Permanecía siempre sentada, los brazos enlazados alrededor del cuello, feliz, sonriente, como loca. Sin abrir los ojos, para gozar mejor de sus pensamientos, hablaba lentamente, casi cantando.
—Sí, rico mío. Vamos a embriagarnos; vamos a llorar juntos lágrimas dulces llenas de felicidad. ¡Te quedas conmigo para toda la vida! Cuando entraste hoy en el salón y vi tu imagen en el espejo me dije: «¡Aquí está mi amado!» No sé si eres mi hermano o mi amante, pero eres para mí.
El recordó la pareja negra, como de duelo, que había visto en el espejo del salón, y ante este recuerdo sintió un dolor tan agudo que sus dientes rechinaron. Se acordó también de su revólver, que llevaba en el bolsillo, de los dos días y dos noches de persecuciones policíacas, de su llegada a aquella casa, del sucio lacayo que le abrió la puerta, de la dueña de la casa que lo introdujo en el salón, de las tres mujeres desconocidas...
Y su dolor se apaciguaba poco a poco. Comprendió al fin claramente que era el mismo de antes, que estaba completamente libre y que podía ir a donde quisiera.
Recorrió la habitación severamente con su mirada, como el que despierta de una pesadilla y se encuentra en un lugar desconocido.
—¿Qué es esto? ¡Qué insensatez! ¡Qué pesadilla!
. . . . . . . . . .
Pero la música seguía sonando. Y Luba se guía siempre en la misma posición, los brazos al rededor del cuello, llena de una felicidad desconocida, inaudita. Pero esto era la realidad y no un sueño.
. . . . . . . . . .
—Entonces, ¡qué! ¿Es verdad todo esto?
—Sí, querido. Ahora estamos unidos para siempre.
Entonces ¿todo esto es verdad? Aquellas faldas colgadas en la pared, aquel lecho sobre el cual millares de hombres gozaron delirios sexuales, aquel olor a pecado que llenaba toda la habitación, aquella música y aquel chocar de espuelas, finalmente, aquella mujer de rostro esmirriado y de sonrisa de bestia feliz... ¡Todo aquello era la verdad!
Cogió entre sus manos su cabeza pesada, y mirando alrededor como un lobo perseguido por los perros, pensaba: «¡Sí, hela aquí la verdad! Ni mañana ni pasado mañana saldré de aquí, y todo el mundo sabrá por qué me he quedado aquí con una prostituta pecando y bebiendo. Se me va a calificar de cobarde, de traidor, de canalla. Algunos comprenderán quizá y me defenderán... No, vale más no esperar. Lo mejor es no esperar ya nada. Esto se acabó. ¡Vivan las tinieblas! ¿Y después? No sé. Un horror cualquiera. ¡Conozco tan poco esta nueva vida! Tendré que aprender a ser canalla como todos en esta casa. ¿Quién me enseñará? ¿Luba? No; ella misma no sabe. Pero encontraré un medio. Me haré un canalla cumplido, lo romperé todo... ¿Y después? Después, un buen día, en casa de Luba o en cualquier otra casa sospechosa, o en presidio, diré: «Ahora ya no tengo vergüenza; ahora ya no tengo nada que reprocharme respecto a vosotros, porque me he convertido en sucio, en desgraciado y en miserable como vosotros.» O bien me plantaré en medio de una plaza cualquiera y diré: «¡Miradme, ved lo miserable que soy! Yo tenía todo: espíritu, honor, dignidad y hasta la inmortalidad, y todo eso lo he arrojado a los pies de una prostituta solamente porque es impura!...» ¿Qué es lo que dirán aquellas gentes? Se quedarán sorprendidas y me llamarán idiota. Y tendrán razón. Sí, yo soy idiota. Pero no era mía la culpa si yo era puro. Luba y todo el mundo debe ser puro. Cristo mandó que cada uno distribuyera sus bienes entre los pobres, y dijo que hay que dar no solamente la vida, sino también el alma, que es más. Pero ¿es que Cristo pecó con las mujeres perdidas y se emborrachó? No; las perdonaba solamente y aun las amaba. Y bien, yo también perdono a Luba, la compadezco, la amo. ¿Es que se necesitaría que yo mismo pecara también?...»
—¡Esto es terrible, Luba!
—Sí, querido, siempre es terrible mirar a la verdad cara a cara.
«Ella habla aún de la verdad. Pero ¿por qué tengo miedo? Puesto que lo quiero no hay nada que temer. Allá en la plaza, delante de aquella muchedumbre extrañada, yo sería superior a todos. Sucio, miserable, harapiento, sería con todo el profeta, el heraldo de la verdad eterna ante la cual Dios mismo se debe inclinar.»
—¡No, Luba, esto no es terrible!
—Sí, querido, es terrible. Tanto mejor si no tienes miedo.
«He aquí, pues, como he acabado. No es esto lo que yo esperaba de mi joven y bella vida... ¡Dios mío, esto es la locura! Desvarío. No es tarde aún. Todavía puedo irme...»
—¡Querido mío, mi bien amado!—susurraba la mujer.
La miró. En los ojos medio cerrados de Luba, en su sonrisa, leía un hambre atroz, una sed insaciable, como si hubiera devorado ya algo enorme, pero que no hubiera matado su hambre.
Lentamente, sin darse prisa, se levantó. Quiso hacer el último esfuerzo para salvar su razón, su vida, su vieja verdad. Y siempre sin apresurarse comenzó a hacer su toilette.
—Oye, ¿no has visto mi corbata?
Ella abrió los ojos.
—¿Adónde quieres ir?
Dejó caer sus manos y se volvió bruscamente hacia él.
—¡Me voy!
—¿Tú? ¿Que te vas? ¿Adónde?
El sonrió amargamente.
—¿Crees que no tengo a donde ir? Voy a donde mis camaradas.
—¿A donde los buenos, pues? ¿A donde los puros? Entonces ¿me has engañado?
— Sí, a donde los buenos, a donde los puros—y sonrió de nuevo.
Su toilette estaba ya hecha. Se miró los bolsillos.
—Dame mi cartera. Se la dió.
—¿Y mi reloj?
—Ahí está, en la mesa de noche.
—¡Adiós, Luba!
—¿Tienes miedo, pues?—preguntó con voz tranquila, simple.
La miró. Estaba en pie, alta, de brazos finos casi infantiles, con una sonrisa en sus labios pálidos.
—¿No tienes valor?
¡Cómo había cambiado! Hacía algunos minutos estaba altiva, casi terrible; ahora está triste, abatida... es más bien una jovencilla tímida que una mujer. Pero es igual; se irá.
Dió un paso hacia la puerta.
—¡Y yo que creía que ibas a quedarte!...
—¿Qué?
—Creía que te ibas a quedar... conmigo...
—¿Para qué?
—Contigo sería mejor... La llave la tienes en el bolsillo.
El metió la llave en la cerradura.
—Bien, vete puesto que quieres irte... Vete a donde los buenos, a donde los puros... En cuanto a mí...
...Y entonces, en este último minuto, cuando no tenía mas que abrir la puerta para volver a encontrar a sus camaradas, cometió algo incomprensible y absurdo que lo perdió. ¿Era la locura que se apodera a veces de repente de los espíritus más robustos y serenos? ¿O quizá había descubierto verdaderamente en aquella mancebía, bajo la impresión de aquella música desordenada y de los ojos de aquella prostituta, la verdadera, la terrible verdad de la vida, incomprensible para todos los demás? Adoptó aquella verdad sin vacilaciones, como si fuera algo inexorable.
Se pasó la mano lentamente por los cortos cabellos, y sin volver siquiera a cerrar la puerta retrocedió y se sentó sobre la cama.
—¿Qué pasa? ¿Has olvidado algo?—preguntó sorprendida Luba, que de ningún modo esperaba que volviera.
—No.
—Entonces ¿por qué no te vas?
Y él, tranquilo como una piedra en la que la vida acabara de esculpir un nuevo mandamiento terrible, respondió:
—No quiero ser puro.
Ella no se atrevía a creer, y al mismo tiempo es taba asustada por la realización de lo que había deseado tan ardientemente. Se arrodilló ante él. Y con la sonrisa de un hombre que ha encontrado lo que buscaba, él puso su mano sobre la cabeza de la mujer y repitió:
—No quiero ser puro.
Arrebatada de alegría empezó ella a agitarse a su alrededor, a desnudarle como a un niño pequeño, a desabrocharle los botines; le acariciaba los cabellos, las rodillas. De pronto, mirándole a los ojos, exclamó llena de angustia:
—¡Qué pálido estás! ¡Toma en seguida una copita! ¿Te sientes mal, Pedrito mío?
—Me llamo Alejo.
—Es igual. Si quieres voy a echarte coñac. Pero ten cuidado, es muy fuerte... Y para ti que no tienes costumbre...
Y lo miró cómo bebía a pequeños tragos. No sabía beber y empezó a toser.
—Eso no es nada. Veo bien que aprenderás pronto a beber. ¡Bravo! Estoy muy contenta de ti.
Lanzando breves chillidos de alegría saltó sobre sus rodillas y le cubrió de besos, a los que él no tenía tiempo de responder. Aquello le parecía chusco: apenas si le conocía ella y, sin embargo, sus besos ¡eran tan fuertes! La besó, la apretó contra sí de manera que no se podía mover, como si quisiera experimentar sus fuerzas. Dócil y alegre ella le dejó hacer.
—¡Está bien, está bien!—repetía él con un ligero suspiro.
Luba parecía loca de felicidad. Se diría que la pequeña habitación estaba llena de mujeres alegres, agitadas, que hablaban sin cesar, besaban, acariciaban. Le servía de beber y bebía ella misma. De pronto se sobresaltó.
—¿Y tu revólver? Le habíamos olvidado. Dámelo, voy a llevarlo al escritorio.
—¿Para qué?
—Me da miedo. Puede escaparse la bala.
El se sonrió.
—¿Crees tú? ¿Se puede escapar la bala? Tomó el revólver, y como si le pesara en la mano, se lo devolvió a Luba, así como los cartuchos.
—Llévalo al escritorio.
Cuando se quedó solo sin su revólver, del que no se había separado hacía largos años; cuando por la puerta que Luba había dejado entreabierta oyó más distintamente la música y el ruido de las espuelas, sintió toda la inmensidad del fardo que se había echado sobre los hombros. Dió algunos pasos por la habitación, y volviéndose hacia la puerta, en la dirección del salón, pronunció:
—¿Y bien?
Se detuvo, con los brazos cruzados, los ojos fijos en la puerta.
—¿Y bien?
Había en esta pregunta un desafío, un adiós a todo su pasado, una declaración de guerra a todos, incluso a los suyos, y una queja dulce.
Luba volvió, siempre agitada, sobreexcitada.
—¿No vas a enfadarte, querido? He invitado a las demás mujeres... No a todas; a algunas. Quiero presentarte como mi bien amado. Son buenas muchachas. Nadie las ha elegido esta noche y están solas en el salón. Los oficiales están todos en los cuartos con las otras muchachas. Uno de los oficiales ha visto tu revólver y le ha gustado mucho... ¡No te enfadarás porque las haya llamado? ¿Verdad que no, querido?
Lo cubrió de besos muy fuertes.
Las otras mujeres estaban ya en la habitación haciendo mohines y risitas. Se sentaron unas al lado de otras. Eran cinco o seis, feas, muchachas aviejadas casi todas, enjalbegadas, los labios teñidos de rojo. Unas ponían cara de molestia; otras miraban al hombre con o aire tranquilo, le saludaban, le daban la mano y esperaban a que se les diera de beber. Probablemente se iban ya a acostar, pues estaban vestidas con ligeros peinadores de noche; una de ellas, gorda, perezosa y flemática, venía aún en enaguas, mostrando sus gruesos brazos desnudos y su grueso pecho. Esta, así como otra que parecía un ave de rapiña, con abundante cosmético en las mejillas, estaban ya completa mente ebrias; las demás, un poco. La pequeña habitación se llenó de voces, de risas, de malos olores corporales, de vino, de perfume barato.
Un criado sucio, vestido con un frac demasiado corto, trajo coñac, y todas las mujeres le saludaron a coro:
—¡Markuscha, mi querido Markuscha!
Probablemente era costumbre de la casa saludarle de este modo, pues hasta la mujer gruesa, completamente borracha, le gritó:
—¡Markuscha!
Todo esto era nuevo, extraño. Se empezó a beber; todas las mujeres hablaban a la vez, gritaban. La que parecía un ave de rapiña hablaba con rabia de un visitante que le había hecho no sé qué porquería. Se oían juramentos que las mujeres no pronunciaban con el tono indiferente de los hombres, sino subrayándolos como un desafío, cínicamente.
Al principio casi no ponían atención en el hombre. El mismo callaba y las miraba severamente. Luba, feliz, estaba sentada a su lado, sobre la cama, abrazada a su cuello. Bebía muy poco; pero llenaba sin cesar la copa de él. De vez en cuando le susurraba al oído:
—¡Querido mío!
El bebía mucho, pero no se emborrachaba. El alcohol en vez de embriagarle transformaba poco a poco todos sus sentimientos. Todo lo que había amado en la vida, todo lo que había conocido, sus libros, sus camaradas, su trabajo, se eclipsaba, se derrumbaba; pero a pesar de todo esto él mismo se sentía más fuerte. Se diría que a cada nueva copa se iba acercando más y más a sus antepasados, a aquellos hombres primitivos cuya religión fué la rebeldía y en los que la rebeldía se convertía en religión. La sabiduría que había sacado de los libros se evaporaba, y desde el fondo de su alma se alzaba algo de otro, salvaje y obscuro como la voz de la tierra. Esto recordaba el espacio infinito, los bosques vírgenes, los campos vastos como el océano. Se oía en ello el grito de angustia de las campanas, el ruido de las cadenas de hierro, la plegaria desesperada, la risa diabólica de seres misteriosos.
Permaneció así, con su rostro ancho y pálido, tan próximo a aquellas desgraciadas criaturas que aullaban a su alrededor. Su voluntad se afirmaba en su alma devastada y se sentía capaz de demolerlo todo como de crearlo todo.
Golpeó la mesa con el puño.
—¡Luba, hay que beber!
Y cuando ella, dócil y sonriente, llenó todas las copas, levantó la suya y proclamó:
—¡A la salud de los nuestros!
—Es decir, ¿de tus camaradas?—preguntó ella muy bajo.
—¡No; bebo a la salud de estos, de los nuestros! ¡A la salud de todos los canallas, de los bribones, de los cobardes, de todos los que están aplastados por la vida, que mueren de sífilis!...
Las mujeres rieron, pero la gorda le dijo con tono de reproche:
—¡Eso es ya demasiado, querido!
—¡Calla tú!—gritó Luba—. Es mi bien amado.
—Bebo a la salud de los ciegos de nacimiento. Saquémonos los ojos porque da vergüenza mirar a aquellos que no ven. Si nuestros ojos no pueden servirnos de linternas para iluminar las tinieblas de la vida arranquémoslos y ¡viva la noche! Si todo el mundo no puede entrar en el paraíso, no lo quiero para mí. ¡Abajo la luz, vivan las tinieblas!
Se tambaleó un poco y vació su copa. Su voz era lenta, pero firme, clara y neta. Nadie comprendió su discurso; pero las mujeres estaban encantadas con aquel hombre pálido que decía cosas chuscas.
—Es mi bien amado—decía Luba con orgullo-—. Se quedará aquí conmigo. Era honrado, tiene camaradas; pero se quedará conmigo.
—¡Puede reemplazar aquí a nuestro criado Markuscha!—dijo la gorda borracha.
—¡Cállate, Manka, o te sacudo una bofetada!—gritó Luba—. Se quedará conmigo. Y, sin embargo, era honrado.
—Todas fuimos honradas una vez—dijo la vieja de perfil de pájaro.
Y las otras se pusieron a gritar:
—¡Y yo fui honrada hasta los cuatro años!
—¡Y yo he sido honrada hasta ahora!
Luba lloraba casi de rabia.
—¡Callaos, montón de canallas! A vosotras se os ha tomado vuestro honor, mientras que él lo ha sacrificado él mismo, de buen grado. Sí, ha renunciado voluntariamente a su honor; no ha querido más ser honrado. Vosotras sois unas sucias prostitutas, y él, él es todavía inocente como un bebé...
Luba se echó a llorar; las otras, borrachas, rieron a carcajadas hasta llenárseles los ojos de lágrimas; al reír se caían unas contra las otras, se retorcían, no podían sostenerse en las sillas. Era una risa loca, como si todos los diablos del infierno se hubieran reunido en aquella pequeña habitación para asistir a los funerales de aquel pobre honor que el hombre acababa de sacrificar. Al fin, él mismo se echó a reír.
Solamente Luba no reía. Temblando de indignación se retorcía las manos y acabó por arrojarse, cerrados los puños, sobre una de las mujeres.
—¡Basta!—gritó él; pero nadie le escuchaba.
Por fin se restableció la calma.
—¡Esperad!—dijo—. Os voy a hacer reír todavía.
—¡Déjalas!—protestó Luba enjugándose las lágrimas—. Hay que echarlas a todas.
—¿Tienes miedo?—preguntó él—. ¿Quieres la honradez? ¡No piensas mas que en eso, bestia!
Y sin ocuparse ya de Luba se volvió hacia las otras mujeres alzando las manos en alto.
—¡Oídme bien! Os lo voy a mostrar. Mirad mis manos.
Las mujeres, alegres y fatigadas, miraron las manos y esperaron con curiosidad alguna sor presa.
—He aquí—continuó—que tengo en mis manos mi vida. ¿Lo veis?
—¡Sí! ¿Y bien?
—Era bella mi vida. Era pura y seductora mi vida. Era como un hermoso vaso. Y, sin embargo, mirad, ¡la tiro al suelo!
Hizo un brusco movimiento, y todos los ojos se volvieron al suelo como si buscaran en él los pedazos de un hermoso vaso, de una bella vida humana.
—¡Pisoteadla con vuestros pies!—gritó él—. Más fuerte, hasta que no quede intacto ni un solo pedazo.
Y como niños contentos de haber encontrado un nuevo juego, todas las mujeres, gritando y riendo, se pusieron a pisotear el sitio donde debían encontrarse los pedazos del vaso. Poco a poco se enfurecían. No gritaban, no reían ya. No se oía mas que el ruido de los pies y la respiración pesada.
Luba, como una reina ultrajada, observaba esta escena. De pronto, como si lo hubiera comprendido todo, se arrojó como loca en medio de las mujeres y se puso ella también a pisotear el suelo ferozmente. Se pudiera creer que era una danza cualquiera, de un género especial, sin música ni ritmo.
El la miraba tranquilo y severo.
* * *
En la obscuridad se oyeron dos voces.
La de Luba, fina, sutil, manifestando un poco de miedo, como la voz de toda mujer en la obscuridad, y la voz del hombre, firme, tranquila, como lejana.
—¿Tienes los ojos abiertos?—preguntó la mujer.
—Sí.
—¿Piensas en algo?
—Sí pienso.
Una pausa; después, otra vez la voz de la mujer:
—Cuéntame algo de tus camaradas... si quieres...
—¿Por qué no? Eran...
Hablaba de ellos en pasado como si se tratara de muertos o como un muerto pudiera hablar de los vivos. Hablaba tranquilamente, con indiferencia, como un viejo que contara a los niños un cuento heroico de los tiempos antiguos. Y en las tinieblas de la pequeña habitación, que parecía agrandarse desmesuradamente ante los ojos encantados de Luba, pasaba un puñado de hombres muy jóvenes que no tenían ni padre ni madre, hostiles al mundo, contra el que luchaban como a aquel por el que luchaban. Soñando en el porvenir lejano, en los hombres-hermanos que no han nacido aún, pasan por la vida como sombras pálidas cubiertas de sangre. Su vida es terriblemente corta; todos perecen en el patíbulo, en el presidio o se vuelven locos. Hay entre ellos mujeres...
Luba lanzó un grito de dolor.
—¿Mujeres? ¡Pero qué es lo que dices!
—Sí; muchachas jóvenes, cariñosas. Valientes, desafiando todos los peligros, siguen a los hombres y perecen.
—¿Perecen? ¡Oh Dios mío!
Y Luba, sollozando, se apoyó en su hombro.
—¿Qué es lo que tienes? ¿Eso te conmueve?
— Esto no es nada, querido. Sigue contando.
El continuó. Y cosa extraña: a medida que hablaba, el hielo se transformaba en fuego y los tonos fúnebres de su canción de despedida sonaban para Luba como el «hossanna» de una vida nueva, bella y seductora. Le escuchaba ávidamente, con los ojos muy abiertos; sus lágrimas se secaban en seguida como devoradas por el fuego. Cada palabra del hombre era para ella un martillazo que forjaba un alma.
De repente exclamó con una voz nueva, desconocida:
—¡Pero, querido, también yo soy mujer!
—¿Y qué?
—Pues que puedo vivir como ellas... como las mujeres de que me hablas.
El no dijo nada. Aquel hombre que vivía junto a todos aquellos mártires, que era su camarada, inspiró a Luba tanto respeto que le dió vergüenza de estar acostada así con él en el mismo lecho y de besarle. Se apartó un poco y quitó la mano de su hombro. Y olvidándose de su odio a los puros y a los honrados, de todas sus maldiciones, de los largos años de su vida en aquella casa, se sintió tan conmovida por la belleza de la vida de que él le hablaba, que ahora sólo un temor la martirizaba: que aquellos hombres no la quisieran.
—Di, querido, ¿me aceptarían? ¿O quizá no me querrán? Quizá me digan que no tienen necesidad de mí, de una muchacha perdida, prostituida.
—Sí te recibirán—respondió él tras una pequeña pausa—. ¿Por qué no?
—¡Oh qué buenos son!
—Sí son buenos—afirmó él.
—¡Sí, sí! ¡Y cuánto!
Tuvo ella una sonrisa tan feliz, que se diría que las tinieblas se habían iluminado de repente. Luba veía ahora otra verdad que la llenaba de alegría.
—¡Vamos, pues, donde esos hombres!—dijo—. Tú me llevarás allá, ¿no es eso, querido? ¿No te dará vergüenza llevarme desde una casa de lenocinio? Comprenderán cómo tuviste que venir aquí y no te lo reprocharán. Cuando a un hombre le persigue la policía se oculta donde puede... En cuanto a mí haré todo lo posible por que no sientan el haberme aceptado... Pero ¿no dices nada?
El seguía callando.
—¿Te da vergüenza llevarme donde esos hombres?
—No iré. No quiero ser bueno.
Un nuevo silencio, como si un gran pájaro negro desplegara sus alas sobre el lecho. Luba se levantó con precaución y descendió al suelo.
—¿Qué haces?—preguntó él.
—Voy a vestirme. Se vistió y se sentó en la silla. El silencio se hizo tan profundo, que parecía que en la habitación no había nadie.
—Creo que todavía queda un poco de coñac—dijo él—. Toma una copita y vuélvete a la cama...