Llegaba demasiado temprano: las diez de la noche; pero la gran sala blanca con sillas doradas y espejos a lo largo de las paredes estaba ya dispuesta para recibir a los visitantes. Todas las luces estaban encendidas. La casa era de las de primera clase. Ante el piano, cuya tapa fué levantada, estaba sentado el músico, un joven muy correcto vestido con una levita negra. Estaba fumando, poniendo gran atención en que la ceniza del cigarro no le cayera en la ropa, y hojeaba los cuadernos de música. En un rincón, cerca de un salón casi a obscuras, estaban sentadas, unas junto a otras, tres muchachas que hablaban en voz baja... Cuando entró, acompañado por la dueña de la levantaron dos de las muchachas; la tercera siguió sentada. Las dos primeras, que estaban muy descotadas, le miraron a los ojos con una mirada provocativa y al mismo tiempo indiferente y cansada; la tercera, que llevaba un vestido negro muy ajustado al cuerpo, había vuelto la cabeza, y su perfil era sencillo y sereno como si fuera una joven honrada sumida en sus reflexiones. Ella era probablemente la que estaba contando alguna cosa a las otras dos cuando él entró en la sala y ahora seguía pensando en lo que acababa de contar. Y a ésta es a la que eligió precisamente porque reflexionaba en silencio, porque no le miraba y por que era la única que parecía una mujer honrada. No había estado nunca en las casas de lenocinio y no sabía que en todas estas casas, cuando están bien dirigidas, hay una o dos mujeres de ese género; van siempre vestidas de negro como monjas o viudas jóvenes, sus rostros están pálidos y sin colorete, severa la expresión; procuran dar a los hombres la impresión de la honradez. Pero cuando se van con los hombres a la alcoba y comienzan a beber son como todas las demás mujeres de su especie, y a veces peores: promueven escándalos frecuentemente, rompen la vajilla, danzan en cueros, y así desnudas completamente se muestran a veces en el salón; otras veces llegan aun a pegar a los huéspedes demasiado impertinentes. Estas son precisamente las mujeres de que se enamoran los estudiantes borrachos que empiezan a predicarles una nueva vida de honradez.
Pero él no lo sabía. Cuando ella se levantó con un aire disgustado y severo, cuando le miró con sus ojos pintados de negro mostrándole un rostro pálido y mate, se dijo: «¡Si todo su aspecto es honrado!» Este pensamiento le consoló. Pero habituado, gracias a la duplicidad de su vida, a ocultar sus verdaderos sentimientos como si fuera un actor en el escenario de un teatro, saludó como un experimentado hombre de mundo, castañeteó los dedos y dijo a la muchacha, con el tono de quien está habituado de antiguo a las mancebías:
—¡Vamos a ver, chatita mía! Llévame a tu cuarto. ¿Dónde está tu nido?
Ella manifestó su extrañeza, frunciendo las cejas
—¿Ya?
El enrojeció, y enseñando sus hermosos y fuertes dientes respondió:
—¡Pues naturalmente! ¿A qué perder un tiempo precioso?
—Va a haber música. Vamos a bailar.
—Sí; pero... ¿qué es eso de los bailes, mi niña? Una diversión estúpida; la caza de su propia cola... En cuanto a la música, la oiremos desde tu cuarto.
Ella le miró y sonrió.
—¡Ya, ya! No será mucho lo que oigamos desde allí.
Le empezaba a gustar. Tenía una ancha cara rasurada de pómulos salientes; sus mejillas y su labio superior tenían un color ligeramente azulado, como en todos los morenos recién afeitados.
Sus ojos negros eran bellos, si bien había algo de inmóvil en su mirada y se revolvían pesada y lentamente en sus órbitas como si tuvieran que recorrer cada vez una distancia muy larga. A pesar de estar todo afeitado y ser desenvueltos sus ademanes, no parecía un actor, sino más bien un extranjero rusificado o quizá un inglés.
—¿No eres alemán?—preguntó la muchacha.
—Un poco. Acaso inglés. ¿Es que te gustan los ingleses?
—¡Pero si hablas el ruso perfectamente! No se diría que eras extranjero.
Entonces recordó que tenía un pasaporte inglés y que en aquellos últimos días había estado procurando hablar un ruso chapurrado para que se le tuviera por un extranjero; esta vez se distrajo y hablaba un ruso correcto. Esto le hizo enrojecer. Sombrío, descontento de sí mismo, cansado ya de aquella nueva comedia, cogió a la joven por el brazo.
—Soy ruso, ruso. Y bien; ¿dónde está tu cuarto? ¿Es por aquí?
En aquél gran espejo que llegaba hasta el suelo se reflejaban claramente las dos imágenes a cierta distancia: ella, vestida de negro, muy pálida y muy linda, y él, alto, de anchas espaldas, igualmente vestido de negro e igualmente pálido. A la luz de la araña eléctrica aparecían especialmente pálidos su frente abombada y sus pómulos salientes; en el sitio de los ojos, tanto de él como de ella, no se veía en el espejo sino dos agujeros misteriosos, pero bellos. Y ambos parecían tan poco banales entre aquellas paredes blancas, dentro del amplio marco dorado del espejo, que él se detuvo un instante sorprendido y pensó que semejaban dos novios. Estaba tan abrumado por el insomnio, que sus pensamientos eran desordenados, a veces estúpidos; pasado un minuto, al mirar en el espejo aquella pareja negra, severa, diríase que más bien parecían personas que acompañan un ataúd. Las dos comparaciones le fueron desagradables.
Parecía como si la muchacha experimentara el mismo sentimiento: también miró con extrañeza, en el espejo, su propia figura y la de su compañero. Cerró a medias los ojos; pero el espejo no recogió este movimiento y continuó reflejando impasible sus contornos negros e inmóviles. Esto recordó probablemente alguna cosa a la muchacha; sonrió y apretó ligeramente el brazo de su compañero.
—¡Vaya una pareja!—dijo pensativa, haciendo más visibles sus grandes párpados negros.
Pero él no respondió, y con paso decidido echó a andar llevando consigo a la muchacha, cuyos altos tacones franceses golpeaban el suelo. Como en todas estas casas, había un pasillo, a lo largo del cual se veían pequeños cuartos obscuros con las puertas abiertas. Sobre una de estas puertas vió una inscripción: «Luba», nombre de la mujer. Entraron.
—Oye, Luba—dijo él mirando a su alrededor y frotándose las manos, según su costumbre, como si se las lavara con agua fría—. Necesitamos vino y... ¿qué más es lo que hay? ¿Fruta quizá?
—La fruta es cara aquí.
—Eso no importa. Y el vino, ¿es que no lo bebe usted?
Esta vez, por olvido, no la tuteó. Se dió cuenta de ello en seguida, pero no quiso corregir el error; en la forma con que ella le había apretado últimamente el brazo con su codo había algo que le impedía tutearla, decirle sandeces y representar la comedia. También ella sintió algo semejante. Después de mirarle fijamente dijo con un tono indeciso:
—Sí, bebo vino. Espere usted, voy a pedirlo. En cuanto a la fruta diré que no traigan mas que dos manzanas y dos peras. ¿Tendrá usted bastante?
Le trataba también de usted, pero en la manera de pronunciar aquel «usted» había algo de confuso, una ligera vacilación. El no puso atención en ello, y una vez solo comenzó a examinar rápidamente la habitación. Primeramente se cercioró de que la puerta cerraba bien, y quedó satisfecho: la puerta se cerraba con llave. Luego se acercó a la ventana, la abrió y miró hacia afuera: estaba demasiado alta, en un tercer piso y daba al patio. Hizo una mueca de descontento. Después dió vuelta a las dos llaves de la luz eléctrica: cuando una luz que estaba en el techo se apagaba, la otra, colocada cerca de la cama, se encendía como en los hoteles comm'il faut.
¡Pero en cuanto al lecho!...
Alzó los hombros y puso cara de risa, pero no rió; no fué más que un juego de músculos familiar a todas las personas habituadas a esconder algo cuando se quedan solas.
¡Ah, aquel lecho!...
Le examinó por todos lados, palpó la espesa manta, y de pronto, acometido de un repentino deseo de hacer locuras, comenzó a hacer gestos de sorpresa con los ojos y los labios. Pero un instante después volvió a ponerse serio, se sentó y, fatigado, esperó la vuelta de Luba. Intentó pensar en lo que le esperaba dentro de dos días en aquella estancia suya dentro de una casa de lenocinio... pero los pensamientos no le obedecían. Se encrespaban y se peleaban. Era el sueño contenido cuarenta y ocho horas que se empezaba a rebelar: allá en la calle el sueño se estuvo tranquilo; ahora se enfurecía, atormentaba brazos y piernas, martirizaba todo el cuerpo. El joven comenzó a bostezar hasta saltársele las lágrimas. Para espantar el sueño cogió su browning, tres paquetes de balas, sopló en el cañón del revólver... todo se hallaba en buen estado. Y bostezó de nuevo.
Cuando trajeron el vino y la fruta, y cuando finalmente llegó Luba, él cerró la puerta y dijo:
—Bien, Luba, beba usted, se lo ruego.
—¿Y usted?—preguntó ésta extrañada y mirándole de reojo.
—Beberé después. Mire usted, he estado corriéndola dos noches seguidas y no he dormido ni un minuto. Y así es que ahora...
Bostezó terriblemente.
—¿Entonces?—preguntó ella.
—Entonces... yo quisiera dormir un poco. Nada más que una horita... Pasará en seguida. Beba usted, se lo ruego, no se preocupe... Y cómase esa fruta. ¿Por qué toma usted tan poco?
—Si usted lo permite me podría volver al salón—dijo ella.—. Van a tocar el piano ahora...
Esto no le convenía nada. Allí en el salón se hablaría de aquel visitante extraño que no había ido allí mas que a dormir... Se sospecharía... No, eso era peligroso. Y conteniendo a duras penas sus bostezos, dijo en un tono serio:
—No, Luba, le suplico que se quede conmigo. Mire usted, no me gusta quedarme solo en la alcoba... Es un capricho; pero... Se lo ruego a usted...
—Sí, sí... Desde el momento que usted ha pagado...
—No es eso—él enrojeció nuevamente—. No se trata del dinero que he pagado... Si usted quiere puede muy bien acostarse también. Le dejaré sitio. Pero si le da lo mismo, acuéstese del lado de la pared; ¿tiene usted algo que oponer?
—No; pero... no tengo ninguna gana de dormir. Me quedaré sentada.
—Puede usted leer algo.
—Aquí no hay libros.
—¿Quiere usted el periódico de hoy? Yo lo tengo... Aquí está. Trae algunas cosas interesantes.
—Gracias, no lo quiero.
—Como usted guste. En cuanto a mí, con su permiso...
Cerró la puerta con dos vueltas y se metió la llave en el bolsillo. No se fijó en la mirada llena de extrañeza con que la joven seguía todos sus movimientos. Aquella conversación cortés tan fuera de lugar en aquel sitio miserable donde hasta la atmósfera estaba impregnada de vapores de alcohol y de blasfemias le parecía muy simple, natural y convincente. Siempre con la misma cortesía, como si se encontrara con una señorita en una canoa, preguntó:
—¿Permite usted que me quite la levita?
La muchacha frunció ligeramente las cejas.
—Quítesela usted. Puesto que ha...
Pero no terminó lo que iba a decir.
—¿Y el chaleco?—preguntó él—. Me aprieta un poco...
Ella no respondió y sin que él la viera se encogió de hombros.
—Aquí está mi cartera. Hay dinero en ella. Tenga la bondad de guardarla.
—Hubiera sido mejor dejarla en el despacho. Todo el mundo hace eso aquí.
—¡Oh no vale la pena!— protestó. Y encontrándose con la mirada de asombro de Luba añadió confuso—: La comprendo a usted, pero dejemos eso.
—¿Sabe usted, al menos, qué dinero hay dentro? Hay señores que no lo saben y después son los líos...
—Lo sé, pero verdaderamente no vale la pena...
Se acostó dejando un sitio libre del lado de la pared. El sueño encantado le acarició en la mejilla, sonriéndole, con su pata de terciopelo, le besó dulcemente, le cosquilleó en las rodillas y posó la cabeza sobre su pecho. Tuvo una sonrisa de felicidad.
—¿De qué se ríe usted?—preguntó la muchacha, sonriendo también contrariada.
—De nada. Estoy contento. Son muy suaves sus almohadas. Ahora podemos hablar un poco. ¿Por qué no bebe usted?
—Yo también quisiera desnudarme algo. ¿Me lo permite usted? Tendré que estar muchísimo tiempo sentada.
Había en su voz notas burlonas.
—Se lo ruego a usted—se apresuró a responder él.
Miró ella sus ojos llenos de confianza y añadió más seriamente:
—Mire usted, el corsé me aprieta demasiado. Casi me martiriza.
—Sí, ya comprendo. No tiene usted mas que quitárselo.
Volvió la cabeza y enrojeció de nuevo. El largo insomnio había embrollado demasiado sus ideas; por otra parte, a pesar de sus veintiséis años, era de tal modo ingenuo, que este diálogo tan chusco en una casa donde todo está permitido y donde no hay costumbre de ofenderse le parecía muy natural.
—¿No es usted escritor?—preguntó ella desnudándose.
—¿Yo? No. ¿Por qué me lo pregunta usted? ¿Es que le gustan los escritores?
—No, no los quiero.
—¿Y por qué? No son malas personas—dijo él bostezando largamente.
—¿Cómo se llama usted?
Refexionó un momento y dijo:
—Llámeme usted Juan... No, Pedro.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace usted?—continuó ella.
Le interrogaba dulcemente pero con insistencia, como si lo arropara con sus preguntas. Pero dominado por el sueño no la oyó. En su cerebro, que se apagaba, se iluminó por un solo instante el cuadro de todo lo que había vivido durante aquellos días y aquellas noches de persecuciones policíacas, los hombres y las cosas, el tiempo y el espacio, la luz y las tinieblas. Y de repente todo ello quedó en vuelto en una niebla espesa, cayó en un abismo y perdió sus colores. Como un relámpago se dibujó en su imaginación la vasta sala de un museo sumida en una tranquilidad absoluta y débilmente alumbrada, donde pasó el día anterior dos horas ocultándose de los espías. Y soñó que estaba sentado en un canapé de terciopelo muy confortable y miraba un gran cuadro negro. Era tan dulce mirar aquel cuadro antiguo, sobre el que reposaban los ojos evocaba pensamientos tan agradables, que el hombre, casi completamente dormido, tuvo una sonrisa de felicidad.
En este momento se oyó la música que tocaban en la sala. Millares de sonidos breves y dulces llenaron el aire. «Ahora ya me puedo dormir», se dijo. Y un instante después estaba completamente dominado por el sueño, que le abrazó con fuerza y le arrebató a regiones desconocidas.
* * *
Una hora, dos horas pasaron. Dormía siempre en la misma posición en que se había colocado al acostarse. Tenía la mano derecha en el bolsillo donde había metido la llave y el revólver. La muchacha, desnudos los brazos y el cuello, estaba sentada frente a él. Fumaba lentamente, bebía coñac y le miraba. A veces para ver mejor alargaba su cuello, y entonces se dibujaban dos pequeños pliegues en las comisuras de sus finos labios. Se había él olvidado de apagar la lámpara eléctrica suspendida del techo y a su luz tenía un aspecto algo fantástico: ni joven ni viejo, ni guapo ni feo, desconocido, lleno de misterio; sus mejillas, su nariz semejaban las de un pájaro; su respiración, fuerte y metódica... Todo en él era misterioso y desconocido para Luba. Sus cabellos negros estaban cortados al rape como los de los soldados; bajo la sien izquierda, muy cerca del ojo, se veía una pequeña cicatriz. No llevaba cruz al cuello.
En la sala la música tan pronto se extinguía como llenaba de nuevo toda la casa de sonidos caprichosos. A veces se oían gentes que cantaban y danzaban. Luba permanecía siempre inmóvil, fumaba cigarrillos y examinaba al hombre. Con mucha atención, alargando el cuello, miró su mano izquierda posada sobre el pecho: era ancha, de dedos fuertes. Le pareció a Luba que esta mano pesaba demasiado sobre el pecho, y dulcemente, para no despertarle, se la quitó de donde estaba y se la puso a lo largo del cuerpo. Luego se levantó bruscamente, apagó la lámpara eléctrica de arriba y encendió la de abajo cubierta por una pequeña pantalla roja.
El no se movió. Los tonos rosa de la lámpara iluminaron su faz inmóvil y tan misteriosa para Luba. Esta volvió la cabeza, se abrazó las rodillas con sus brazos rosados y alzó los ojos al techo. Permaneció así mucho tiempo con el cigarrillo apagado en la boca.