Algo inesperado y grave había pasado mientras dormía. Lo comprendió inmediatamente, aunque no se había despertado por completo aún, al oír una voz desconocida y bronca; lo comprendió por ese olfato agudizado que siente el peligro y que era como un sexto sentido en él y sus camaradas. Se sentó en el lecho rápidamente, y escrutando la semiobscuridad rosa de la habitación, su mano apretó el revólver en el bolsillo. Al ver a Luba sentada siempre en la misma posición, con sus hombros rosados y su pecho descubierto y con sus ojos misteriosos e inmóviles, se dijo: «¡Me ha traicionado!» Después, habiéndola mirado más fijamente, lanzó un suspiro y rectificó: «¡No, no me ha traicionado aún; pero me traicionará!»
¡Estaba perdido!
Y dirigiéndose a la muchacha le preguntó brevemente:
—¿Y bien? ¿Qué?
Pero ella no respondió. Sonrió triunfante y sus ojos se fijaron en él con malignidad y siguió guardando silencio; se diría que estaba segura de que era ya suyo, que no se la escaparía y, sin apresurarse, quería gozar de su poder.
—Y bien, ¿qué es lo que dices?.—preguntó él otra vez frunciendo las cejas.
—¿Yo? Lo que te digo es que ya es hora de que te levantes. ¡Basta ya! No hay que abusar. Esto no es un asilo de noche, querido.
—Enciende la otra lámpara—ordenó él.
—No quiero.
La encendió él mismo. A esta nueva luz vió los ojos negros de Luba extremadamente malvados, su boca contraída de odio, sus brazos desnudos. Parecía ahora amenazadora, decidida a algo muy malo, decidida a una mala acción. El se estremeció. Había ahora algo repugnante en aquella prostituta.
—¿Qué es lo que tienes? ¿Estás borracha?—preguntó con tono serio y lleno de inquietud.
Quiso coger su cuello postizo, pero ella se le adelantó y se apoderó del cuello y sin mirar lo tiró detrás de la cómoda.
—¡No lo tendrás!
—¿Qué es eso?—gritó él con voz ahogada; y cogiendo el brazo de la muchacha lo apretó como con un círculo de hierro. Los dedos de Luba se crisparon.
—¡Déjame! ¡Me haces daño!—protestó.
Apretó menos fuertemente, pero sin soltar el brazo.
—¡Ten cuidado!—le dijo a ella con tono amenazador.
—¿Qué? ¿Me vas a matar, querido? ¿Sí? ¿Qué es lo que tienes en el bolsillo? ¿Un revólver? Pues bien, puedes disparar. Quisiera verlo... ¡Sí que se necesitaría tener cuajo! ¡Viene a casa de una mujer y se duerme como un animal! ¿Está permitido? ¡Tú puedes beber—va y me dice—, yo voy a dormir!» ¡Ah, eso no, qué diablo! Se corta el pelo, se afeita y se cree ya que no le van a reconocer. ¡No, querido! ¡Tenemos policía! ¿Quieres, rico mío, que te eche mano la policía?...
Tuvo una risa alegre y triunfal. El vió con terror la malvada alegría que hizo presa en ella, una alegría salvaje dispuesta a todo. Se diría que aquella mujer se había vuelto loca. La idea de que todo estaba perdido, y de una manera tan estúpida que habría quizá que cometer aquel asesinato cruel, insensato e inútil, y perecer a pesar de ello, le llenó de horror. Pálido como la nieve, pero dominándose, decidido ya, miró a la mujer, siguió todos sus movimientos y reflexionó.
—Y bien; ¿no dices nada?—insistió ella burlándose—. ¿Te ha cortado la palabra el miedo?
Podría apretar aquel cuello de serpiente y estrangularlo allí mismo. Ni siquiera tendría tiempo de gritar. No sentía ninguna piedad por aquella muchacha que retenida por su presión volvía la cabeza como una serpiente a la que se estrangula. Sí, sería fácil acabar así con ella. Pero ¿y después?
—Luba, ¿sabes quién soy yo?
—Sí que lo sé. Eres un revolucionario. Eso es lo que tú eres.
Pronunció estas palabras con firmeza, solemne, escandiendo cada palabra.
—¿Cómo lo sabes tú?
Se sonrió burlonamente.
—No estamos en una selva. Sabemos algunas cosas...
—Pero admitamos que eso es verdad...
—¡Y tanto que es verdad! ¡Pero suéltame la mano! ¡Vosotros no sois capaces mas que de martirizar a mujeres! ¡Déjame!
Le soltó la mano y se sentó, contemplándola con una mirada insistente y pensativa. Su rostro es taba contraído, pero conservaba su expresión serena, un poco triste. Y así, con aquella expresión, de tristeza, ella vió de nuevo en él algo misterioso, lleno de sorpresas.
—¿Qué es lo que miras en mí? ¡Tú no has visto nunca una mujer!—gritó groseramente, y añadió, de una manera inesperada para ella misma, un juramento cínico.
El se sorprendió, pero siguió con los ojos fijos en ella y empezó a hablar con calma, con una voz sorda, como si estuviera muy lejos:
—¡Escúchame, Luba! Naturalmente tú puedes perderme como podría hacerlo cualquiera en esta casa y aun cualquiera que pasara por la calle. Bastaría dar un grito para que docenas, centenares de hombres corrieran inmediatamente a detenerme y quizá a matarme. ¿Y por qué? Nada más que por que no he hecho nunca daño a nadie, porque he consagrado toda mi vida al bien de los demás. ¿Comprendes tú lo que quiere decir «consagrar uno toda su vida»?
—No, no lo comprendo—respondió con firmeza la muchacha; pero le escuchaba muy atentamente.
—Los unos—continuó él—lo hacen por bestialidad; los otros, por maldad. Porque los malvados no quieren a las personas de buen corazón.
—¿Y por qué quererlas?
—No creas que me vanaglorio, Luba. Reflexiona un poco; eso ha sido mi vida, toda mi vida. Desde la edad de catorce años se me ha arrastrado por las cárceles. Se me ha expulsado de los colegios; mis padres me echaron de casa. Una vez se me quiso fusilar y me salvó de milagro. Y así toda mi vida... siempre para los demás; nada para mí mismo. ¡Nada!
—Pero ¿por qué eres tan bueno?—preguntó la muchacha con un tono irónico.
Pero él, sin comprender la ironía, respondió seriamente:
—No sé. Probablemente es que he nacido así.
—Pues bien, yo he nacido mala. Y, sin embargo, los dos hemos venido al mundo de la misma manera, con la cabeza para adelante. ¿Qué tienes que decir a eso?
Sumido en sus reflexiones él no prestó atención a aquellas palabras. Examinando el fondo de su alma, todo su pasado, que veía ahora con tanta claridad en toda su simplicidad y en todo su heroísmo, continuó:
—Ya ves, tengo veintiséis años, mis cabellos empiezan a encanecer y, sin embargo, hasta aquí...
Buscaba palabras, pero acabó su pensamiento con firmeza, aun con orgullo:
—Hasta aquí no he conocido mujeres. Pero que en absoluto, ¿entiendes? Tú, tú eres la primera mujer que he visto de esa manera. Y, para decirte la verdad, me da un poco de vergüenza mirar tus brazos desnudos...
La música llenó de nuevo toda la casa y el suelo temblaba bajo los pies de los que danzaban. En el salón, alguien, probablemente borracho, gritaba muy fuerte, como si condujera un tropel de caballos furiosos. Pero en el cuarto de Luba reinaba un silencio melancólico; en la nebulosidad rosácea se percibían pequeñas volutas de humo de cigarrillo.
—Y bien, Luba, ésa es mi vida.
Permaneció silencioso, con los ojos bajos, como si pensara en su vida, tan pura, tan dolorosamente bella.
Ella guardaba también silencio. Después se levantó y cubrió sus hombros desnudos con una toquilla. Pero al encontrarse con la mirada extraña y agradecida de él se quitó la toquilla con una sonrisa de malignidad, de suerte que ahora se veía uno de sus pechos, opaco, de un rosa tierno.
El volvió la cabeza y alzó ligeramente los hombros.
—Bebe coñac—dijo ella—. ¡Basta de comedia!
—No bebo jamás.
—¿Jamás? ¡Anda! Pues yo sí bebo.
Tuvo de nuevo una sonrisa malvada.
—¿Tienes cigarrillos?—le preguntó—. Dame uno.
—No son buenos.
—Me es igual.
Cuando le dió el cigarrillo, notó con gozo que Luba había subido su camisa más arriba; esto le inspiró confianza y la esperanza de que todo se arreglaría. El mismo sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero fumaba muy mal, sin tragar el humo, y tenía el cigarrillo como una mujer, entre los de dos extendidos.
—¡Ni siquiera sabes fumar!—dijo la muchacha encolerizada.
Y arrancándole el cigarrillo lo tiró al suelo.
—¿Empiezas a enfadarte otra vez?
—Sí, estoy enfadada.
—Pero ¿por qué? Piensa, Luba, que hacía cuarenta y ocho horas que no dormía y no hacía mas que correr a través de las calles como una fiera acosada. ¿De qué te serviría traicionarme? Me detendrían; pero no creo que eso te hiciera ningún bien. Además, yo vendería cara mi vida.
Calló.
—¿Vas a disparar?— preguntó ella después de una corta pausa.
—Sí, voy a disparar.
La música ha cesado; pero del lado del salón se sigue oyendo gritar al borracho; se diría que alguien le tapaba la boca con la mano y los gritos salían ahogados y más inquietantes aún.
En el cuarto de Luba se percibía un olor de perfumes y de jabón de tocador barato; este olor era espeso, húmedo e impuro. Sobre una de las paredes había colgadas, en desorden, faldas y blusas. Todo esto le parecía repugnante y pensaba con tristeza que esto era la vida y que había gentes que vivían entre esas cosas años y años.
Miró con disgusto a su alrededor y dijo a Luba melancólicamente:
—¡Como es todo entre nosotros en esta casa!...
—¿Y qué quieres decir con eso?
Pero él estaba lleno de compasión hacia aquella muchacha que permanecía en pie ante él y no acabó su pensamiento.
—¡Pobre Luba!—dijo simplemente.
—Pero ¿qué? ¡Vamos!
—Dame tu mano.
Y subrayando con su actitud que era para él un ser humano y no una mujer que se vende, tomó su mano y apoyó respetuosamente sus labios en ella.
—¿Pero es a mí a quien besas la mano?
—Sí, Luba, a ti.
Y muy dulcemente, como si le diera las gracias, la muchacha dijo:
—¡Vete de aquí! ¡Vete, idiota!
Al principio él no comprendió.
—¿Qué?
—¡Que te vayas te digo!
Y silenciosa, con paso decidido, atravesó la habitación, recogió del rincón el cuello postizo blanco y se lo tiró con una mueca de disgusto, como si fuera una rodilla sucia y repugnante. Entonces él, también silencioso, con aire altanero, sin dignarse siquiera mirarla, comenzó a ponerse lentamente el cuello. Pero en este momento Luba lanzó un grito penetrante y le golpeó con toda su fuerza en la afeitada mejilla. El cuello postizo cayó por tierra, el hombre se tambaleó, pero siguió en pie. Terriblemente pálido, casi azul, pero siempre silencioso y altanero, fijó en Luba sus densas miradas inmóviles. Toda anhelante, Luba le miró llena de horror.
—Y bien, ¿qué?—gritó desesperadamente.
El callaba siempre. Entonces, enloquecida por su pasividad altanera, presa del terror, no comprendiendo ya nada, como si se encontrara ante un muro de piedra, le cogió por los hombros, le sacudió y le hizo sentarse sobre la cama. Inclinándose hasta poner su cara junto a la de él y mirándole a los ojos, gritó:
—Pero ¿por qué te callas? ¿Qué es lo que haces de mí? ¡Cobarde, cobarde! Eres un cobarde. Me besa la mano... ¡Has venido aquí para burlarte de mí, para hacer alarde de tu bondad, de tu noble corazón! ¡Díme qué es lo que vas a hacer de mí! ¡Oh qué desgraciada soy!
Le sacudía los hombros, y sus finos dedos, abriéndose y cerrándose como las uñas de un gato, le arañaban el cuerpo a través de la camisa.
—¡No has conocido nunca mujeres, cobarde!... ¡Y te atreves a decírmelo a mí, que he poseído a todos los hombres, a todos!... ¿Y no te da vergüenza humillar a una pobre mujer?... Te vanaglorias de que la policía no te cogerá vivo; pero yo, yo estoy ya como muerta. Y sin embargo te voy a escupir a la cara. ¡Toma, cobarde! ¡Y ahora vete!...
No pudiendo contener más su cólera la arrojó lejos de sí. Cayó, golpeándose la cabeza contra la pared. El no razonaba ya, no sabía ya lo que hacía; en aquel mismo instante sacó su revólver. Luba no vió ni aquel rostro furioso que había manchado con su saliva ni el revólver negro. Tapándose los ojos con las manos como si los quisiera hundir en las profundidades del cráneo avanzó hacia el lecho, se echó en él con el rostro hacia abajo y se puso a sollozar.
Todo le desconcertó completamente. No sabía ya qué hacer. Aquello era estúpido, imprevisto, caótico. Encogiéndose de hombros volvió a guardar en el bolsillo al revólver inútil y empezó a recorrer el cuarto a grandes pasos. Dió varias vueltas. Luba seguía llorando. De pronto se detuvo ante ella con las manos en los bolsillos y la miró. Ella lloraba frenéticamente, desesperadamente, con sollozos en que había unos sufrimientos inhumanos, como se llora una vida perdida o bien algo más importante que la vida. Todo su cuerpo tenía pequeños estremecimientos, como si la quemaran lentamente.
La música empezó a oírse de nuevo. Se oía el ruido de los que danzaban y el sonar de las espuelas. Probablemente había oficiales en el salón.
No había oído jamás sollozos tan desesperados. Sacó las manos de los bolsillos y le dijo dulcemente:
—¡Luba!
Ella seguía llorando.
—¡Luba! ¿Por qué lloras?
Ella respondió algo, pero tan bajo que no lo en tendió. Se sentó a su lado en el lecho, inclinó hacia ella su cabeza de cabellos rapados y le puso su mano sobre los hombros. Los sollozos seguían estremeciendo el cuerpo de Luba y el hombre era presa de un temblor nervioso.
—No te oigo, Luba. Más alto.
Ella habló de nuevo con una voz anegada en lágrimas, sorda, como muy lejana:
—No te vayas aún... Están allí los oficiales... Pueden detenerte... ¡Dios mío, Dios mío!
En el mismo instante, sobresaltada, se sentó, juntando dolorosamente las manos, mirando ante sí con sus grandes ojos desmesuradamente abiertos. Era una mirada terrible. No duró mas que un segundo. Después se volvió a echar sobre la cama y se puso a llorar de nuevo. Allá en el salón seguía oyéndose el ruido de las espuelas y las notas agudas del piano que, agitado o espantado, golpeaba furiosamente el músico.
—¡Toma un poco de agua, Luba mía! Te lo ruego... eso te hará bien...—balbuceó inclinado sobre ella.
La oreja de la mujer estaba cubierta por los cabellos y temió que no le pudiera oír; dulcemente separó de la oreja los cabellos negros con huellas de los papillots poniéndolos a un lado.
—Un poco de agua, te lo ruego...
—No, no quiero... No vale la pena... Ya pasará...
En efecto, se tranquilizó un poco. Tras un último sollozo profundo y sordo su cuerpo quedó inmóvil. El la acarició dulcemente desde el cuello hasta la puntilla de la camisa.
—Estás mejor, ¿no es verdad, Luba, niña mía?...
Ella no respondió, lanzó un largo suspiro y, volviéndose hacia él, le envolvió en una mirada rápida. Después se sentó a su lado, le miró otra vez y con sus largos cabellos le enjugó el rostro y los ojos. Dando un nuevo suspiro, en un movimiento simple y dulce puso la cabeza sobre su hombro; él, con un movimiento simple también, la besó y la estrechó contra su pecho. No le parecía una cosa extraña que sus dedos tocaran el hombro desnudo de la mujer.
Permanecieron largo tiempo de este modo, guardando silencio y mirándose de frente.
De pronto se oyeron voces y pasos en el corredor. Las espuelas resonaban suavemente sobre el suelo. Todos estos ruidos se detuvieron ante la puerta de la habitación donde se hallaban él y Luba. El se levantó rápidamente. Alguien llamaba ya a la puerta: primero con los dedos, después con el puño. Una voz femenina dijo sordamente:
—¡Luba, abre la puerta!