III


En los campos y los jardines había nieve aún, pero las calles estaban ya libres. A lo largo de las casas corrían arroyuelos que formaban pozos en el asfalto. El sol inundaba la sala con torrentes de luz, y calentaba tanto que obligaba a esquivar sus rayos ardientes como en el verano, y era difícil creer que detrás de las ventanas el aire fuera aún frío y húmedo. A esta luz la sala con su alta techumbre parecía un estrecho rincón, pesado el aire oprimido por las paredes. El ruido de la calle no penetraba por las dobles vidrieras; pero cuando se abrían las ventanas por la mañana la sala se llenaba de pronto con las voces alborotadas de los gorriones. Ahogaban todos los demás sonidos, que se eclipsaban modestamente, se apoderaban de los corredores, subían las escaleras, penetraban con impertinencia en el laboratorio. Los enfermos, a los que se hacía salir al corredor, sonreían al escuchar los gritos de los gorriones, y el chantre susurraba con una alegre extrañeza:

—¡Cómo alborotan los gorriones esos!

Pero las ventanas se volvían a cerrar y el ruido moría tan de repente como había nacido. Los enfermos volvían apresurados a la sala como si aun esperaran oír el eco de aquel ruido y respiraban ávidamente el aire fresco.

Ahora se acercaban con más frecuencia a las ventanas y permanecían junto a ellas mucho tiempo, enjugando los cristales con los dedos, por más que estaban bien limpios. Gruñían cuando les tomaban la temperatura y no hablaban mas que del porvenir. Todos se figuraban aquel porvenir sereno y bueno, hasta el muchachito de la sala 11, el que se llevaron a una habitación especial y había desaparecido después. Algunos de los enfermos le vieron cuando le transportaban sobre su lecho, la cabeza hacia adelante; estaba inmóvil y sólo sus ojos profundos miraban a su alrededor; había tanta tristeza y desesperación en sus miradas que los enfermos volvían la cabeza. Todos adivinaban que el muchacho había muerto, pero nadie estaba ni turbado ni asustado por aquella muerte: allí como en la guerra la muerte era un fenómeno trivial y simple.

La muerte se llevó casi por aquel mismo tiempo a otro enfermo de la sala número 11. Era un viejecito muy vivo atacado de parálisis. Se paseaba con aire despierto a través de la clínica, con un hombro hacia adelante, y contaba a todos siempre lo mismo: la historia de la conversión de Rusia al cristanianismo bajo el rey Woldemar el Santo. No se podía comprender por qué esta historia le había conmovido tan profundamente; hablaba muy bajo, de una manera incomprensible, lleno de entusiasmo, agitando su mano derecha y moviendo su ojo derecho, pues todo el lado izquierdo de su cuerpo estaba paralizado. Si estaba de buen humor terminaba su relato con una exclamación ardiente y triunfal: «¡Dios está con nosotros!» Luego se iba apresurado, con una risa confusa, tapándose la cara con la mano derecha. Pero con más frecuencia estaba triste y se lamentaba de que no le pusieran un baño caliente, que le habría curado por completo, seguro estaba de ello.

Algunos días antes de su muerte se le declaró que por la noche tendría su baño caliente; durante todo el día estuvo agitado y repetía: «¡Dios está con nosotros!» Cuando se encontraba ya en el baño, los enfermos que pasaban por allí cerca oían su voz contenta y rápida: contaba por última vez al vigilante la historia de la conversión de Rusia al cristianismo bajo Woldemar el Santo.

No había grandes cambios en la salud de los enfermos de la sala número 8. El estudiante Torbetsky iba mejor, mientras que Lorenzo Petrovich y el chantre estaban más débiles cada día. La vida y las fuerzas les abandonaban de una manera un perceptible y no se daban cuenta de ello, como si fuera muy natural que no se pasearan ya por la sala y que estuvieran todo el día acostados.

Regularmente venían los médicos con sus blusas blancas, y los estudiantes; examinaban a los enfermos y cambiaban sus opiniones.

Un día condujeron al chantre a la gran sala de conferencias y cuando regresó estaba agitado y charlaba sin cesar. Reía nerviosamente, se santiguaba, daba gracias y de cuando en cuando se enjugaba los ojos, que estaban enrojecidos, con el pañuelo.

—¿Por qué llora usted, padre mío?—preguntó el estudiante.

—¡Ah, querido, si usted hubiera visto aquello! ¡Era tan emocionante! Semenio Nicolayevich me hizo sentar en un sillón, se puso a mi lado y dijo a los estudiantes: «¡He aquí el chantre!»

Su rostro adquirió una expresión grave; pero las lágrimas ascendieron de nuevo a sus ojos y, habiendo vuelto pudorosamente la cabeza, continuó:

—¡Tiene un modo de decir las cosas ese Semenio Nicolayevich! Es tan conmovedor que le par te a uno el corazó

... Sollozó levemente.

—Había una vez, dijo Semenio Nicolayevich, había una vez un chantre... Había una vez...

Las lágrimas le cortaron la palabra. Después de haberse acostado ya susurró con voz ahogada:

—Ese buen Semenio Nicolayevich ha contado toda mi vida. Cómo viví en la miseria mientras no fui más que ayudante del chantre... todo... No ha olvidado tampoco a mi mujer... El buen Dios se lo recompense... ¡Era tan emocionante, tan emocionante! Como si yo estuviera ya muerto y se me hiciera la despedida... Había una vez un chantre... había una vez...

Al oírle hablar así todos comprendieron que no tardaría en morir. Era tan evidente como si ya estuviera allí la muerte, a su cabecera. Parecía que su lecho estaba ya envuelto en un frío de tumba, y cuando calló tapándose la cabeza con la sábana, el estudiante se frotó nerviosamente las manos, que se le habían quedado frías. En cuanto a Lorenzo Petrovich tuvo una risa brutal y se puso a toser.

Los últimos días Lorenzo Petrovich estaba muy turbado y volvía la cabeza sin cesar hacia el cielo azul que se entreveía por la ventana. Ya no se quedaba inmóvil como antes; se agitaba en la cama, gruñía y se enfadaba con los enfermeros. Manifestaba su mal humor aun con el doctor. Este era un hombre de buen corazón y una vez le preguntó con afecto:

—¿Qué tiene usted?

—¡Me aburro!—respondió Lorenzo Petrovich con el tono de un niño enfermo, cerrando los ojos para ocultar sus lágrimas.

Aquel día se anotó en el diario donde se inscribía la temperatura, así como todo el curso de su enfermedad: «El enfermo se aburre.»

El estudiante seguía recibiendo las visitas de la joven a quien amaba. Las mejillas de su bien amada estaban teñidas de un color vivo cuando llegaba de la calle, y era agradable y al mismo tiempo un poco triste el mirarla.

—¡Mira qué calor tengo en las mejillas!—decía acercando su rostro a los ojos de Torbetsky.

Este miraba, pero no con los ojos, sino con los labios, largamente y muy fuerte, pues estaba mucho mejor y sus fuerzas aumentaban. Ahora no se preocupaban de la presencia de los otros enfermos y se besaban sin recatarse. El chantre volvía delicadamente la cabeza; pero Lorenzo Petrovich no fingía ya que dormía y miraba a los amantes con una provocación burlona. Y ellos querían al chantre y no querían a Lorenzo Petrovich.

El sábado, el chantre recibió una carta de su familia. Hacía una semana entera que la esperaba. Todo el mundo sabía que la esperaba y participaba de su inquietud. Activo y alegre ya iba de una a otra sala mostrando la carta, recibiendo felicitaciones y dando las gracias. Todo el mundo sabía desde hacía mucho tiempo que su mujer era muy alta; pero aquella vez contó un nuevo detalle, inédito hasta entonces:

—¡Lo que ronca mi mujer! Cuando duerme se le puede pegar con una maza, que no se despertará: ¡sigue roncando! ¡Lo mismo que un granadero!

Luego el chantre, frunciendo maliciosamente las cejas, añadió con un tono de orgullo:

—Y esto ¿a que no lo habéis visto? ¿Eh?...

Al decirlo enseñaba un pequeño extremo del papel sobre el que se veían los contornos irregulares de una mano de niño, en medio de la cual había una inscripción: «Tosia te envía sus saludos.» La manita, antes de ser puesta sobre el papel, estaba probablemente muy sucia; por lo menos había dejado manchas en la carta.

—¡Es mi hijito! ¡Es muy travieso! No tiene mas que cuatro años; pero ¡tan inteligente, tan inteligente!... ¡Ha puesto su manita el picarillo!...

Y retorciéndose de risa se golpeaba las rodillas con las manos. Su cara tomaba por un instante la expresión de un hombre sano y al mirarle no se diría que estaban contados sus días. Hasta su voz se tornaba robusta y sonora cuando se ponía a cantar su cántico religioso favorito.

Aquel mismo día llevaron a la sala de conferencias a Lorenzo Petrovich. Se puso agitado, temblorosas las manos y con una sonrisa de maldad en los labios. Rechazó con cólera al enfermero, que le quería ayudar a desnudarse, se acostó y cerró los ojos. Pero el chantre esperaba con impaciencia a que los volviera a abrir, y cuando llegó este momento empezó a hacer preguntas a su vecino sobre lo que había pasado en la sala de conferencias

—Es emocionante, ¿no es verdad? Han dicho probablemente: «Había una vez un comerciante...»

Lorenzo Petrovich encolerizado echó sobre el chantre una mirada llena de desprecio, le volvió la espalda y cerró de nuevo los ojos.

—No te pudras la sangre—continuó el chantre—. Pronto curaras y todo irá bien.

Echado de espaldas miró pensativo al techo, donde se veía un rayo de Sol venido no se sabe de dónde. El estudiante había salido para fumar. En la sala reinaba un silencio cortado por la respiración lenta de Lorenzo Petrovich.

—Sí, padrecito—decía lleno de alegría el chantre—. Si te encontraras por casualidad en nuestro pueblo ven a verme. No está más que a cinco kilómetros de la estación. Cualquier campesino te conducirá a mi casa. Vas a verme, a fe mía; te recibiré como a un rey. Tengo allí una sidra superior, de una dulzura incomparable.

Suspiró, y tras una corta pausa continuó:

—Antes de entrar en mi casa visitaré el monasterio, la catedral; luego me lavaré bien en los famosos baños de vapor... ¿Cómo se llaman?...

Lorenzo Petrovich callaba siempre y era el chantre mismo quien se respondía:

—Baños del Comercio... Después iré a mi casa...

Se calló muy contento. Durante algunos instantes no se oyó mas que la respiración irregular de Lorenzo Petrovich, que parecía la de una locomotora mantenida en una vía de reserva. Y antes de que el cuadro de felicidad próxima imaginada por el chantre hubiera desaparecido de sus ojos, oyó palabras terribles; terribles no solamente por su sentido, sino también por la maldad y la rudeza con que fueron pronunciadas.

—No es a tu casa, sino al cementerio adonde irás—dijo Lorenzo Petrovich.

—¿Cómo, padrecito?—preguntó el chantre sin comprender.

—¡Digo que es el cementerio lo que te espera!

Se volvió hacia el chantre para que lo oyera mejor, para que ni una sola de aquellas palabras crueles se perdiera, y añadió:

—O bien puede ser que te corten en pedazos aquí mismo, a la gloria de la ciencia y para instruir a los estudiantes...

Tuvo una risa larga y malvada.

—Pero vamos, padrecito, ¿qué es lo que dices?— balbuceó el chantre.

—Digo que se tiene aquí una manera chusca de enterrar a los muertos: primero cortan al desgraciado un brazo y le entierran; luego una pierna, y la entierran igualmente, y así sucesivamente. Si el muerto no tiene suerte su entierro se puede prolongar todo un año.

El chantre miró con horror a su interlocutor, que continuó diciendo palabras terribles y repugnantes por su cinismo.

—A decirte verdad, pobre chantre, me causas extrañeza: a pesar de tu edad avanzada eres tonto como un santo. Haces proyectos para el porvenir. Tienes intención de visitar el monasterio, la catedral; hablas de tu manzano y, sin embargo..., no tienes mas que una semana de vida...

—¿Una semana?

—Sí, viejo mío; nada más. No soy yo quien te lo dice; son los médicos mismos quienes lo afirman. Ayer, cuando tú no estabas aquí, les oí hablar entre ellos... Creían que yo dormía. «Nuestro chantre es cosa acabada—dijeron—: no tiene mas que una semana de vida...»

—¿Nada más que una semana?—balbuceó el otro con una voz apenas comprensible.

—Nada más, viejo mío. La muerte no esperará. No tiene piedad.

Y habiendo alzado su enorme puño añadió, después de mirarle un instante:

—¡Mírale! ¿Es forzudo eh? Podría matar a cualquiera y, sin embargo... Yo también... ¡Sí, yo también! ¡Ah, mi pobre chantre, qué tonto eres! «¡Visitaré el monasterio, la catedral!...» No, viejo; ya no visitarás nada...

El rostro del chantre se había puesto amarillo. No podía ni hablar, ni llorar, ni gemir. Silencioso dejó caer la cabeza sobre la almohada, y esquivando la luz del día se tapó la cara con la sábana. Pero Lorenzo Petrovich no tenía ganas de callarse, como si aquellas palabras crueles le hicieran un bien. Y con una hipócrita honradez continuó:

—Sí, mi padrecito; una semana nada más. No tendrás tiempo de ir a los baños del Comercio. Quizá te pongan un baño caliente en el infierno... Es muy probable...

En este momento entró el estudiante y Lorenzo Petrovich calló. Se tapó también la cabeza con la sábana; pero se la quitó en seguida, y mirando con ironía al estudiante le preguntó, con la misma hipócrita hombría de bien y con una sonrisa de maldad:

—¿Y la señorita? ¿Tampoco hoy vendrá?

—No... no está bien de salud—respondió fríamente el estudiante.

—Es lástima. Pero ¿qué es lo que tiene?

El otro no respondió. Quizá ni siquiera había oído la pregunta. Hacía tres días que no veía a la joven. El estudiante hacía como que miraba por la ventana sólo por distraerse; pero, en efecto, espiaba la entrada del hospital con la esperanza de ver venir a su amada. Así pegado el rostro a los vidrios, nervioso, tan pronto esperando como desesperado, pasaba las dos horas durante las cuales se admitían las visitas en la clínica. Cansado, pálido, tomó un vaso de te y se acostó sin darse cuenta del silencio inhabitual del chantre ni de la locuacidad, inhabitual también, de Lorenzo Petrovich.

—¿No ha venido hoy la señorita?—decía el último con una sonrisa malvada.

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