I

Hasta entonces había tenido suerte en todo lo que había hecho; pero aquellos últimos días le habían sido más que desfavorables hostiles. Como hombre cuya vida entera parecía un juego de azar muy peligroso conocía bien estos bruscos cambios de la fortuna y sabía aceptarlos con calma: la puesta en este juego era la vida, su propia vida y la de los demás, y gracias a esto había aprendido a estar siempre alerta, a darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.

Esta vez tenía también que obrar con astucia. Un azar cualquiera, una de esas pequeñas casualidades que no se pueden prever siempre, había puesto a la policía sobre su pista. Hacía dos días que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veía perseguido incesantemente por espías que le encerraban en un cerco estrecho y apretado. No podía hallar un asilo en los círculos donde se conspiraba porque serían descubiertos por los espías. No podía andar más que por determinadas calles y avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente en guardia, le habían fatigado de tal modo que temía otro peligro: podía quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un coche y ser conducido a un puesto de policía de la manera más estúpida, como un simple borracho. Era martes. A los dos días, el jueves, tenía que realizar un acto terrorista muy importante. Todo el comité venía haciendo desde largo tiempo preparativos para el asesinato y se le había conferido precisamente a él el «honor» de arrojar aquella última bomba. Así, pues, era preciso, costara lo que costara, no dejarse detener hasta aquel día.

En estas circunstancias, una noche de octubre, en el cruce de dos calles, tomó la decisión de entrar en una casa de lenocinio. Hacía mucho tiempo que hubiera recurrido a este medio—que, por otra parte, no era tampoco muy seguro—, pero le había faltado valor. A los veintiséis años era virgen aún, no conocía a las mujeres como tales y jamás había penetrado en un lupanar. En otros tiempos había tenido que sostener una larga y penosa lucha contra su carne, que se rebelaba; pero se había ido acostumbrando poco a poco a dominar sus deseos sexuales y había aprendido a mirar a las mujeres con calma e indiferencia.

Ahora, puesto en la necesidad de tener estrecho contacto con una de esas mujeres que venden amor como una mercancía, quizá hasta en la de verla desnuda presentía toda una serie de pequeños inconvenientes muy desagradables. En rigor estaba dispuesto, si era absolutamente necesario, a aceptar el amor carnal de una prostituta que iba a encontrar en la casa de lenocinio: actualmente, cuando no sentía ya ningún deseo de poseer una mujer, y sobre todo la víspera de un acto tan grave y decisivo, su virginidad no tenía ya importancia ni él se la concedía. Pero aun así era desagradable, como un pequeño detalle repugnante por el que había que pasar absolutamente. Una vez, durante un acto terrorista al que había asistido como lanzador de bombas en reserva, vió un caballo muerto por la explosión, con la grupa desgarrada y los intestinos al aire; y este pequeño detalle terrible y repugnante y al mismo tiempo inútil e inevitable le causó una impresión aun más penosa que la muerte de su camarada, al que la misma bomba mató allí. Y en tanto que pensaba serenamente, sin miedo alguno, hasta con alegría, en lo que de allí a dos días iba a suceder, y en que, muy probablemente, habría de morir, la noche que tenía que pasar con una prostituta, con una mujer que hace del amor una profesión, le parecía absurda, estúpida, algo impropio y caótico...

Pero no había más remedio. Estaba ya tan extenuado que no se podía tener en pie.

Share on Twitter Share on Facebook