3. El viaje a la aventura

Entretanto en Tintagel los criados del rey Marcos habían conducido a Tristán a una bella cámara, adornada con tapices preciosos y hermosas pinturas. Acudieron los más prestigiosos médicos del reino. Le dieron brebajes de hierbas diversas, le pusieron ungüentos y bálsamos; pero, a pesar de todos sus esfuerzos, no pudieron curar la herida que había recibido en la cadera. Comprendieron que el Morholt lo había atacado con una espada emponzoñada y que nada podían sus pócimas y remedios contra el veneno. La herida empeoraba: supuraba una sangre negra y corrompida. Tal era su hedor que ni parientes ni amigos podían resistir su compañía, salvo el rey Marcos, su fiel ayo Governal y Dinas de Lidán. Al conocer su estado, los barones decían entristecidos: «Tristán, amigo. ¡Caro comprasteis la libertad de Cornualla!», y lamentaban su juventud y valentía que tan mal fin habían de tener.

La angustia y el dolor impedían a Tristán encontrar reposo. Rechazaba todo alimento. De día en día disminuían sus fuerzas. Su rostro se volvió pálido, su cuerpo adelgazó: nadie que lo hubiera conocido antes podría reconocerlo. Pidió al rey que lo llevasen a una pequeña cabaña junto a la costa allí, recostado ante el mar que había traído al Morholt, esperaba la muerte.

Un día que se entretenía mirando los acantilados que se extendían más allá del puerto, pensó buscar remedio en un país lejano, allende el mar, donde tal vez encontrase curación su herida. Llamó a Governal y lo envió al rey rogándole que acudiese a su lado. Marcos escuchó los deseos de su sobrino achacándolos a delirio. Pero Tristán persistía en su propósito y al final el rey accedió a preparar una barquilla con alimentos y un tonel de agua dulce. Cuando estuvo aparejada, lo llevaron hasta ella. Tristán se hizo a la mar en la nave, sin más compañía que su arpa. Governal empujó la barquilla con sus brazos temblorosos. El rey contempló, con lágrimas en los ojos, cómo Tristán se alejaba, arrastrado por las olas, en la barca sin vela ni remos.

Siete días y siete noches navegó sin rumbo por las aguas. Entretenía su tristeza tocando el arpa. Al fin, las olas lo empujaron hacia la costa. Esa noche, unos pescadores que habían salido del puerto para echar las redes oyeron una dulce melodía que parecía surgir de las aguas. Escucharon sorprendidos y, con los primeros rayos del alba, descubrieron la barquilla errante. «Una música celestial —se decían— rodeaba la nave de San Borondón cuando bogaba hacia las Islas Afortunadas por el mar más blanco que leche». Remaron hasta aproximarse a la nave que iba a la deriva: no parecía existir vida en ella salvo los sones del arpa. Al alcanzarla descubrieron a Tristán, recostado sobre su lecho, el arpa entre las manos. Lo vieron tan pálido y enfermo que se compadecieron y lo llevaron hasta el puerto, donde la reina y su hija podrían curarlo. Tristán les preguntó qué tierras eran y en qué reino había abordado. ¡Por desgracia aquel país era Irlanda! ¡Las olas lo habían empujado hacia el puerto de Weiseforte donde yacía, en el campo de los muertos, el Morholt y donde la reina Iseo deseaba su venganza! Tristán se sobresaltó al pensar que alguno de los compañeros del Morholt pudiera reconocerlo.

Los pescadores lo condujeron ante el rey, y contaron su extraordinaria habilidad con el arpa. El rey quiso informarse de su nombre y procedencia:

—Señor —le respondió—, mi nombre es Tantrís. Soy un juglar y embarqué en una nave de mercaderes; viajaba hacia España, donde pensaba aprender el arte de leer en las estrellas; los piratas nos abordaron, robaron cuanto encontraron y mataron a todos los hombres. Sólo yo logré escapar, malherido, en esta barquilla que me ha traído a tu reino. Durante días y noches anduve a la merced de las olas salvajes que me empujaron hacia estas costas.

Todos lo creyeron. Ninguno de los compañeros del Morholt pudo reconocer en él al joven caballero que había luchado en la isla de San Sansón: el veneno de la herida había ennegrecido su tez y deformado sus rasgos. El rey ordenó que fuese albergado en una casa, hizo disponer un buen lecho y pidió a su hija que curase al pobre juglar herido.

Iseo la Rubia, que había aprendido de su madre la virtud de las hierbas, los sortilegios, las pócimas y ungüentos, abrió su herida, quemó la carne muerta, la hizo sangrar y retiró el veneno que aún quedaba en ella. Luego lo curó con bálsamos medicinales. En pocos días mejoró la herida y Tristán inició a Iseo en el arte de componer trovas, pastorelas, lays y de tocar el arpa y la rota.

Al cabo de cuarenta días la herida se había cerrado y Tristán había recuperado su aspecto. Recordó a su tío, que lo esperaba sin tener noticias suyas, y a su fiel ayo Governal y, pues temía que alguien pudiera reconocerlo y vengar en él la muerte del Morholt, se despidió del rey, de la reina y de la rubia Iseo. Embarcó en la nave de un mercader que atracó en Tintagel de paso hacia Francia. Marcos y toda su corte lo recibieron con grandes muestras de alegría y todos se maravillaron al escuchar el relato de su viaje y de su curación.

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