2. El Morholt de Irlanda

En aquellos tiempos Cornualla debía pagar a Irlanda, cada cinco años, un tributo deshonroso. La costumbre se había impuesto tras una guerra desgraciada cuando Marcos era todavía un niño. Reinaba entonces en Irlanda Gormón, hombre poderoso y fuerte, temerario en la guerra, ávido de riquezas y victorias, despiadado para sus enemigos. Había acrecentado su poder y su renombre al tomar por esposa a la hermana del más fiero y temido barón que nunca existió, el Morholt. Por su tamaño descomunal, su altura que alcanzaba la de cuatro hombres, la fuerza de sus músculos, la anchura de sus hombros, más parecía gigante que hombre. Se había enfrentado con reyes poderosos, había conquistado grandes dominios y reunido gran haber y nunca había sido derrotado. Tal era su fama y su fiereza que ningún barón osaba arriesgar su cuerpo luchando contra él. El rey Gormón le había encomendado recoger el tributo de los diversos países a los que había sojuzgado sin que, hasta el momento, nadie hubiera logrado sacudir tan duro yugo. A la entrada de mayo, cuando se cumplía el término de los cinco años, el Morholt se hacía a la mar en dirección a Tintagel para reclamar los trescientos jóvenes y las trescientas doncellas, todos de quince años, que debían ser entregados.

Un gran clamor se levantó en la ciudad al llegar la noticia de que una nave irlandesa había arribado al puerto. Las gentes gritaban por las calles. Damas y caballeros hacían duelo y decían a sus hijos: «Hijos, ¡en mala hora nacisteis y en mala hora os engendramos si habíais de ser esclavos en Irlanda! ¡Más os valdría que se abriese la tierra y os engullese en su seno antes que ser siervos en tierra extraña! Mar, ¿cómo consentiste que la nave llegase al puerto y no la hiciste perecer entre tus olas?». Corría de boca en boca que pronto se echarían las suertes para saber quiénes serían conducidos como esclavos a Irlanda.

El rey Marcos había enviado sus cartas selladas y sus mensajeros para convocar a todos los barones de su reino. Desde días atrás había perdido su alegría: pasaba el tiempo encerrado en la cámara real, pensativo y taciturno. Nada lograba distraerlo: ni tablas, ni dados, ni ajedrez, ni juglares con sus bellos sones, ni aves de cetrería o grandes monterías.

El Morholt llegó a la sala abovedada en la que Marcos estaba reunido con sus barones. Su voz retumbó en la cámara:

—Rey Marcos, mi señor, el rey Gormón de Irlanda, me envía a recoger el tributo que debes satisfacer cada cinco años. En el plazo de dos días reunirás los trescientos jóvenes y las trescientas doncellas que embarcarán en mi nave para llevarlos como siervos a Irlanda. Si alguno de tus barones, de igual nobleza que yo, osase declarar que mi señor levanta este tributo contra todo derecho y justicia, yo lo desafío a luchar conmigo en la isla de San Sansón, a pocas leguas de aquí.

Cabizbajos y avergonzados, los barones callaban. Se reprochaban su cobardía, sin atreverse a entrar en lid contra el Morholt. Señores, ¿quién habría sido lo suficientemente audaz o temerario como para medir sus armas contra el poderoso barón cuya sola vista espantaba? ¡El oprobio caiga sobre todos ellos! Contemplaban su espada que tantas cabezas de intrépidos campeones había hecho rodar. ¿De qué serviría tentar a Dios aceptando reto tan desigual? Los barones se miraban los unos a los otros. ¡Ni uno sólo osó afrontar al fiero irlandés ni aceptar su reto para liberar a Cornualla de tan infamante servidumbre!

Tristán escuchaba las palabras del Morholt y pensaba en remediar esta infamia. Se acercó en secreto a Governal y le dijo:

—Maestro. Ningún caballero se atreve a medirse con el irlandés para defender la libertad de Cornualla. Si tú accedes, yo lo haré: si venzo conquistaré gran renombre, si perezco no tendría oprobio muriendo a manos de tan temible guerrero.

—Hijo —contestó Governal suspirando—, nadie logró nunca derrotar al Morholt y tú eres aún muy joven para enfrentarte con un adversario tan poderoso.

Tanto insistió Tristán que Governal tuvo que acceder. Tristán se acercó a su tío y arrodillándose a sus pies le dijo:

—Señor, durante varios años os serví con lealtad. Os pido que me concedáis el don de librar la batalla y devolver la libertad a vuestro reino. ¡Que no puedan decir los irlandeses que este país sólo está habitado por siervos!

En vano intentó Marcos hacerle desistir de su propósito. Tristán era joven e intrépido: no le amedrentaba la fuerza del gigante de Irlanda.

Al segundo día volvió el Morholt a la sala, convencido de que, como en veces anteriores, se habían echado suertes e iban a entregar a los jóvenes. Al verlo Tristán se levantó y lo interpeló:

—Señor, nunca este tributo fue pagado por justicia, sino por fuerza y oprobio. Estoy dispuesto a combatir cuerpo a cuerpo con vos para defender mis palabras y probar con las armas que las gentes de Cornualla son libres y no están sometidas a los irlandeses.

Fijaron las condiciones de la lucha, que tendría lugar al tercer día. El irlandés exigía que el campeón fuese de igual nobleza que él. En medio de la asamblea preguntó el nombre y el origen del muchacho extranjero. Poco sabía el rey mismo del joven por el que sentía una profunda amistad. Mientras todos callaban esperando su respuesta, Tristán permaneció unos instantes en suspenso y luego dijo en voz alta:

—Señores, mi origen no es menos noble que el del Morholt de Irlanda. Rivalín, rey de Leonís, me engendró. El rey Marcos es mi tío y mi nombre es Tristán.

El rey Marcos se levantó, lleno de alegría al ver que su favorito era su sobrino, pero angustiado al pensar que había accedido a una lucha tan desigual. Governal avanzó hacia él.

—Rey Marcos —le dijo—, Tristán ha dicho la verdad. Mirad el broche que antaño disteis a vuestra hermana Blancaflor como regalo nupcial. Roald el Feguardante, mariscal de mi señor, me lo entregó para que un día pudierais reconocerlo.

Marcos tomó el broche y comprobó que era el que había dado a su hermana cuando, tras sus bodas, embarcó en el puerto de Tintagel. Era de oro, labrado con piedras preciosas y llevaba grabadas las armas de Leonís y de Cornualla.

Al amanecer el tercer día, se armaron los combatientes. Governal vistió a Tristán con una loriga de acero colado, cubrió sus piernas de grebas de hierro, enlazó su yelmo, fijó a sus pies las espuelas de oro y lo revistió del escudo. El rey Marcos le ciñó la espada y le entregó un corcel bien enjaezado. Luego lo abrazó encomendándolo a Dios. Entre tanto las gentes del Morholt armaron a su señor.

Los cornualleses escoltaron a Tristán hasta la marina donde habían preparado dos barcas: en cada una de ellas embarcaría uno de los combatientes con sus monturas. El Morholt tomó el primero una barca, ató al mástil una rica vela de púrpura, cogió el remo y se dirigió a la isla. Atracó la barca a la orilla mientras Tristán tocaba tierra y con el pie empujaba la suya hacia el mar.

—¿Qué haces?, joven insensato —le dijo el irlandés—. ¿No ves que el mar arrastra tu barquilla?

—Morholt —respondió Tristán—, sólo uno de los dos regresará con vida: una barca será suficiente.

El Morholt contemplaba conmovido la juventud y valentía de su adversario. Le ofreció su amistad y grandes riquezas si desistía del combate, arrepentido de matar a tan buen caballero. Pero Tristán no podía acceder si no lograba devolver a Cornualla su libertad y eximirla del deshonroso tributo.

Montaron en sus corceles. El Morholt se cubrió con el escudo, bajó la lanza, espoleó su montura y la empujó contra Tristán que lo recibió lanza en ristre, el cuerpo cubierto por el escudo. Tan fuerte fue el choque que las lanzas volaron en pedazos y los dos caballeros cayeron a tierra heridos. Se incorporaron y, sacando la espada, prosiguieron el combate. El Morholt era fuerte y robusto como nunca se vio hombre igual. Tristán esquivaba diestramente sus golpes y le replicaba con valor. Allá en la orilla los cornualleses batían palmas en señal de duelo mientras que los irlandeses, sentados ante sus tiendas, reían festejando ya su victoria segura. Tristán blandió la espada y asestó sobre la cabeza de su adversario tan duro golpe que le hendió el yelmo, atravesó el almófar y la cofia y un pedazo de su espada quedó clavada en la cabeza del gigante. Enfurecido, el Morholt logró alcanzar con su espada el costado izquierdo de Tristán, hiriéndole en la cadera. El esfuerzo y la herida hicieron sucumbir al gigante, que cayó a tierra muerto. Tristán embarcó y se dirigió hacia la costa. Era la hora de nona cuando los cornualleses vieron aparecer a lo lejos la vela púrpura del irlandés: «El Morholt», exclamaron y un clamor de angustia y aflicción resonó en la playa. De repente, en la cresta de una ola, pudieron apreciar al caballero que se erguía en la proa: era Tristán. Todas las barcas volaron a su encuentro. Los jóvenes se tiraban al mar para recibirlo. Tristán saltó a la playa: las madres se arrodillaban a su paso y besaban sus calzas.

—Señores irlandeses —gritó a los compañeros del gigante—, el Morholt luchó con todas sus fuerzas hiriéndome duramente. Pero su cuerpo quedó en la isla. ¡Id a recogerlo y decidle a vuestro rey que éste es el tributo de los cornualleses!

Las gentes de Tintagel los despidieron entre gritos de alborozo, risas y algaradas: «¡Marchaos y nunca más piséis nuestras costas! ¡En mala hora acudisteis a Cornualla!».

En medio de los cantos de alegría, del tañido de las campanas, de la algarabía de trompas y bocinas, llegó Tristán hasta el rey que había salido a su encuentro. Entonces se desplomó en sus brazos mientras la sangre brotaba de sus heridas.

Los hombres del Morholt regresaron a Irlanda. Antaño, cuando el Morholt abordaba en el puerto de Weiseforte, se alegraba al ver a sus hombres reunidos que lo aclamaban. La reina Iseo, su hermana, y su sobrina, Iseo la Brunda, una muchacha de catorce años bella como el alba al apuntar el día, acudían a su encuentro. La reina y su hija conocían la virtud de cada planta y preparaban bálsamos y brebajes capaces de curar todas las heridas y de reanimar a los enfermos en los que ya aparecía el color de la muerte. Mas ¡de qué servirían ya sus recetas mágicas, sus filtros, sus ungüentos y las hierbas recogidas a la hora propicia! El Morholt yacía muerto, cosido a una piel de ciervo, el fragmento de la espada de Tristán aún clavado en su cráneo. Condujeron el cadáver al castillo. Los caballeros acudieron a su encuentro. Las gentes se lamentaban: «¡Por nuestro mal se reclamó el tributo!», decían. La rubia Iseo lavó el cadáver y extrajo de su cabeza el pedazo de acero que guardó en una arqueta de marfil, tan preciosa como un relicario. Inclinada sobre el cadáver, repetía sin fin el elogio del muerto, lloraba y maldecía al joven asesino, el tributo y las tierras de Cornualla. Su duelo se unía al de su madre y al de todo el pueblo. Ese día, Iseo la Brunda aprendió a odiar el nombre de Tristán de Leonís.

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