24. Tristán herido

Tristán regresó a Bretaña, donde fue recibido con alegría por Kaherdín. Los dos llevaban una vida agradable con sus amigos y vasallos. Salían de caza e iban a justas y torneos por los alrededores del país. La fama de su valentía y generosidad crecía por toda la región. Cuando no asistían a lides, galopaban por el bosque hasta la sala de las imágenes, donde se recreaban contemplando los retratos de sus amigas y se desquitaban de sus largas noches solitarias.

Un día habían salido de caza y al regresar por la landa vieron acercarse del lado del mar a un caballero que galopaba sobre un corcel blanco, ricamente armado con escudo de oro, lanza, pendón y emblema enzunchado de vero. Era Tristán el Enano. Venía en busca de ayuda contra Estolt de Castel Fer que había raptado a su dama. Tristán pide sus armas y marcha con él. Se acercaron a la plaza fuerte del raptor y dejaron sus caballos en la linde de un tupido bosque. Estolt era fuerte y temible. Tenía seis hermanos, todos ellos reputados de valientes, atrevidos y buenos guerreros. Dos de ellos volvían de un torneo: Tristán y su compañero los sorprendieron, los desafiaron y lucharon contra ellos hasta dejarlos muertos. Un tercer hermano que por allí pasaba alertó con sus gritos a las gentes del país y los del castillo salieron a combatirlos. La lucha fue dura y fiera; los dos amigos se defendieron como buenos caballeros y no cesaron hasta dar muerte a todos los hermanos. Pero Tristán el Enano sucumbió en la batalla y Tristán recibió una herida en la cadera, grave y profunda, de una espada emponzoñada. Él mismo se vengó de la herida y mató al que se la había causado.

Con grandes esfuerzos logra llegar hasta el castillo. Vienen los físicos que limpian y curan sus heridas, pero ninguno conoce remedio contra el veneno: cogen hierbas, muelen y trituran raíces, fabrican pociones mas nada logra curarlo. Tristán empeora: el veneno se esparce por su cuerpo hinchándolo; su piel ennegrece, sus fuerzas flaquean, los huesos se le señalan bajo la piel. Comprende que su vida se acaba y que morirá si nadie logra socorrerlo. Sólo la reina Iseo podría curarlo si estuviera a su lado como curó antaño la herida que había recibido del Morholt. Mas Tristán no puede ya soportar las fatigas de la travesía y teme volver a un país donde tantos enemigos tiene. Y la reina no puede venir. Tristán sufre al pensar que no tiene salvación. Languidece. Le atormenta el olor nauseabundo que se desprende de la herida infectada y el veneno que poco a poco se va apoderando de su cuerpo. Manda llamar a Kaherdín; dice que desea hablarle a solas y hace salir a todos de la habitación. Iseo, la de las Blancas Manos, observa sorprendida y se pregunta en su corazón qué desea hacer Tristán. ¿Acaso quiere abandonar el mundo para hacerse monje o canónigo? Mientras un hombre de su confianza vigila, pega el oído a la pared que linda con el lecho de Tristán y desde fuera escucha la conversación.

Tristán se incorpora con gran esfuerzo y se apoya contra la pared. Kaherdín se sienta a su lado. Ambos lloran: lamentan su buena amistad y su amor que tan pronto se verán quebrados. Hacen gran duelo por su próxima separación.

—Amigo —le dice Tristán—. Estoy en país extranjero sin pariente ni amigo, salvo tú. Si estuviera en mi país, mi mal podría curar, pero aquí nadie puede aliviarlo: por eso perderé la vida. Sólo la reina Iseo puede curarme: ella conoce remedios que podrían salvarme y si supiera mi estado me ayudaría. Pero, amigo, no sé cómo darle a conocer mi mal. Sólo tú puedes ayudarme: si pudiera enviarle un mensajero, ella acudiría a socorrerme. Por eso te pido, en nombre de nuestra amistad, que me hagas este servicio. Por el amor que sientes por mí y por la fe que juraste cuando Iseo te dio a Brangel, acepta ser mi mensajero. Te prometo que si por mí te pones en camino, siempre te estaré agradecido y nunca dejaré de hacer nada que pudieras pedirme.

Kaherdín, conmovido por sus lágrimas, sus lamentos y su desesperación, le responde con afecto:

—Compañero, no llores. Haré lo que deseas. No me importa afrontar los más temibles riesgos ni una aventura de muerte para lograr tu curación. No existen peligros ni obstáculos que puedan retenerme ni impedir que cumpla tus deseos. Dime cuál es el mensaje y me aprestaré para el viaje.

—Gracias, amigo —responde Tristán—. Lleva este anillo: es el signo por el que Iseo sabrá que vas de mi parte. Llegarás a la corte disfrazado de mercader, te acercarás a la reina y harás que vea el anillo: ella inventará un pretexto para hablarte a solas. Salúdala de mi parte y dile que de ella depende mi curación, que moriré si no viene en mi ayuda. Explícale mi mal. Recuérdale la dicha y el placer que conocimos en otro tiempo, día y noche, las penas y las tristezas, las alegrías y dulzuras de nuestro amor leal y verdadero. Dile que piense en cuando curó mi herida, en el filtro que juntos bebimos en el mar: en él estaba nuestra muerte, nunca más conocimos sosiego. Recuérdale los sufrimientos que me causó su amor: por ella sacrifiqué mi familia, mi tío el rey y su corte; fui expulsado vilmente y exiliado a países extraños. Tanto he sufrido penas y trabajos que apenas si me quedan fuerzas, apenas si vivo. Pero nada ni nadie pudo vencer nuestro amor ni nuestro deseo. Háblale de la promesa que nos hicimos al despedirnos cuando me entregó este anillo: me pidió que, dondequiera que fuera, nunca amase a otra mujer. Siempre fui fiel a esta promesa y nunca conocí amor por dama alguna, ni siquiera por tu hermana. Pídele, por la fe que me debe, que venga en mi ayuda. ¡Así sabré que me ama! Poco valdría cuanto hizo por mí si ahora no acude en mi socorro. Débil sería su amistad si me traicionase en estos momentos. ¿De qué me serviría su amor si me abandona en mi aflicción? De poco habrá servido la dicha que me dio si no me ayuda contra la muerte. Amigo, márchate con presura y regresa en cuanto puedas: cuarenta días te doy de plazo. No digas a nadie el motivo de tu viaje. Toma mi nave y lleva dos velas: una blanca y una negra. Si Iseo te acompaña, a tu regreso iza la vela blanca; si no viniera, la negra. Nada más tengo que decirte, amigo. ¡Que Dios te acompañe y te traiga sano y salvo! Tristán suspira, llora y se lamenta. Kaherdín lo abraza y se despide de él, los ojos llenos de lágrimas. Prepara su viaje. Con el primer viento favorable se hace a la mar. Levantan anclas, izan las velas, navegan a contracorriente con suaves brisas; quiebran las olas, atraviesan las aguas de mares profundos. Llevan ricas mercancías: cendales, ciclatones, costosas telas de seda, paños de extraños colores, vajilla fina de Tour, vinos del Poitou y aves de España. A plena vela navegan hacia Cornualla. Veinte días con sus veinte noches duró la travesía.

Ira de mujer es de temer y todos deben guardarse de ella, pues allí donde más haya amado, más prestamente se vengará. Rápida es para el amor, más aún para el odio; más dura en ella el rencor que la amistad. Sabe moderar el amor, pero no el odio mientras dura su enfado. Iseo, las de las Blancas Manos, había escuchado la conversación del otro lado de la pared. Descubre el amor de Tristán por la reina, le irrita pensar que lo amó mientras él pensaba en otra, entiende por qué no logró con él ninguna de las alegrías que esperaba. Finge no haber oído nada, pero conserva todo en su corazón y espera la ocasión propicia para vengarse de la persona a la que más ama en el mundo.

Como todos los días, entra en la habitación de Tristán. Oculta cuidadosamente su ira y lo sirve con rostro sonriente. Le habla con dulzura, lo besa y abraza, le da muestras de gran amor. Pero su corazón, dominado por la ira, maquinaba su venganza.

Kaherdín prosigue su viaje hasta llegar al puerto de Tintagel. Allí desembarca. Pone sobre su puño un azor, toma una tela rica de extraño color y una copa finamente tallada con relieves de niel y las ofrece al rey Marcos, pidiéndole su salvoconducto para poder comerciar libremente en su reino. El rey le otorga su protección delante de toda la corte. Se acerca a la reina para mostrarle sus mercancías y le ofrece un alfiler de oro y piedras preciosas.

—Señora, ved este oro —le dice.

Nunca había visto Iseo alfiler más hermoso. Kaherdín retira de su dedo el anillo de Tristán y lo coloca al lado del broche.

—Mirad, señora, este oro es más pálido que el del anillo que, sin embargo, es muy bello.

Al ver el anillo, la reina reconoce a Kaherdín: el corazón le da un vuelco, palidece y deja escapar un suspiro de angustia. ¿Si le trajera malas noticias de Tristán? Con el pretexto de comprar el anillo llama aparte a Kaherdín: de este modo burla hábilmente a los que la vigilan.

—Señora —le dice Kaherdín—, Tristán me envía a vos pues está en gran necesidad: sólo vos podéis librarlo de la muerte. Sufre una mortal herida de una espada emponzoñada que ningún médico ha sido capaz de curar. Os pide, por el amor y lealtad que le debéis, que vayáis a socorrerlo. Recordad vuestro amor y las penas y alegrías que os deparó. Pensad en los sufrimientos que por vos soportó Tristán. No olvidéis la promesa que le hicisteis cuando, al separaros, le entregasteis el anillo. Señora, compadeceos de él pues sin vos no podrá curar.

Iseo, angustiada, rompe a llorar. Llama a Brangel, le confía la causa de su tristeza y le pide consejo. Juntas preparan su marcha. Esa misma noche, la reina se levantó cuando todos dormían. Salió en silencio de su cámara. Llamó a Brangel y ambas pasaron las murallas del castillo por un postigo. Llegaron a la costa donde un bote las esperaba para conducirlas a la nave. Izan las velas, levantan el ancla, el viento es favorable: todos se alegran de navegar tan rápido hacia Bretaña.

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