Cuadro tercero

La escena del primer cuadro. El aspecto es ya menos inculto. Ante una de las chozas hállase, en pie, el romano Escipión en una postura perezosa. Sale de entre bastidores el ejército sabino, que avanza gravemente, dos pasos al frente, un paso atrás. Al advertir su presencia, el romano se anima un poco y los mira con curiosidad; pero la monotonía de su marcha le cansa; empieza a bostezar, se despereza y se sienta, flemático, en una piedra.

A una señal de Anco Marcio, las trompetas cesan de tocar.


Marcio. (Gritando con desesperación.)—¡Alto, señores sabinos! ¿Os detenéis o no?

(Se detienen bruscamente,)

Marcio.—¿Os detenéis o no? ¡Dios mío, no es fácil atajar un torrente que se precipita hacia el mar! ¡Al fin os habéis detenido! Ahora, obedeced. ¡Atrás los trompetas! ¡Adelante los profesores! Los demás que sigan en su lugar, sin moverse.

(Los trompetas retroceden. Los profesores avanzan. Los demás se quedan como paralizados.)

Marcio.—¡Señores profesores, preparaos!

(Los profesores arman unos pupitres portátiles, y sobre cada uno de ellos colocan un grueso volumen; todos a la vez abren su libro respectivo ruidosamente, lo que produce la impresión del disparo de una batería. Escipión se anima de nuevo y contempla con curiosidad todos estos preparativos.)

Escipión.—¿De qué se trata, señores? ¿Podría yo quizá seros útil? Pero si se trata de un circo, debo advertiros que el coliseo no está terminado todavía.

Marcio. (Con frialdad.)—¡Cállate, innoble raptor! (Dirigiéndose a los suyos.) ¡Al cabo, señores sabinos, estamos a punto de conseguir el objeto que perseguimos! Tras nosotros queda un largo camino de privaciones, de hambre, de soledad; ante nosotros se presenta una batalla única en la historia humana. Animaos, dominaos, calmaos; contened la cólera sagrada que rebosa en vuestros corazones y esperad tranquilos el fatal desenlace. ¿Recordáis lo que os ha traído aquí?

(Los sabinos guardan silencio.)

Marcio.—¡Recordadlo! Creo que no ha sido por dar un paseo por lo que hemos venido con esos pesados libros. ¿Con qué objeto hemos venido aquí? ¡Decidlo!

Escipión.—¡Verdaderamente, señores, debéis responder cuando se os pregunta!

Marcio. (A Escipión.)—¡Figuraos que no he podido, en todo el camino, sacarles una sola palabra!

Escipion.-¿Es posible?.

Marcio.—¡Palabra de honor! Toda paciencia es poca para aguantar a estos imbéciles. Parecen mudos.

Escipión.—Os compadezco de todo corazón.

Una voz.—¡Proserpinita mía! ¿Dónde estás?

Marcio. (Con nerviosidad.)—¡Silencio! En se guida vamos a reclamar la devolución de nuestras mujeres, y guay de los raptores si su conciencia no ha empezado ya a remorderlos. ¡Les impondremos el respeto a la ley! ¡Eh, tú, raptor innoble! ¡Llama a tus innobles camaradas y prepárate a rendir cuenta de tu acto abominable!

Escipión.—Voy a llamar a mi mujer.

(Se dirige a su cabaña y grita: «¡Cleopatrita mía, sal un momento; han venido a verte!» Sale de entre bastidores Pablo Emilio, y, al reconocer a los sabinos, grita lleno de júbilo):

—¡Los maridos han llegado! ¡Levantaos, señores romanos de la antigüedad! ¡Los maridos han llegado!

(Se lanza sobre Marcio, y llorando de alegría le abraza efusivamente. Marcio parece asombradísimo. Pablo Emilio recorre la escena gritando con voz jubilosa):

—¡Los maridos han llegado!

(Van apareciendo romanos, restregándose los ojos, y ocupan el lado derecho de la escena. Marcio, en una actitud belicosa, espera que todos los roma nos estén reunidos.)

El grueso romano.—¡Por la cabeza de Baco, he dormido como la primera noche después de la fundación de Roma! ¿Qué espantajos son ésos?

—¡Silencio, son los maridos!

El grueso romano.—¿De veras? ¡Dios mío, qué sed tengo! ¡Proserpinita mía, dame un poco de sidra!

Una voz tímida.—¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás?

El grueso romano.—¿Qué diablos quiere éste? ¡Llama también a mi mujer!

—¡Silencio, es su marido!

El grueso romano.—¡Ah, sí, no me acordaba ya! ¡Cielos, qué sed tengo! Me bebería un lago entero, sobre todo con la cenita que me dieron anoche. ¡Si supierais, señores romanos, qué bien guisa mi Proserpina! ¡Es toda una artista!

—¡Silencio!

El grueso romano.—Bueno, he soñado esta noche que la Roma fundada por nosotros se desmoronaba. Casa por casa, piedra por piedra...

—¿Por qué no vienen nuestras mujeres? Tienen una visita, y la cortesía más elemental exige que salgan.

—Probablemente estarán vistiéndose.

—¡Qué coquetas son! Lo lógico sería que no se emperejilasen mucho para sus antiguos maridos, y, sin embargo... ¡No, no comprenderé nunca la psicología femenina!

El grueso romano.—¡Cielos, qué sed tengo!

Y esos sabinos parece que están petrificados... Se los tomaría por ídolos de piedra. ¡Si al menos tocasen algo con sus trompetas!

—¡Mirad, se mueven!

Marcio.—¡Señores romanos! Ahora, que nos encontramos frente a frente, espero que no intentaréis escaparos y nos daréis una respuesta clara y franca. ¿Recordáis, señores romanos, el delito que cometisteis la memorable noche del veinte al veintiuno de abril?

(Los romanos se miran, confusos, y no contestan.)

Marcio.—¿Lo recordáis o no? ¿Vosotros también os habéis olvidado de todo? No puedo continuar mientras no hagáis memoria.

(El grueso romano cuchichea, asustado, a su vecino: «Quizá lo recuerdes tú, Agripa. Debe de ser algo muy grave.» «No, no lo recuerdo.» Los demás romanos también se preguntan unos a otros y se encogen de hombros sin comprender nada.)

Marcio. (Con tono solemne.)—Bueno, señores romanos, voy a refrescaros la memoria. ¡Escuchad! La noche del veinte al veintiuno de abril se cometió el mayor crimen de la historia humana: unos malhechores, que nombraré luego, raptaron a nuestras mujeres, las bellas sabinas.

(Los romanos se acuerdan y parecen encantados.)

—¡Sí, es verdad!

—¡Completamente exacto!

—¡Justamente, el veinte de abril por la noche!

—¡Vaya una memoria!

—¡Qué talento, Dios mío!

Marcio.—¡Los raptores innobles fuisteis vosotros, señores romanos! No se me oculta que trataréis de justificaros, de negar los hechos, de desnaturalizar las normas jurídicas, recurriendo a todo linaje de sofismas, como es uso y costumbre entre los refractarios a las leyes. Pero estamos dispuestos a rebatir, uno por uno, vuestros argumentos mendaces. ¡Señores profesores, manos a la obra!

(El profesor que se encuentra más cerca de los espectadores comienza a leer con voz monótona, fuera del tiempo y del espacio.)

—Los crímenes contra la propiedad. Volumen primero, primera parte, primer capítulo, primera página. El robo en general. En la edad antigua, aun más antigua que la actual, cuando las aves y los insectos revoloteaban sin temor bajo los rayos del sol y no se conocía aún el crimen...

Marcio.—¡Escuchad! ¡Escuchad!

Escipión.—¿No habría modo de abreviar un poco?

Marcio.—No, no es posible.

Escipión.—Pues se dormirán.

Marcio.—¿Creéis?

Escipión.—¡Claro! Están ya dando cabezadas, y cuando se hallan en tal estado, su comprensión es nula. Si pudierais empezar por el final, por decirlo así... Tened la bondad de decirnos lisa y llanamente a qué habéis venido.

Marcio.—¡Extraño modo de concebir una discusión jurídica! Pero, puesto que no estáis habituados a discutir seriamente, os diré en dos palabras de lo que se trata: queremos demostraros que no os asiste el derecho de raptar a nuestras mujeres; que sois, señores romanos, unos raptores, y que, pese a vuestros esfuerzos y a vuestros sofismas jurídicos, no lograréis nunca justificar vuestro innoble acto. ¡Hasta el Cielo se indignará escuchando nuestra requisitoria!

Escipión.—Permitid, amigo mío. No tenemos, en modo alguno, la intención de justificarnos. Nos apresuramos a deciros que tenéis razón que os sobra.

Marcio.—¿Cómo? ¿Para qué hemos venido entonces?

Escipión.—¡Qué sé yo! Acaso hayáis venido por gusto de dar un buen paseo.

Marcio.—¡No no! ¡Hemos venido con el propósito de demostraros!... ¡Es muy extraño todo esto! ¿Confesáis, pues, que sois raptores?

Escipión.—Desde luego. Somos raptores; tenéis razón que os sobra para llamárnoslo.

Marcio.—Pero acaso no estéis por completo convictos. En ese caso, el señor profesor se encuentra dispuesto... ¿No es verdad, señor profesor?

Escipión.—¡No, no! No vale la pena. Estamos por completo convictos. Decidle, señores romanos, que estáis de acuerdo con él, porque, de lo contrario, va a comenzar de nuevo.

Numerosas voces.—¡Estamos de acuerdo! ¡Completamente de acuerdo!

Marcio.—¿De veras? Entonces no lo entiendo.

Escipión.—Y, sin embargo, es muy sencillo.

Marcio.—Aquí hay algún error. Pero, en fin, ya que insistís... ¡Señores sabinos, congratulaos! Los culpables confiesan sus crímenes. Sin más que ver nuestros preparativos para la batalla de derecho, experimentan remordimientos de conciencia. Sólo nos toca ahora, una vez cumplido nuestro deber sagrado, volver la espalda y regresar a nuestra casa...

Una voz tímida.—¿Cómo? ¿Y mi Proserpinita?

Marcio.—¡Ah, sí! Tenéis razón, compañero; me había expresado mal. Señores romanos, he aquí una lista detallada y exacta de nuestras mujeres; tened la bondad de entregárnoslas. Naturalmente, sois responsables, según la ley, de todo lo que...

(En este momento aparecen las mujeres sabinas. Todos los ojos se vuelven hacia ellas.)

Marcio.—¡He aquí nuestras mujeres! Señores sabinos, dominaos. Os suplico que contengáis vuestros impulsos amorosos mientras no está arreglada la cuestión jurídica. Dos pasos al frente, un paso atrás; no olvidéis que es nuestra divisa. (Luego dirigiéndose a las mujeres: ¡Salud, mujeres sabinas! ¡Buenos días, querida Cleopatra!

(Las mujeres ocupan el centro de la escena. Tienen los ojos bajos, su actitud es modesta, aunque llena de dignidad.)

Cleopatra. (Sin alzar los ojos.)—Si habéis venido para hacernos reproches, no los merecemos. Hemos resistido largo tiempo a los raptores y sólo hemos cedido a la fuerza. Os juro, querido Anco Marcio, que no he cesado de verter lágrimas pensando en vos.

(Llora, lo mismo que las demás sabinas.)

Marcio.—Cálmate, Cleopatra; han confesado ya que son raptores. ¡Tomemos, pues, a nuestros penates, Cleopatra!

Cleopatra. (Siempre con los ojos bajos.) —Temo que nos hagáis reproches. Además, estamos ya tan habituadas a este paraje... ¿Verdad, Marcio, que son preciosas estas montañas?

Marcio.—No te entiendo, Cleopatra; ¿a qué viene ahora el hablarme de las montañas?

Cleopatra.—Os enojáis; pero os aseguro, Marcio, que no somos culpables. Harto he llorado ya recordándoos. ¿Qué más queréis? ¿Que continuemos llorando? ¡Todo lo que queráis! Queridas amigas, les parece que no hemos llorado bastante; complazcámoslos. ¡Lloremos, queridas amigas! ¡Os amo tanto, Marcio! (Las mujeres prorrumpen en sollozos.)

Escipión.—¡Querida Cleopatrita, cálmate! En el estado en que te encuentras, el ponerte así puede hacerte daño. (Dirigiéndose a Marcio.) Bueno, señor, ¿habéis oído? Lo mejor que podéis hacer es volveros por donde vinisteis. Y tú, Cleopatra, vete a la cama. Yo mismo prepararé la comida.

Marcio.—¡Permitid! ¿Por qué habláis de la comida? Cálmate, Cleopatra; aquí hay un error. Por lo visto, no te haces cargo de que has sido ilegalmente raptada.

Cleopatra. (Llorando.)—Ya veis: tenía yo razón al decir que ibais a hacernos reproches. Escipioncito, déjame el pañuelo.

Escipión.—¡Tómalo, querida!

Marcio.—¡Permitid! No comprendo por qué se habla aquí de un pañuelo, cuando se trata...

Cleopatra. (Sin dejar de llorar.)—¡No digo!... Ahora va a armarme un escándalo a propósito del pañuelo. ¿Cómo voy a secarme las lágrimas... que derramo por vos? ¡Es cruel, Anco Marcio! ¡Sois un verdadero monstruo!

(En este momento, casi todos lloran: las sabinas, los sabinos y hasta muchos romanos.)

Una voz.—¡Proserpinita querida!

Marcio.—¡Calmaos, señores sabinos! ¡Dominaos! Voy a arreglarlo todo. Aquí hay un error jurídico. La desgraciada mujer no se da cuenta de que es víctima de estos innobles raptores. Vamos a probárselo. ¡Señores profesores, manos a la obra!

(Los profesores se preparan. El pánico se apodera de los romanos. Escipión coge de la mano a Cleopatra.)

Escipión.—¡Confiesa, confiesa! Si no, va a comenzar de nuevo. ¡Dios nos libre!

Cleopatra.—No tengo nada que confesar. Soy víctima de una calumnia.

Marcio.—¡Señor profesor, estamos esperando!

Escipión.—¡Date prisa, te lo suplico! ¡Confiesa! ¡Oh, Júpiter, ya abre la boca! Esperad, señores sabinos: confiesa. Tapadle la boca a vuestro profesor, puesto que confiesa.

Cleopatra.—Bueno, confieso. (A las demás mujeres.) Vosotras también, queridas amigas, ¿verdad?

Escipión. (Con apresuramiento.)—Todas, todas confiesan. El asunto está arreglado.

Marcio. (Sin comprender una palabra.)—Permitid. Así, pues, Cleopatra, ¿reconoces que tú y las demás mujeres sabinas fuisteis raptadas durante la noche del veinte al veintiuno de abril? ¿No es eso?

Cleopatra.—¡Ya lo creo! ¡Desde luego no nos fugamos solas!

Marcio.—No, veo que no comprende todavía. Señor pro...

Cleopatra.—¡Esto es demasiado, Marcio! Permitisteis que nos robasen, no nos defendisteis, nos abandonasteis cobardemente, y ahora nos acusáis de habernos venido, gustosas, con los romanos. Yo declaro, Marcio, que fuimos robadas, raptadas del modo más innoble. Podéis leer el relato de nuestro rapto en cualquier manual de historia, amén (Solloza.) del diccionario enciclopédico.

Escipión.—¡Vamos, vamos! ¡Tapadle la boca al profesor!

(Pero la boca del profesor continúa abierta. El pánico aumenta entre los romanos. Algunos huyen.)

Marcio.—Todo se arregla, pues; reconocen que fueron raptadas. Hemos logrado nuestro objeto. Hasta el Cielo se indigna de tal crimen. ¡Vámonos, por tanto, a nuestros penates, Cleopatra!

Cleopatra.—¡No quiero ir a los penates!

Las demás mujeres.—¡No queremos ir a los penates! ¡Abajo los penates! ¡Nos quedamos aquí! ¡Nos insultan, quieren raptarnos! ¡Salvadnos! ¡Defendednos!

(Los romanos, blandiendo las armas, se interponen entre los sabinos y las mujeres. Poco a poco hacen retroceder a éstas hasta el foro. Lanzan a los sabinos miradas amenazadoras.)

Voces romanas.—¡A las armas, ciudadanos! ¡Defended a nuestras mujeres! ¡A las armas!

Marcio. (Agita la campanilla.)—-¿Qué diablos pasa aquí? ¡Se diría que quieren reñir! ¡Yo me vuelvo loco, señores sabinos!

Proserpina. (Acercándose a los sabinos, y con acento persuasivo.)—Calmaos. Dejadme hablar a Marcio.

Una voz tímida.—¿Eres tú, Proserpinita querida?

Proserpina.—Sí, soy yo, amigo mío. ¿Cómo te va?... Venid aquí, Marcio. No temáis nada. ¿Os habéis percatado de que ni Cleopatra, ni yo, ni ninguna de las demás mujeres, queremos irnos con vosotros? Creo que está bien claro.

Marcio.—¡Cómo! Yo me vuelvo loco. No puedo vivir sin mi Cleopatra. Es mi mujer legítima. ¡Todo lo legítima posible! ¿Creéis que no querrá seguirme?

Proserpina.—¡Por nada del mundo!

Marcio.—¿Qué voy a hacer entonces? Como la amo, no puedo vivir sin ella. (Llora.)

Proserpina.—Calmaos, Marcio. (En voz baja.) Me dais lástima, y voy a deciros en secreto el único medio que os queda.

Marcio.—¿Cuál es?

Proserpina.—Llevárosla a la fuerza.

Marcio.—¿Y creéis que así me seguirá?

Proserpina. (Encogiéndose de hombros.)—Si os la lleváis a la fuerza, se verá forzada a seguiros.

Marcio.—¡Pero eso sería innoble! Me aconsejáis que cometa un acto de violencia, a mí, que tengo un concepto tan elevado del derecho. Ya veo que, a vuestro entender, el derecho está por debajo de la fuerza. ¡Oh, las mujeres!

Proserpina.—Decididamente, Marcio, los dioses te crearon en un mal momento: eres demasiado tonto. Las mujeres no podemos amar sino a los hombres fuertes, audaces. ¿Crees que nos da gusto ser raptadas, robadas, reclamadas, perdidas, encontradas y vivir siempre así?

Una voz.—¡Proserpinita querida!

Proserpina.—¿Cómo te va, amigo mío? (A Marcio.) No queremos que se nos trate como un objeto cualquiera. Apenas me habitúo a un hombre, llega otro y me roba; apenas me aficiono al nuevo marido, se presenta el primero y se empeña en que me vaya con él. ¡No, Marcio! Si quieres conservar a la mujer, no la cedas a nadie; defiéndela de todo agresor, con las armas en la mano, sin retroceder ante los peligros, ante la muerte misma. Créeme, las mujeres saben apreciar tal suerte de heroísmo. Y ten en cuenta que las mujeres no traicionan sino a quienes las han traicionado antes.

Marcio.—¿Pero cómo podemos reñir con ellos? ¡Están armados, y nosotros estamos inermes!

Proserpina.—No tenéis más que armaros también.

Marcio.—Tienen músculos fuertes, mientras que nosotros...

Proserpina.—No tenéis más que fortaleceros también. ¡No, Marcio, eres terriblemente tonto!

Marcio. (Alejándose de ella.)—Y tú, mujer, estás loca. ¡Viva la ley! ¡Viva el derecho! Pueden arrebatarme brutalmente a mi mujer, pueden demoler mi casa, robar todos mis bienes; ¡yo no dejaré de conducirme conforme a la ley! El mundo entero puede burlarse de los desgraciados sabinos; ¡ellos no dejarán de respetar la ley! ¡Señores sabinos, en marcha! ¡Volvamos a nuestra casa! Llorad, derramad lágrimas, sin avergonzaros. Aunque se mofen de vosotros, aunque os tiren piedras, ¡llorad! Aunque os insulten, aunque os escupan en la cara, no dejéis de llorar, señores sabinos; debemos derramar lágrimas pensando en la ley ultrajada, en el derecho pisoteado. ¡Adelante, sabinos! ¡Trompetas, tocad la marcha fúnebre! ¡Dos pasos al frente, un paso atrás! ¡Dos pasos al frente, un paso atrás! (Las mujeres se echan a llorar.)

Cleopatra.—Espera, Marcio... ¡Un momento!

Marcio.—¡Déjame, mujer! No quiero ya nada contigo. ¡Un, dos! ¡Un, dos!

(Las trompetas tocan una marcha fúnebre. Las mujeres, llorando y gritando, pretenden lanzarse hacia sus antiguos maridos, pero se lo impiden los romanos entre carcajadas de triunfo. Sin hacer caso del llanto de las mujeres ni de la risa de los romanos, los sabinos se alejan lentamente, encorvados bajo el peso de los voluminosos temas jurídicos. ¡Dos pasos al frente, un paso atrás!)

TELÓN

N. del T.— Esta comedia es una sátira escrita contra el partido político ruso de los «cadetes» (constitucionalistas-demócratas), cuya acción se caracteriza por la indecisión, la falta de audacia y la prudencia exagerada, rayana en lo ridículo. En vez de luchar abiertamente por la libertad del pueblo, apelaban al buen sentido del gobierno, invocaban razones jurídicas y humanitarias, se conducían, en fin, como los «sabinos», tan magistralmente pintados por Andreiev en esta piececita.

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