La jornada en la sala comenzaba temprano: cuando los primeros resplandores del alba la inundaban de una luz grisácea. A las seis se servía a los enfermos el te y lo bebían lentamente. Luego se les tomaba la temperatura. Algunos enfermos, y entre ellos el chantre, se enteraron allí por primera vez de que tenían temperatura. Les parecía ésta algo misterioso, y cuando se les colocaba el termómetro ponían un aire grave. El tubito de vidrio con sus líneas negras y rojas se convertía en cosa providencial; y según indicara una décima más o menos los enfermos se ponían alegres o tristes. Hasta el chantre, a pesar de su buen humor habitual, se ensombrecía por un instante cuando la temperatura de su cuerpo era más baja que la que se les decía ser normal.
—¡Esto sí que es una gaita!—decía a Lorenzo Petrovich con el termómetro en la mano y examinándolo con aire de reproche.
—Colócate el termómetro otra vez y quizás obtengas una temperatura más elevada—le recomendaba el comerciante burlándose dé él.
El chantre seguía el consejo, y si lograba obtener una décima más se ponía alegre y le daba las gracias calurosamente por el buen consejo.
Durante todo el día cada cual se preocupaba de la salud, y todo lo que los médicos recomendaran se hacía puntualmente, con exactitud. El chantre era el más grave; y al tener el termómetro o al tomar una medicina cualquiera ponía el rostro severo como durante la ceremonia de su promoción al grado superior. Cuando se le daban para el análisis varios vasitos los colocaba en un perfecto orden sobre su mesa bien numerados; como tenía mala letra pedía al estudiante que le escribiera los números. Reñía paternalmente a los enfermos que descuidaban las prescripciones de los médicos, sobre todo al gordo Minayev, que estaba en la sala número 10; los médicos habían prohibido a Minayev que comiera carne, pero él se la cogía a escondidas a sus vecinos de mesa y se la tragaba hasta sin masticarla.
Hacia las siete la sala se inundaba de una luz clara que pasaba por las inmensas ventanas. Había tanta claridad como en los campos; las blancas paredes, las camas, el suelo, la vasija de cobre, todo brillaba. Rara vez se acercaba alguno a las ventanas: la calle y lo que pasaba fuera de la clínica había perdido para los enfermos todo interés. Allá la vida estaba en su plenitud: pasaba el tranvía lleno de viajeros, destacamentos de soldados grises, bomberos con cascos brillantes, se abrían y se cerraban las tiendas. Aquí no había mas que personas enfermas que permanecían en la cama, frecuentemente sin fuerzas ni para volver la cabeza, o se paseaban, con sus blusas grises, sobre el suelo encerado; aquí se sufría y se moría. El estudiante recibía todas las mañanas un periódico, pero ni él ni los demás enfermos le leían apenas. Una pequeña irregularidad en las funciones del estómago de un vecino cualquiera turbaba más que la guerra y los acontecimientos de importancia mundial.
Hacia las once venían los médicos y los estudiantes y se consagraban horas enteras al examen minucioso de los enfermos. Lorenzo Petrovich se quedaba acostado tranquilamente, las miradas clavadas en el techo, y respondía a las preguntas con un tono de descontento. El chantre, emocionado, hablaba tan abundantemente y de una manera tan incomprensible, intentando complacer a todo el mundo, que con frecuencia no se podía comprender lo que quería decir. De sí mismo se expresaba en los términos siguientes:
—Cuando tuve el alto honor de llegar a la clínica...
De la asistenta decía:
—Cuando tuvo la amabilidad de purgarme...
Sabía siempre al minuto a qué hora se levantaba, se acostaba, se sentía mal. Después que se iban los médicos se ponía más alegre, se entusiasmaba, daba las gracias, y estaba más contento si había tenido la suerte de saludar separadamente a alguno de los médicos.
—¡Esto está tan bien, tan bien!—exclamaba entusiasmado. Y contaba de nuevo a Lorenzo Petrovich, que no decía nada, y al estudiante, que sonreía, de qué modo había saludado primero al doctor Alejandro Ivanovich, luego al doctor Semenio Nicolayevich.
Su enfermedad era incurable y sus días estaban contados; pero no lo sabía y hablaba con efusión del viaje que tenía proyectado a un monasterio después de curado, y de su manzano, que aquel año debía dar mucha fruta. Y cuando hacía buen tiempo; cuando las paredes y el suelo estaban abundantemente inundados de rayos de sol, incomparables de vigor y belleza; cuando las sombras en los lechos blancos como la nieve eran de un azul opaco, cantaba plegarias con voz conmovida. Su voz de tenor débil y tierna temblaba de emoción, y, procurando no ser visto de sus vecinos, se enjugaba las lágrimas que ascendían a sus ojos. Luego se acercaba a la ventana y admiraba la profunda bóveda celeste, tan alejada de la tierra, tan serena en su belleza que ella misma parecía un divino cántico.
«¡Sé clemente conmigo,. Dios omnipotente!—rezaba el chantre—. ¡Perdóname mis pecados y dirígeme por tus caminos!...»
A horas fijas se servía el almuerzo, la merienda y la comida. A las nueve se cubría la lámpara eléctrica con una pantalla de tela azul y en la gran sala comenzaba la larga noche silenciosa.
La clínica se sumía en el sueño. Solamente en el corredor iluminado, ante el que permanecía abierta la puerta de la sala, velában las asistentas haciendo media y hablando entre ellas con voz ahogada. A veces, haciendo ruido con su andar pesado, atravesaba el corredor un asistente cualquiera. Hacia las once morían los últimos ruidos del día y un silencio sonoro sensible a los más leves rumores comenzaba a reinar. Este silencio recogía ávidamente todo ruido ligero, transmitiendo de una en otra sala el ronquido de los enfermos, sus toses y sus gemidos. Con frecuencia eran ruidos engañosos, llenos de misterio, y no se sabía si era un ronquido apacible o la agonía de la muerte.
Excepto la primera noche, cuando Lorenzo Petrovich lo olvidó todo en un profundo sueño, no dormía ninguna noche, asaltado por una multitud de pensamientos conturbadores. Las manos cruzadas bajo la nuca, inmóvil, fijaba la mirada en la lámpara eléctrica cubierta con una pantalla. No creía en Dios, no tenía apego a la vida y no temía la muerte. Había derrochado todas sus fuerzas vitales estúpidamente, inútilmente, sin ningún placer. Cuando todavía era joven y tenía hermosos cabellos robaba el dinero a su amo; le pegaban cruelmente con frecuencia y odiaba a los que le pegaban. Convertido él mismo en amo aplastaba con su dinero a la gente baja, a quien despreciaba y a la que inspiraba odio y terror. Cuando vinieron la vejez y la enfermedad comenzaron a robarle a su vez, y si cogía a alguno le pegaba cruelmente, sin compasión. Tal era toda su vida. Estaba llena de odios y de injurias. Las chispas de amor se extinguían en seguida en aquella atmósfera, no dejando tras sí mas que frías cenizas en el corazón. Ahora quisiera aislarse de la vida, encontrar el olvido. Despreciaba profundamente su propia estupidez y la de los demás. No podía admitir que hubiera gentes que amaran la vida, y en sus noches sin sueño volvía frecuentemente la cabeza hacia el lecho donde dormía el chantre. Examinaba largamente los contornos de su vecino, que roncaba bajo la ropa del lecho, y se decía, con los dientes apretados:
«¡Qué idiota!»
Después miraba al estudiante, que también dormía, y rectificaba:
«¡Dos verdaderos idiotas!»
Cuando llegaba el día su alma se sumía en el silencio y su cuerpo ejecutaba dócilmente cuanto se le ordenaba. Pero este cuerpo era cada día más débil y permanecía como una masa inerte y pesada sobre el lecho.
El chantre se debilitaba también. No se paseaba ya a través de las salas, reía rara vez; pero cuando el sol inundaba la clínica se ponía a charlar alegremente, a dar gracias al Sol y a los médicos y a hablar de su manzano. Luego empezaba a entonar un cántico religioso, y su rostro enflaquecido se ponía más sereno y adquiría una grave expresión. Cuando terminaba de cantar se acercaba a la cama de Lorenzo Petrovich y le contaba otra vez los detalles de la ceremonia de su promoción al grado de chantre.
—Me dieron un enorme certificado así de grande—y extendía los brazos—, y todo lleno de letras. ¡Había hasta letras doradas, a fe mía!
Levantaba los ojos hacia el icono, hacía la señal de la cruz y añadía, con respeto para su propia persona:
—Al pie del certificado estaba el sello del mismo obispo. ¡Un sello enorme! ¡Ah qué hermoso era todo aquello!...
Reía muy contento, feliz. Pero cuando el sol se iba de la sala ocultándose tras una nube gris y todo se ponía triste y sombrío a su alrededor el chantre suspiraba y se metía en la cama.