en su cama, veía con los ojos entreabiertos cómo se besaban los dos. Su corazón empezaba a latir mas rápidamente y se sentía extrañamente turbado. Y le parecía que las blancas paredes tenían una sonrisa triste y rara.