Aquella noche era desmesuradamente larga. La lámpara eléctrica cubierta con una pantalla iluminaba débilmente la sala. El silencio era turbado a veces por los ronquidos o los gemidos de los enfermos. Una cuchara cayó al suelo y el ruido producido por su caída fué como el de una campanilla y vibró largo tiempo en el aire, tranquilo e inmóvil.
Nadie durmió aquella noche en la sala número 8; pero todos estaban quietos en sus camas y parecían dormir. Sólo el estudiante Torbetsky, no haciendo caso de los demás, se volvía de todos lados y suspiraba. Por dos veces hasta salió al corredor para fumar un cigarrillo. Al fin se durmió con un sueño profundo y su pecho se levantaba en una respiración regular. Probablemente tenía sueños de dicha, pues en sus labios florecía una sonrisa de contento. Aquella sonrisa parecía muy extraña, casi misteriosa, en el rostro de un hombre dormido.
El reloj, que se encontraba en el compartimiento vecino, anunciaba las tres cuando Lorenzo Petrovich, que empezaba a dormitar, oyó un pequeño sonido tembloroso y tierno como una canción lejana y triste. Prestó oído: el sonido se prolongó, se hizo más fuerte y parecía ahora el llanto de un niño pequeño encerrado en un cuarto obscuro, que teniendo miedo a las tinieblas y al mismo tiempo a los que le han encerrado trata de contener sus sollozos. Lorenzo Petrovich, completamente despierto, comprendió inmediatamente lo que pasaba: era una persona mayor que lloraba sofocada, tragándose las lágrimas.
—¿Qué es eso?—preguntó asustado.
Nadie le respondió.
Los sollozos cesaron. La sala se había vuelto todavía más triste. Las paredes blancas estaban un pasibles y frías. No había nadie a quien poderse quejar de la soledad y del miedo y pedirle protección.
—¿Quién llora, pues?—insistió Lorenzo Petrovich—. ¿Eres tú, chantre?
Los sollozos, que por el momento se habían como escondido muy cerca de Lorenzo Petrovich, volvieron a empezar de nuevo. No contenidos ya, llenaron ahora la sala. La sábana que cubría el cuerpo del chantre se bajó y la plaquita metálica adosada al lecho temblaba.
El chantre lloraba cada vez más fuerte. Lorenzo Petrovich se sentó en la cama y después de reflexionar un instante bajó al suelo. Tuvo un vértigo y le costó trabajo sostenerse sobre las piernas; parecíale que alguien hacía girar en su cerebro bolas pesadas de piedra. Su corazón latía tan fuerte como si le golpearan con un martillo desde dentro del pecho.
Se acercó, respirando con dificultad, al lecho del chantre, que se encontraba a un metro del suyo. Extenuado por este esfuerzo tocó con su mano el cuerpo del chantre, que sin decir nada le cedió un pequeño sitio para que se pudiera sentar.
—¡No llores! ¡Eso no vale la pena!—dijo Lorenzo Petrovich—. ¿Temes tanto a la muerte?
El otro se estremeció en su lecho y exclamó con tono lastimero:
—¡Ah, eso es tan!...
—¿Qué? ¿Tienes miedo?
—No, no tengo miedo... no tengo miedo...—bal buceó sollozando con más fuerza aún.
—No te tienes que enfadar conmigo por habértelo dicho... Sería tonto enfadarse...
—Pero si no estoy enfadado. ¿Y por qué había de enfadarme? No eres tú quien ha llamado a mi muerte... Viene ella sola...
—Entonces ¿a qué lloras?
Esto no era piedad: Lorenzo Petrovich quería solamente comprender, mirando atentamente el rostro del chantre y su pequeña perilla gris, que se veían apenas en la semiobscuridad.
—¿Por qué lloras, pues?—insistió.
El chantre se cubrió el rostro con las manos y, balanceando la cabeza, respondió con una voz lastimera:
—¡Ah, padrecito!... Es el sol lo que siento... ¡Si supieras cómo brilla en nuestra casa... en nuestro país!... Es algo maravilloso...
¿De qué sol hablaba? Lorenzo Petrovich no comprendía y se enfadó. Pero un instante después se acordó del torrente de luz que inundaba la sala aquella mañana; se acordó de cómo brillaba el sol en su país, sobre el Volga, en el bosque, en los senderos campestres, y dejando caer con desesperación sus brazos a lo largo del cuerpo cayó sollozando sobre la almohada, al lado del chantre. Así lloraron los dos. Lloraron el sol que no verían más, el magnífico manzano que daría fruta cuando ellos no estuvieran ya en este mundo, las tinieblas que los envolverían pronto, la vida tan ardientemente deseada y la muerte tan cruel. El silencio de la noche agarraba sus sollozos y los repartía por las salas mezclándolos con los ronquidos de los enfermeros cansados del trabajo del día, con los gemidos de los enfermos graves y la respiración de los convalecientes.
El estudiante dormía, pero la sonrisa había desaparecido de sus labios y sombras azules se posaron en su rostro, inmóvil y triste en su inmovilidad. La lámpara eléctrica alumbraba la sala con su luz imperturbable y las blancas paredes seguían impasibles.
* * *
La muerte se llevó a Lorenzo Petrovich a la noche siguiente, al amanecer. Se había dormido con un sueño profundo; luego se despertó de pronto, comprendió que se iba a morir en seguida y que había que gritar, pedir socorro, hacer la señal de la cruz. Pero no tuvo tiempo, pues perdió la conciencia. Su pecho se alzó y se bajó de nuevo, sus piernas tuvieron un entumecimiento, su cabeza resbaló de la almohada. El chantre, al oír un leve ruido en la cama de su vecino, preguntó sin abrir los ojos:
—¿Que tienes, padrecito?
Nadie le respondió y se durmió otra vez.
Cuando vinieron los médicos le aseguraron que no tenía que temer a la muerte y que viviría aún mucho tiempo, y él tuvo en aquello plena confianza. Desde la cama saludaba con la cabeza y daba las gracias muy dichoso.
El estudiante era también feliz y durmió con sueño tranquilo: recibió la visita de su amada, que le besó muy fuerte, y estuvo a su lado veinte minutos más que de costumbre.
El Sol había salido.