Era de día ya cuando la policía entró en la casa dormida. Después de largas vacilaciones, causadas por el temor a un escándalo y a la responsabilidad, la dueña de la casa envió a Markuscha al puesto de policía con una relación detallada sobre el extraño visitante y hasta con su revólver. Allí comprendieron en seguida que era él el hombre a quien se buscaba desde hacia tres días; sus últimas huellas se perdían precisamente en aquella callejuela. La policía incluso tenía intención de hacer un registro en todas las casas de lenocinio de aquella calle; pero alguien la había puesto sobre otra pista.
Se previno por teléfono al jefe de policía, y media hora mas tarde un gran destacamento de policías y de espías se dirigían hacia aquella casa, en una madrugada fría de octubre. A la cabeza, lleno de angustia y de temor, iba un oficial de policía, hombre de alta talla, ya de edad, cubierto con un abrigo demasiado ancho. Bostezaba nerviosamente y pensaba de mal humor que valdría más llamar en su auxilio a los soldados; que sin soldados era demasiado peligroso atacar al terrorista célebre, solamente con sus torpes policías, que ni si quiera sabían tirar. Se figuraba ya que muy pronto iba a convertirse en una «víctima del deber» muerta por el terrible terrorista, y este pensamiento le daba escalofríos.
Conocía bien aquellas casas de lenocinio, que le pagaban grandes sumas por ocultar sus pequeños escándalos. No tenía ninguna gana de morir. Cuando se le despertó aquella noche examinó detenida mente su revólver e hizo que le limpiaran su uniforme, como si se preparara para alguna solemnidad. La víspera, cuando en el puesto de policía se habló de aquel terrorista que despistaba a los espías tan hábilmente, aquel oficial había declarado francamente que era un héroe, mientras que él mismo, el viejo policía, no era mas que un crapuloso que no valía nada. Cuando los demás policías se echaron a reír añadió que sin aquellos héroes la vida sería demasiado monótona, y que eran buenos por lo menos para que se los ahorcara.
—Es un verdadero placer ahorcarlos, por nosotros y por ellos. Ellos están contentos porque van derechos al paraíso; nosotros, porque todavía quedan gentes bravas, intrépidas.
Los otros no tomaban en serio estos sofismas y seguían riendo. Acabó por reírse él también, pues en su borrachera eterna ya no sabía diferenciar la verdad de la mentira. Pero ahora, en la madrugada fría de otoño, sentía que sus ideas habían cambiado, que aquel terrorista no era ya un héroe para él, sino simplemente una fiera peligrosa.
«¡Estúpido de mí, llamarle héroe!—pensaba—. ¡Dios mío, si ese canalla se mueve lo mato como a un perro!»
Y reflexionaba por qué era tan apegado a la vida, él tan viejo, enfermo de la gota. Se volvió a los hombres que iban tras él y gritó con cólera:
—¡No os disperséis! ¡Marchad en orden y no como carneros!
El viento se le metía por debajo del abrigo y del uniforme, tan anchos, que parecía había adelgazado de repente. A pesar del frío le sudaban las manos.
Se rodeó la casa de tal forma que dijérase que no había dentro un enemigo sólo, sino toda una compañía. Y sin hacer ruido, de puntillas, penetraron por el corredor hasta la puerta terrible. Se oyeron gritos, amenazas, puñetazos. Cuando los policías, haciendo caer a Luba medio desnuda, llena ron la habitación con sus fusiles, sus uniformes y sus botas, vieron al terrorista en camisa, con los pies desnudos sentado sobre la cama. No decía nada. No había allí bombas ni nada terrible. No veían mas que la sucia alcoba de una prostituta, aun más repugnante a la luz del alba; una ancha cama en desorden, las ropas tiradas aquí y allá, una mesa llena de manchas de vino y el hombre afeitado, medio dormido, sin vestirse sobre el lecho.
—¡Las manos arriba!—gritó el oficial empuñando su revólver.
Pero el terrorista no le hizo caso y seguía callado.
—¡Registradle!—ordenó el oficial.
—¡Pero si no tiene nada!—exclamó Luba—. El revólver está en el escritorio. ¡Dios mío, Dios mío!
También ella estaba sólo con la camisa, y los dos, casi desnudos, daban una triste impresión entre aquellos hombres vestidos con uniformes y capotes. Registraron sus ropas, el lecho, la cómoda, todos los rincones, pero no hallaron nada.
—¡Pero si yo misma llevé el revólver al escritorio!—repetía Luba automáticamente.
—¡Cállate, Luba!—ordenó el oficial.
La conocía bien, y hasta había pasado con ella dos o tres noches. Estaba seguro de que decía la verdad; pero le alegraba tanto que el asunto tomara un cariz tan afortunado, que tenía necesidad de gritar, de mandar.
—¿Cuál es su nombre?
—No lo diré. No responderé a ninguna pregunta.
—¡Naturalmente!—arguyó con ironía el oficial.
Pero se apoderó de él la angustia. Examinó durante algunos instantes a aquel hombre casi desnudo, a Luba, que temblaba con todo su cuerpo, la habitación toda, y comenzó a dudar.
—¡Quizá no sea él!—dijo al oído de uno de los espías—. ¡Es tan extraño esto!...
Pero el otro hizo un signo afirmativo con la cabeza.
—No; es él; sólo que se ha quitado la barba. Le he conocido por los pómulos.
—Sí, es verdad; tiene pómulos de bandido.
—Y mire usted sus ojos; por esos ojos le habría reconocido entre mil personas.
—Sí, tiene unos ojos... Enséñeme la fotografía.
El oficial examinó la fotografía largo tiempo. Representaba un joven muy hermoso y elegante, con una larga barba y una mirada tranquila y clara. En cuanto a los pómulos, no se le veían.
—¡Mira, aquí no hay pómulos!
—Porque están escondidos bajo la barba.
—Sí, pero... Mira esa cara... ¿Bebe él quizá?
—No, esos no beben nunca—dijo con una sonrisa irónica el espía, un hombre delgado con una pequeña perilla que abusaba demasiado del alcohol.
—Sé que no beben, pero aun así...
El oficial se acercó al terrorista.
—Escuche usted: ¿era usted el que tomó parte en el asesinato de...?
Pronunció respetuosamente el nombre de un alto dignatario muy conocido.
Pero el otro no respondió. Se sonreía y balanceaba uno de sus pies desnudos y peludos.
—¡Hay que responder cuando se pregunta!
—Déjele, no responderá. Esperemos al oficial de gendarmes y al procurador. Ellos sabrán hacerle hablar.
El oficial rió, pero estaba visiblemente de mal humor.
—Y tú, Luba, ¡nombre de Dios! ¿Por qué no le denunciaste inmediatamente?...
—Pero puesto que yo...
El oficial le dió a Luba dos bofetadas.
—¡Atrapa eso! ¡Yo te enseñaré a esconder gentes peligrosas!
El terrorista hizo un movimiento.
—¿No le gusta esto, joven?—dijo el oficial, que le menospreciaba cada vez más—. ¡Tanto peor! Habrá usted cubierto de besos. a esta puerca, y nosotros...
Y añadió un juramento cínico. Los agentes de policía tuvieron una sonrisa de confusión. Pero lo que era extraño, Luba sonrió también. Miraba benévolamente al viejo oficial como si admirara su buen humor y su alegría. Desde la entrada de la policía no había mirado al terrorista ni una sola vez, traicionándole ingenua y francamente. El lo comprendía y guardaba silencio, sonriendo con la sonrisa extraña de una piedra.
A la puerta se veían mujeres medio desnudas. Entre ellas estaban las que pocas horas antes habían estado en la habitación. Le miraban indiferentes, con una curiosidad estúpida, como si le vieran por primera vez. Lo habían olvidado todo.
Se las echó pronto de allí.
Ahora el día había avanzado y en la claridad de la mañana la habitación era todavía más repugnante. Dos oficiales que habían pasado la noche en la casa entraron, vestidos y lavados ya.
—No, señores, no puedo permitirlo—protestó débilmente el viejo oficial de policía.
Pero los otros no le hicieron caso, se acercaron y se pusieron a examinar al terrorista y a Luba, cambiando sus observaciones despreocupadamente.
—¡Es guapo!—dijo uno de ellos, el más joven, el que había invitado a Luba a bailar. Tenía hermosos dientes blancos, bigote cuidado y ojos tiernos de jovencita. El terrorista le inspiraba un profundo disgusto y hacía muecas como si fuera a romper a llorar.
—¡Qué vergüenza! ¡Qué horror!—repetía.
—¡He aquí un anarquista!—dijo el otro oficial de más edad—. Os gustan las muchachas lo mismo que a nosotros, viejos pecadores...
—Pero ¿por qué diablos ha entregado usted el revólver en el escritorio?—decía el joven—. Al menos se podía usted haber defendido. Todavía comprendo que haya usted venido a esta casa... Eso le puede suceder a cualquiera... Pero ¿por qué no se guardó usted el revólver? ¿Qué dirán sus camaradas? Figúrese usted—añadió volviéndose a su colega—, tenía una browning y una veintena de balas. ¡Es verdaderamente estúpido!
El terrorista, con una sonrisa burlona, miraba desde lo alto de su nueva y terrible verdad al joven oficial y balanceaba con indiferencia su pie desnudo. No tenía la menor vergüenza de su desnudez, de sus pies sucios. Aunque se le hubiera llevado a una gran plaza, en medio de una multitud de hombres, mujeres y niños, habría permanecido con la misma tranquilidad, balanceando su pie y sonriendo.
—¡Estas gentes no tienen vergüenza!—dijo el viejo oficial de policía mirando con severidad al terrorista—. Les ruego, señores, que no le hablen. Tenemos instrucciones formales...
Pero en el cuarto han entrado otros oficiales mirando, cambiando observaciones. Uno de ellos que conocía al oficial de policía le tendió la mano. Luba coqueteaba con los recién venidos.
—Figúrense ustedes—refirió el joven—que te nía una browning con una veintena de balas... ¡Es idiota! Yo no lo entiendo.
—¡Tú no lo comprenderás jamás!
—¡Y, sin embargo, no son cobardes!...
—¡Tú eres un idealista!...
El viejo oficial de policía, que les escuchaba sonriéndose, se aproximó de pronto al terrorista, se plantó ante él y gritó, poniendo los ojos muy furiosos:
—¿No le da a usted vergüenza? ¡Póngase al me nos los pantalones! Le están mirando unos señores oficiales... ¡Esto es un héroe! ¡Con una prostituta! ¿Qué dirán tus camaradas? ¡Canalla!...
Luba escuchaba con el cuello extendido. Había allí tres verdades diferentes: el viejo policía borracho y deshonesto; una mujer perdida, turbada por los relatos de otra vida llena de heroísmos y de sacrificios, y él. Las palabras insultantes del viejo policía le turbaron visiblemente; se diría que hasta había querido responder, pero acabó por conservar su sonrisa enigmática.
Poco a poco los oficiales fueron saliendo; los agentes de policía se habían acostumbrado a aquella habitación y a aquellos dos seres humanos medio desnudos, y permanecían tranquilos y flemáticos. Su jefe pensaba tristemente en que no se podría acostar, pues se habría de pasar el día entero en el puesto de policía.
—¿Puedo vestirme?—preguntó Luba.
—No.
—Es igual; puedes seguir así.
El viejo oficial no la miraba. Ella se volvió hacia el terrorista y susurró algo a su oído. El alzó los ojos hacia ella. Entonces ella repitió:
—¡Amado mío! ¡Amado mío!
El la sonrió con benevolencia. Y esta sonrisa, que le decía que no había olvidado nada y que seguía tan bueno y tan bravo, y que estaba casi desnudo y despreciado de todos, inspiró repentina mente a Luba un amor sin límites y una cólera loca, ciega. Se puso de rodillas dando un grito y besó sus pies desnudos.
—¡Vístete, amado mío! ¡Pronto, vístete!
—¡Déjalo, Luba!—le gritó el viejo policía—. No lo merece.
Pero Luba se levantó bruscamente.
—¡Cállate, viejo crápula! ¡Es mejor que todos vosotros!
—¡Es un canalla!
—¡No, el canalla lo eres tú!
—¡Cómo!—gritó fuera de sí el viejo policía—. ¡Prendedla!
Luba lloraba de rabia.
—¡Amado mío! ¿Por qué entregaste tu revólver? ¿Por qué no has traído una bomba? Los hubiéramos a todos... a todos...
—¡Apretadle a ésa el gaznate!
Ahogada, sofocada, en silencio, luchaba la mujer contra el policía intentando morderle los dedos. El policía, torpe, que no tenía costumbre de luchar con mujeres, pretendía tirarla al suelo. En el corredor se oían ya voces numerosas, chocar de espuelas de los gendarmes. Se oía también la voz de barítono, seductora, dulce, del oficial de gendarmes. Se diría que era un cantante que hacía su entrada en escena y que ahora iba a empezar la verdadera representación.
El viejo oficial de policía se disponía a recibir a sus jefes.