Cuadro segundo

Un cuadro extremadamente triste, que dé idea de la situación trágica de los maridos despojados. Es muy posible que llueva, que haga mucho viento, que las nubes negras encapoten el cielo; pero no es menos posible que todo esto no sea sino imaginación. De un modo o de otro, el paisaje debe corresponder al trágico estado de alma de los pobres maridos.

A ambos lados de la escena, los sabinos, en dos grupos simétricos, se dedican a la gimnástica. Mientras hacen ejercicios variados, murmuran: «Quince minutos de ejercicio diarios, y estaréis como una manzana.» En medio, en un largo banco, están sentados los maridos con hijos, y cada uno tiene un niño en brazos. Están tristemente cabizbajos, y todo en su actitud manifiesta una desesperación estilizada.

Durante largo rato no se oye sino el cuchicheo de los gimnastas; «Quince minutos de ejercicio diarios», etc.

Entra Anco Marcio, enseñando una carta.


Marcio.—¡He aquí la dirección, señores sabinos! Hemos recibido la dirección de nuestras mujeres. ¡La dirección, señores, la dirección!

Voces ahogadas.—¡Escuchad, escuchad! Se ha recibido la dirección.

(Marcio saca del bolsillo una campanilla y la agita.)

—¡Silencio, señores, silencio!

Marcio.—¡Señores sabinos! La historia no podrá reprochamos ni la lentitud ni la indecisión. Ni lentitud ni indecisión entran en el carácter de los sabinos, a cuyo temperamento arrebatado, impulsivo, apenas ponen coto la experiencia y la prudencia. ¿Recordáis, maridos despojados, adónde fuimos a parar la mañana memorable que siguió a la terrible noche durante la cual esos bandidos robaron, de una manera abominable, a nuestras desgraciadas mujeres? ¿Recordáis adonde nos llevaron nuestras piernas veloces, devorando el espacio, apartando todos los obstáculos y alborotando toda la región? ¿Recordáis? (Los sabinos guardan silencio.) ¡Vamos, señores sabinos, un pequeño esfuerzo de memoria!

Una voz tímida.—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

(Los sabinos siguen silenciosos y pendientes de los labios de Marcio.)

Marcio. (Con énfasis.)—Bueno, voy a refrescar vuestra memoria: corrimos a la agencia de informaciones para enterarnos de dónde se hallaban nuestras mujeres. Por desgracia, esta institución arcaica no lo sabía aún, y nos dió... la antigua dirección de aquéllas. Y durante una semana entera la agencia estuvo dándonos, como si se burlase de nosotros, la misma antigua dirección. Al fin nos dió este terrible informe: «Partieron sin dejar señas.» Pero no quedamos contentos con esta gestión. ¿Recordáis, señores sabinos, lo que hicimos por añadidura? (Los sabinos guardan silencio.) He aquí una exposición sucinta, pero elocuente, de lo que hemos hecho en los diez y ocho meses que han transcurrido desde la desaparición de nuestras pobres mujeres: hemos publicado anuncios en los periódicos, prometiendo una recompensa a quien nos indique dónde se encuentran; hemos consultado a los astrólogos, que han tratado noches y noches, contemplando los astros, de encontrar la dirección apetecida...

—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

Marcio. (Dirigiendo una mirada de reproche al que le ha interrumpido.)—Hemos matado millares de gallinas, patos y gansos para examinar sus entrañas y adivinar así la ansiada dirección. Todos nuestros esfuerzos han sido vanos. Los dioses todopoderosos no han querido coronarlos de éxito. Las estrellas a que nos hemos dirigido sólo nos han contestado una cosa: «Partieron sin dejarse ñas.» ¡Sí, sin dejar señas! (Los sabinos lloran.)

—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

Marcio.—Sí, señores sabinos, es una respuesta bien extraña por parte de los astros. Pero continúo con orgullo la exposición de lo que hemos hecho. ¿Recordáis, señores sabinos, en qué se hallaban ocupados nuestros sabios juristas mientras los astrólogos consultaban las estrellas? (Los sabinos guardan silencio.) ¡Vamos, un pequeño esfuerzo de memoria! En estas condiciones, es difícil hablar. Estáis ahí como estatuas, sin decir esta boca es mía. ¡Bueno, recordad, os lo ruego!

—¡Proserpinita querida!

Marcio.—¡Dejadnos en paz con vuestra Proserpina! Bueno, señores sabinos, voy a ayudaros a recordar. Decidme, ¿para qué os dedicáis a la gimnástica?

Una voz tímida en el fondo.—Para tener los músculos fuertes.

Marcio.—¡Muy bien! ¿Y para qué necesitamos tener los músculos fuertes? ¡Responded!

Otra voz tímida.—Para pegarnos.

Marcio.—(Levantando con desesperación los brazos al cielo.)—¡Oh, dioses! ¡Para pegarnos! ¿Y quién dice eso? Un sabino, un amigo de las leyes, un puntal del orden, un modelo, único en el mundo, de lealtad. Me dan vergüenza las palabras que acaban de ser pronunciadas. Cuadrarían en boca de un bandido romano que roba las mujeres ajenas.

—Proserpinita...

Marcio.—¿Queréis no fastidiarnos más con vuestra Proserpina? Se trata aquí de una cuestión de principios... Veo, señores, que la espantosa pérdida ha eclipsado vuestra memoria, y voy a refrescar vuestros recuerdos. Tenemos necesidad de músculos fuertes para poder llevar, el día en que al fin conozcamos la dirección de nuestras mujeres y de sus raptores, los pesadísimos volúmenes del código civil, las colecciones de las leyes y las resoluciones del Senado, así como los cuatrocientos tomos escritos con motivo de nuestro asunto por los sabios juristas, en los que se prueba, con una claridad meridiana, la ilegalidad del acto que los romanos cometieron. No echéis en olvido, señores sabinos, que nuestra única arma es la ley, nuestro derecho y nuestra conciencia tranquila. Demostraremos a los romanos, sin que haya lugar a duda alguna, que son unos raptores, y a nuestras pobres mujeres, que fueron raptadas de un modo por completo ilegal. Hasta el Cielo se estremecerá de indignación. Y—¡congratulaos, señores sabinos!—ahora, por fin, podemos acometer nuestra gran empresa, porque tenemos la dirección exacta. ¡Miradla!

(Blande la carta. Los sabinos se empinan sobre las puntas de los pies para ver mejor.)

Marcio.—¡Miradla! Una carta certificada que firma «Un raptor arrepentido». El autor dice en ella que tiene remordimientos de conciencia por su mala acción; jura que no raptará ya más mujeres, y pide perdón humildemente. La firma no es legible; sobre ella hay una gran mancha, que proviene, sin duda, de las lágrimas derramadas sobre el papel por el autor arrepentido. Entre otras cosas, escribe que nuestras pobres mujeres tienen destrozado el corazón.

—¡Proserpinita querida!

Marcio.—¡Pero escuchadme! ¡Me interrumpís a cada palabra con vuestros lamentos! Haceos cargo de que vuestra Proserpina es cosa secundaria cuando se trata del triunfo del derecho. Mientras los demás nos disponemos a la gran batalla en pro del derecho y la justicia—batalla en que acaso perdamos la vida—, vos sólo pensáis en vuestra Proserpina. En nombre de la honorable asamblea, condeno vuestra conducta... ¡Bueno, señores, preparémonos! ¡Acatad mis órdenes! ¡Alineaos en filas regulares! ¡Pero más aprisa, vamos! ¡Eh, cuidado, os dicen que os volváis a la derecha y os volvéis a la izquierda! Y ya es hora de que distingamos entre la izquierda y la derecha.

(Coge por un hombro al sabino que se ha equivocado y empieza a enseñarle.)

Marcio.—Para saber dónde está la derecha, volved la cara al Norte... O no, la cara al Sur y la espalda al Este. ¡Así no! ¡Lo hacéis precisamente al revés! ¡Qué fastidio! Seguid a vuestros vecinos... Ahora, señores, si alguno de vosotros lleva cortaplumas, que lo tire. Los mondadientes también. Nada que pueda suscitar ideas de violencia. ¡Ningún arma contundente ni cortante! Nuestra arma es el derecho y la conciencia pura. Ahora, que cada uno tome un volumen de leyes y otro de estudios jurídicos. ¡Así! ¡Las trompetas al frente! Tocad la marcha de los maridos despojados. ¡Adelante! Pero no olvidéis cómo hay que avanzar. ¿Lo habéis olvidado?

(Los sabinos no responden.)

Marcio.—Bueno, os lo recordaré: dos pasos al frente y un paso atrás. Dos pasos al frente y un paso atrás. Con los dos primeros pasos expresamos nuestra firme voluntad, el ardor arrebatado de nuestras almas, el deseo irresistible de dar cima a nuestra empresa; mientras que el paso atrás manifiesta nuestra sensatez y nuestra prudencia. Al darlo, damos, por decirlo así, prueba de nuestra lealtad, de nuestro propósito de obrar con moderación. La historia, señores, no conoce saltos. Y no hay que olvidar que en este momento la historia, esa justiciera implacable, está personificada en nosotros. Tocad la marcha.

(Las trompetas empiezan a tocar, ora en tono mayor y solemne, ora lanzando quejas y gemidos. Los sabinos avanzan del modo indicado por Marcio: dos pasos al frente, un paso atrás. De esta suerte atraviesan lentamente la escena y desaparecen entre bastidores. Se sigue oyendo largo rato los acordes de la marcha lúgubre.)

TELÓN

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