I

Una gloriosa ruina del Imperio

 

Hacia las tres de la tarde de un día del mes de octubre de 1844, un hombre de unos sesenta años, pero a quien todo el mundo hubiese creído mayor, andaba por el bulevar de los Italianos, con la cabeza gacha, los labios sumidos, como un negociante que acaba de hacer un excelente negocio, o como un joven contento de sí mismo saliendo del gabinete de una dama. Ésta es en París la máxima expresión conocida de la satisfacción personal en un hombre. Al divisar de lejos al anciano, las personas que van allí todos los días a sentarse en las sillas, entregadas al placer de analizar a los paseantes, dejaban todas que en su rostro se pintara esta sonrisa tan propia de la gente de París, y que dice tantas cosas irónicas, burlonas o compasivas, pero que para animar la faz de un parisiense, hastiado de todos los espectáculos posibles, exige grandes curiosidades vivientes.

Una frase bastará para comprender el valor arqueológico de aquel infeliz, y la razón de la sonrisa que se repetía como un eco en todos los ojos. Una vez preguntaron a Hyacinthe, un actor célebre por sus ocurrencias, de dónde sacaba aquellos sombreros que hacían desternillar de risa al público. «No los saco de ninguna parte, los guardo», respondió. Pues bien, entre el millón de actores que componen la gran compañía de París, hay Hyacinthes que ignoran que lo son, y que conservan en su atuendo todas las antiguallas del pasado, y que se os aparecen como la personificación de toda una época para provocar vuestra hilaridad cuando os paseáis rumiando algún amargo sinsabor causado por la traición de un ex amigo.

Aunque manteniendo en ciertos detalles de su vestimenta una fidelidad a las modas del año 1806, este paseante recordaba la época del Imperio sin constituir una caricatura exagerada. Para los observadores, estos matices convierten esta suerte de evocaciones en algo extraordinariamente atractivo. Pero este conjunto de pequeñeces exigía la atención analítica de que están dotados los expertos en ociosidad; y, para provocar la risa a distancia, el paseante debía ofrecer alguna rareza especial, de las que, como suele decirse, saltan a la vista, y que los actores se esfuerzan por conseguir, con objeto de asegurar el éxito de sus entradas en escena. Este anciano, flaco y enjuto, llevaba un spencer de color avellana sobre un frac verdoso con botones de metal blanco… Un hombre con spencer en 1844 viene a ser algo así como si Napoleón se hubiese dignado resucitar por un par de horas.

El spencer fue inventado, como su nombre indica, por un lord sin duda orgulloso de la esbeltez de su cintura. Antes de la paz de Amiens, este inglés había resuelto el problema de cubrir el busto sin necesidad de recargar el cuerpo con el peso del horrible carrick, que aún hoy se ve en los viejos cocheros de los simones; pero como las cinturas esbeltas están en minoría, en Francia la moda de lo spencer para hombres sólo tuvo un éxito pasajero, a pesar de haber sido una invención inglesa. Viendo un spencer, la gente de cuarenta a cincuenta años, con el pensamiento vestían a aquel hombre con botas de campana y unos calzones de casimir verde alfóncigo con una lazada de cintas, y se veían en el atuendo de su juventud. Las ancianas rememoraban sus conquistas. En cuanto a los jóvenes, se preguntaban por qué aquel viejo Alcibíades había cortado la cola a su paletó. Todo concordaba tan bien con este spencer que no se hubiese dudado en llamar a este paseante un hombre-Imperio, del mismo modo que se habla de un mueble-Imperio; pero sólo simbolizaba el Imperio para aquellos que habían conocido, al menos de visu, esta magnífica y grandiosa época; ya que se requería una cierta fidelidad de recuerdos en cuanto a modas. El Imperio está ya tan lejos de nosotros que no todo el mundo puede imaginárselo en su realidad galogriega.

El sombrero, inclinado hacia atrás, dejaba al descubierto casi toda la frente, con esta especie de aire fanfarrón que por aquel entonces adoptaban los funcionarios y los paisanos para responder al de los militares. Además, era un horroroso sombrero de seda de catorce francos, en la parte inferior de cuyas alas unas orejas demasiado largas y grandes habían dejado unas señales blanquecinas que el cepillo había intentado en vano hacer desaparecer. La seda, mal pegada, como siempre, sobre el molde de cartón, se arrugaba en varios sitios, y parecía estar aquejada de lepra, a pesar de la mano que cada mañana la alisaba.

Bajo este sombrero, que parecía estar a punto de caerse, se extendía una de estas caras grotescas y cómicas que sólo los chinos saben inventar para sus figurillas de porcelana. Este rostro, agujereado como una criba, en el que los hoyos producían sombras, de líneas tan acusadas como las de una máscara romana, desafiaba todas las leyes de la anatomía. La mirada no distinguía la osamenta. Donde se esperaba encontrar huesos, la carne ofrecía contornos gelatinosos, y donde las caras suelen tener huecos, en aquélla se deformaba en bultos fofos. Este rostro grotesco, aplastado en forma de calabaza, entristecido por unos ojos grises coronados por dos líneas rojas en vez de cejas, estaba presidido por una nariz a lo Don Quijote, como una llanura está dominada por un bloque errático. Esta nariz expresa, como ya Cervantes debió advertirlo, una propensión innata a esa dedicación a las grandes empresas que degenera en candidez. Pero esta fealdad tan extremadamente cómica no provocaba risas. La inmensa melancolía que afloraba a los ojos claros de aquel pobre hombre, impresionaba al burlón y le helaba la chanza en los labios. Al momento se pensaba que la naturaleza había vedado a aquel infeliz que expresara ternura, bajo pena de hacer reír a una mujer o de entristecerla. El francés permanece mudo ante esta desgracia, que le parece la más cruel de todas: ¡no poder gustar!

 

 

II

Una indumentaria como se ven pocas

 

Este hombre, tan poco dotado por la naturaleza, vestía como suelen vestir los pobres distinguidos a quienes los ricos tratan bastante a menudo de imitar. Llevaba unos zapatos ocultos por unos botines para cuya confección se había tomado por modelo los de la guardia imperial, y que sin duda le permitían usar los mismos calcetines durante bastante tiempo. Su pantalón de paño negro tenía reflejos rojizos, y en los pliegues, rayas blancas o lustrosas, que, no menos que la hechura, delataban una fecha de adquisición e hacía unos tres años. La holgura de esta ropa apenas disimulaba una delgadez debida más a la constitución física que a un régimen pitagórico; ya que aquel pobre hombre, que poseía una boca sensual de labios carnosos, mostraba al sonreír una blanca dentadura digna de un tiburón. El chaleco, también de paño negro, dejaba ver otro chaleco blanco, y bajo éste asomaba en tercera línea el borde de una almilla de punto de color rojo, trayendo a la memoria los cinco chalecos de Garat. Una enorme corbata de muselina blanca, cuyo pretencioso nudo había sido elegido por un galán para conquistar a las beldades de 1809, sobresalía tanto de la barbilla, que la cara parecía sumergirse en él como en un abismo. Un cordón de seda trenzada, imitando cabello, cruzaba la camisa, y protegía el reloj de un improbable robo. El frac verdoso, de una notable pulcritud, contaba unos tres años más que el pantalón; pero el cuello de terciopelo negro y los botones de metal blanco, recientemente renovados, demostraban un esmero doméstico llevado hasta los más ínfimos detalles.

Esa manera de sostener el sombrero en el occipucio, el triple chaleco, la inmensa corbata en la que se sumergía la barbilla, los botines, los botones de metal sobre el traje verdoso, todos estos vestigios de las modas imperiales, armonizaban con los anticuados perfumes de la coquetería de los incroyables con un no sé qué de envarado en los pliegues, de correcto y de seco en el conjunto, que olía a la escuela de David, que recordaba los frágiles muebles de Jacob. Además, a primera vista se reconocía en él a un hombre de familia distinguida, víctima de algún vicio secreto, o a alguno de estos pequeños rentistas que tienen todos los gastos tan estrictamente limitados por la escasez de sus ingresos, que un vidrio roto, un desgarrón en la ropa o la peste filantrópica de una colecta suprimen sus pequeños placeres durante un mes. Si el lector se hubiera encontrado allí, se hubiese preguntado por qué la sonrisa animaba aquel rostro grotesco cuya expresión habitual debía ser triste y fría, como la de todos los que luchan oscuramente para atender a las necesidades más primarias de la existencia. Pero al advertir la precaución maternal con la que aquel singular anciano llevaba en su mano derecha un objeto evidentemente muy valioso, bajo los dos faldones izquierdos de su doble frac, para protegerlo de choques imprevistos, y sobre todo al verle con ese aire atareado que adoptan los ociosos a quienes se hace un encargo, cualquiera hubiera sospechado de él que había encontrado algo equivalente a un perrillo faldero de una marquesa, y que iba a llevarlo triunfalmente, con la solícita galantería de un hombre-Imperio, a la encantadora dama de sesenta años que aún no sabía renunciar a la cotidiana visita de su asiduo. París es la única ciudad del mundo en donde pueden verse espectáculos semejantes, que hacen de sus bulevares un continuo teatro en el que los franceses representan gratuitamente por amor al arte.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook