25. La muerte

Tristán languidece en su lecho, acosado por el dolor que le produce la herida. Ningún remedio logra aliviarlo. Sólo espera la venida de Iseo: no desea otra cosa, todo lo demás le es indiferente. Ella es su única posibilidad de curación: sabe que sin ella no vivirá. Todos los días envía a sus gentes a la costa para ver si llega la nave. Muchas veces se hace llevar al borde del mar y allí permanece recostado, mirando a lo lejos para ver si la divisa: es su único pensamiento, su único anhelo y su única voluntad; todo cuanto hay en el mundo sería nada para él si Kaherdín regresase sin la reina. Unas veces espera confiado, otras le asaltan las dudas, teme que Iseo falte a su promesa y no acuda en su ayuda: entonces pide que lo lleven de nuevo al palacio, pues prefiere aprender por otro la mala noticia de que la nave regresa sin la reina.

¡Señores! ¡Escuchad la triste desventura que siempre sobrecogerá a los que saben amar: nunca destino ni amores fueron tan desgraciados! Tristán espera impaciente a Iseo. La reina querría llegar sin tardanza junto a él. La nave avanza rápidamente. Se aproxima a las costas: ya se ve tierra; todos se felicitan de la buena travesía. Kaherdín prepara la vela blanca para atarla al mástil. De repente, el cielo se oscurece, el aire se turba y se levanta un gran viento del sur que azota por medio a la vela. La nave interrumpe su marcha y gira sobre sí misma. Los marineros corren a barlovento y cambian de dirección a la vela: por más que deseen avanzar tienen que cambiar de rumbo y retroceder. El tiempo empeora, aumenta la tempestad, la lluvia y el granizo caen sobre la cubierta, las olas agitadas por el viento se alzan hasta el cielo para hundirse después en el abismo. El huracán se desencadena, rompiendo obenques y bolinas. Los marineros abaten la vela, toman los remos y navegan de bolina, luchando contra las olas y el viento. La chalupa que habían echado al agua al divisar la costa vuela en pedazos. Tan violenta es la tormenta que los más experimentados marineros no logran mantenerse en pie. Todos se desesperan y lamentan. La angustia y el temor atenazan sus miembros. En vano intenta Kaherdín calmar a sus hombres. Iseo llora y se atormenta:

—¡Ah! ¡Dios no quiere que viva para ver a mi amigo Tristán! Quiere que me ahogue en este mar. Tristán, si pudiera hablar contigo una última vez, no me importaría morir después. Amigo, cuando os anuncien mi muerte no podréis tener consuelo y el dolor, unido a vuestra debilidad, hará que no podáis encontrar curación. ¡Si Dios quisiera que yo pudiera llegar hasta vos os curaría! No me importa morir, sólo me entristece y atormenta saber que mi muerte os priva del único socorro que podríais tener. Pero al saberlo moriréis. Tal es nuestro amor: no puedo sufrir sin que vos sintáis dolor, no puedo morir sin que perezcáis ni vos sin que yo muera. Amigo, pero si he de morir desearía hacerlo en vuestros brazos y compartir vuestra tumba. ¡Mi deseo se verá frustrado! Pereceré en el mar y nadie escapará al naufragio para poderos informar. Dulce amigo, seguiréis viviendo y esperando mi llegada. Tal vez después de mi muerte, si lograseis curaros, llegaseis a olvidarme y a solazaros con otra mujer.

¡Mas no! ¡Dios permita que volvamos a vernos y que yo os pueda curar o que muramos juntos en una misma agonía!

Así gemía la reina mientras duró la tempestad. Más de cinco días estuvo el mar agitado. Luego cesó el viento, el cielo se despejó y el mar se calmó. Los marineros izaron la vela blanca y singlaron velozmente. Kaherdín ve las costas de Bretaña. Todos se alegran abordo. Alzan muy alta la vela para que puedan ver de lejos su color: ese día se cumplía el plazo de cuarenta días que Tristán le había dado. Sube el calor, el viento desaparece: el mar permanece inmóvil. La nave no puede avanzar en ninguna dirección, salvo cuando las olas la arrastran. No existen botes, pues perecieron en la tormenta. Intentan ganar la costa, aun zigzagueando, pero la nave no avanza. Iseo se desespera.

Allá en la costa Tristán aguarda la llegada de la nave. Se lamenta y suspira, llora y se retuerce en el lecho. La herida va minando sus fuerzas. Se siente morir por culpa del veneno y del deseo insatisfecho de ver llegar a Iseo. En medio de su angustia y de su dolor, su esposa se acerca a él: en su corazón ha maquinado una terrible venganza.

—Amigo —le dice—. Kaherdín regresa: he visto su bajel que navega con gran dificultad. ¡Dios quiera que os traiga nuevas que puedan reconfortaros!

—Amiga, ¿estáis segura de que es su nave? Decidme qué vela enarbola.

—La vela es negra. La han izado bien alta para aprovechar mejor el poco viento que hay.

Tristán sintió un profundo dolor. Se volvió hacia la pared y murmuró:

—¡Dios salve a Iseo y me salve! Puesto que no queréis venir a mí, moriré por vuestro amor. No puedo prolongar más mi vida: por vos muero, Iseo, bella amiga. No habéis tenido piedad de mi mal, pero mi muerte os afligirá. Amiga, me consuela pensar que lloraréis mi muerte.

Tres veces murmuró «Iseo, amiga» y a la cuarta rindió su espíritu.

Todos lloran en palacio a Tristán. Los caballeros, sus compañeros de armas, hacen gran duelo. Tristes son las lamentaciones. Lo quitan del lecho y lo recuestan sobre una sábana de seda rayada y lo cubren con una rica tela bordada en oro.

El viento se ha levantado sobre el mar. Hincha la vela y empuja la nave hacia la costa. Iseo salta a tierra. Oye los lamentos en las calles, escucha el doblar de las campanas de los monasterios e iglesias. Pregunta por quién se lamentan y por quién tocan las campanas. Un anciano responde:

—Señora, grande es nuestro dolor, como nunca hubo otro igual. El valiente y noble Tristán ha muerto: era generoso con los necesitados y audaz para acudir en ayuda del que sufría. Acaba de morir en su lecho de una herida que recibió.

Al conocer la noticia, el dolor corta a Iseo la palabra. La muerte de Tristán la ha enloquecido. Corre por las calles, el vestido en desorden, y llega antes que los otros al palacio. Nunca habían visto los bretones mujer tan bella: la contemplan sorprendidos, preguntándose perplejos quién puede ser y de dónde viene. Iseo llega hasta el cuerpo de su amigo. Se vuelve hacia Oriente y por él reza piadosamente.

—Amigo Tristán, cuando muerto os veo, no hay razón para que yo siga viviendo. Habéis muerto por mi amor, yo muero por cariño hacia vos. No pude llegar a tiempo para curar vuestro mal, amigo; por vuestra muerte no podré volver a tener consuelo, ni alegría, ni solaz, ni placer. ¡Maldita sea la tormenta que me retuvo en el mar! Si hubiera podido llegar a tiempo os habría devuelto la vida y os habría hablado dulcemente de nuestro amor; os habría recordado nuestro triste sino, nuestras alegrías, solaces y los sufrimientos y penas que vivimos por nuestro amor. Os habría besado y abrazado. Ya que no he podido devolveros la vida, que al menos nos reunamos en la muerte, que comparta la misma suerte que vos. Por mí habéis perdido la vida, por vos moriré como amiga fiel.

Se extiende junto a él. Lo abraza, lo besa en la boca y en el rostro, lo estrecha contra sí, cuerpo contra cuerpo, boca contra boca. Rinde así el alma y se extingue junto a su amigo. Iseo muere por amor a Tristán.

Cuando llegó al rey Marcos la noticia de la muerte de los amantes y supo por Brangel que Tristán había amado a Iseo por la virtud del filtro, a pesar de su voluntad, rompió en lamentos con gran dolor:

—¡Dios! —decía—, ¿por qué no he sabido esta aventura? ¡Yo habría podido remediarlo y Tristán nunca habría tenido que alejarse de mí! ¡Ahora los he perdido a los dos!

Atravesó el mar y vino a Bretaña. Hizo preparar dos ataúdes finamente labrados y los llevó en su nave hasta Tintagel. En la capilla del monasterio, a la derecha y a la izquierda del ábside, hizo levantar sus tumbas. Por la noche, de la tumba de Tristán surgió una viña que se cubrió de hojas y ramas verdes. Sobre la tumba de Iseo creció un hermoso rosal de una semilla traída por un pájaro salvaje; las ramas de la viña pasaban por encima del monumento y abrazaban el rosal, mezclando sus flores, hojas y racimos con los capullos y las rosas. Y los antiguos decían que estos árboles enlazados habían nacido de la virtud del filtro y eran símbolo de los amores de Tristán e Iseo, a quienes la muerte no había podido separar.

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