Examen de varias opiniones acerca de la felicidad

Hay una infinidad de cosas que es muy difícil juzgar con acierto. Mas hay una cuestión respecto de la que parece ser muy di-fícil formar opinión y que está al alcance de todos, que es la de saber cuál es el bien que debe escogerse en la vida, y cuya posesión llenaría todas nuestras as aspiraciones. Hay mil accidentes que pueden comprometer la vida del hombre, como las enfermedades, los dolores, la intemperie de las estaciones, y, por consiguiente, si desde el principio se pudiera escoger, evitaríamos, indudablemente, todas estas pruebas. Añadid a esto la vida que el hombre pasa mientras está en la infancia, y pre-guntad si hay un ser racional que quiera pasar una segunda vez por semejante situación.

Hay muchas cosas que no producen placer ni dolor, o que, si proporcionan placer es un placer vergonzoso, y tal, que valdría más no existir que vivir para experimentarlo. En una palabra, si se reuniese todo lo que los hombres hacen, y todo lo que padecen sin que su voluntad tenga en ello participación, ni pueda proponerse con ello un fin preciso, y a esto se añadiese una duración infinita de tiempo, no hay uno que para tan poca cosa prefiera vivir a no vivir. El solo placer de comer, y aun los del amor, con exclusión de todos que el conocimiento de las cosas y las percepciones de la vista o de los demás sentidos pueden procurar al hombre, no bastarían para que prefiera la vida nadie que no estuviera absolutamente embrutecido y degradado.

Es cierto que si se hiciera tan innoble elección no habría ninguna diferencia entre un bruto y un hombre, y el buey que se adora tan devotamente en Egipto, bajo el nombre de Apis, tiene todos estos bienes con más abundancia y goza mejor de ellos que ningún monarca del mundo. En igual forma no podría quererse la vida por el simple plarer de dormir, porque decid-me: ¿Qué diferencia hay entre dormir desde el primer día hasta el último durante miles de años, y vivir como una planta? Las plantas sólo tienen esta existencia inferior, la misma que tienen los niños en el claustro materno; porque desde el momento que son concebidos en las entrañas de su madre permanecen allí en un perpetuo sueño.

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Todo esto nos prueba, evidentemente, nuestra ignorancia y nuestro embarazo, cuando tratamos de saber qué felicidad y qué bien real hay en la vida. Se cuenta que Anaxágoras, como le propusieran todas estas dudas y le preguntaran por qué el hombre prefería la existencia a la nada, respondió: "Es para poder contemplar los cielos y orden admirable del universo." El filósofo creía que el hombre obraba bien al preferir la vida teniendo tan sólo en cuenta la ciencia que se puede adquirir durante elle.

Pero todos los que admiran la felicidad de un Sardanápalo, de un Smindiride el Sibarita, o cualquier otro personaje famoso que no ha buscado en la vida otra cosa que continuas delicias, colocan la felicidad únicamente en los goces. Hay otros que no dan la preferencia a los placeres del pensamiento y de la sabiduría, ni a los del cuerpo, sobre las acciones generosas que inspira la virtud; y se ve a algunos intentarlas con ardor, no sólo cuando pueden proporcionar la gloria, sino también en los casos en que nada pueden influir en su reputación.

Pero en cuanto a los hombres de Estado consagrados a la po lítica, los más de ellos no merecen verdaderamente el nombre que se les da, no son realmente políticos, porque el verdadero político sólo busca las acciones bellas por sí mismas, mientras que el vulgo de los hombres de Estado sólo abrazan este géne-ro de vida por codicia o por ambición.

Se ve, pues, conforme a lo que se acaba de decir, que, en general, los hombres reducen la felicidad a tres géneros de vida: la vida política, la vida filosófica y la vida de goces. En cuanto al placer relativo al cuerpo y a los goces que él procura, se sa-be sobradamente lo que es, como y por qué medios se produce.

Por consiguiente, es inútil indagar lo que son estos placeres corporales. Pero puede preguntarse con algún interés si contribuyen o no a la felicidad y cómo contribuyen. Admitiendo que hayan de mezclarse en la vida algunos placeres honestos, se puede preguntar si son éstos los que habrán de mezclarse: y si es una necesidad inevitable aceptarlos en cualquier otro concepto, o bien si hay aún otros placeres que puedan mirarse con razón como un elemento de felicidad, y que procuren goces po-sitivos a la vida, sin limitarse a descartar de ella el dolor.

Estas cuestiones las reservaremos para más tarde.

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Estudiemos, por lo pronto, la virtud y la prudencia, y diga-mos cuál es la naturaleza de ambas. Examinaremos si ellas son elementos esenciales de la vida buena y honrada, directamente por si mismas o por los actos que obligan a ejecutar, puesto que se las considera siempre como elementos componentes de la felicidad, y si no es ésta la opinión de todos los hombres sin excepción, es, por lo menos, la de todos los que son dignos de alguna estima.

El viejo Sócrates creía que el fin supremo del hombre era conocer la virtud, y consagraba sus esfuerzos a indagar lo que son la justicia, el valor y cada una de las partes que constituyen el conjunto de la virtud. Desde su punto de vista tenía ra-zón, puesto que creía que todas las virtudes eran ciencias, y que se debía en el mismo acto conocer la justicia y ser justo, en la misma forma que aprendemos la arquitectura o la geometría, y en el mismo acto somos arquitectos o geómetras.

Estudiaba la naturaleza de la virtud sin cuidarse de cómo se adquiere ni de qué elementos verdaderos se forma. Esto se verifica, en efecto, en todas las ciencias puramente teóricas. La astronomía, la ciencia de la naturaleza, la geometría, no tienen absolutamente otro fin que conocer y observar la naturaleza de los objetos especiales de que se ocupan estas ciencias, lo cual no impide que estas ciencias, indirectamente, puedan sernos

útiles para una infinidad de necesidades.

Pero en las ciencias productivas y de aplicación, el fin a que se dirigen es diferente de la ciencia y del simple conocimiento que ésta da. Por ejemplo, la salud, la curación, es el fin de la medicina; el orden garantizado por las leyes u otra cosa análo-ga es el fin de la política. Indudablemente, el puro conocimiento de las cosas bellas es muy bello por sí mismo; pero, respecto a la virtud, el punto esencial y más precioso no es conocer su naturaleza, sino saber de qué se compone y cómo se practica.

No nos basta saber qué es el valor, sino que estamos obligados a ser valientes; ni lo que es la justicia, sino que debemos ser justos, a la manera que estamos obligados a mantener la salud más que a saber lo que ella es, y a poseer un buen tempera-mento mas que a saber lo que es uno bueno y robusto.

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