III

El fin de un «Gran premio de Roma»

 

Por la figura de este hombre huesudo, y a pesar de su audaz spencer, difícilmente se le hubiera clasificado entre los artistas parisienses, especie muy peculiar, cuyo privilegio, bastante parecido al del pilluello de París, es el de evocar en la imaginación de los burgueses las jovialidades más mirobolantes, ya que se ha vuelto a poner de moda este antiguo y jocoso término. Y sin embargo este paseante era un «Gran Premio», el autor de la primera cantata que coronó el Instituto cuando se restableció la Academia de Roma, en una palabra, el señor Sylvain Pons… el autor de célebres romanzas que cantaban lánguidamente nuestras madres, de dos o tres óperas representadas en 1815 y 1816, y, además, de varias partituras inéditas. Este digno caballero había terminado siendo director de orquesta de un teatro de los bulevares. Gracias a su porte, era también profesor en varios pensionados de señoritas, y no tenía más ingresos que su sueldo del teatro y sus lecciones. ¡Dar lecciones a domicilio a esta edad! ¡Cuán tos misterios en esta situación tan poco novelesca!

Este último porta-spencer llevaba, pues, encima algo más que los símbolos del Imperio; llevaba una gran lección escrita sobre sus tres chalecos. Exhibía gratuitamente a una de las numerosas víctimas de este fatal y funesto sistema que se llama concurso, que reina aún en Francia después de cien años de no dar ningún resultado práctico. Esa prensa de las inteligencias fue inventada por Poisson de Marigny, el hermano de Madame de Pompadour, nombrado, hacia 1746, director de Bellas Artes. Ahora bien, ¡a ver cuántos artistas de genio han salido, en todo este siglo, de entre los premiados! En primer lugar, jamás ningún esfuerzo administrativo ni escolar reemplazará los milagros del azar a que se deben los grandes hombres. De todos los misterios de la generación, éste es el más inaccesible a nuestro ambicioso análisis moderno. Y luego, ¿qué pensaríamos de los egipcios, que, según dicen, inventaron unos hornos para incubar huevos de gallina, si no hubiesen dado de comer inmediatamente a los pollitos? Y sin embargo esto es lo que hace Francia tratando de producir artistas con el invernadero del concurso; y una vez obtenidos por este procedimiento mecánico el escultor, el pintor, el grabador, el músico, no se inquieta por ellos más de lo que el dandy se preocupa, al llegar la noche, por las flores que se ha puesto en el ojal. Y resulta que el hombre de talento es Greuze o Watteau, Félicien David o Pagnesi, Géricault o Decamps, Auber o David d’Angers, Eugène Delacroix o Meissonier, artistas que apenas se interesan por los grandes premios, y que han crecido al aire libre, bajo los rayos de esto sol invisible que se llama la vocación.

Enviado por el gobierno a Roma para convertirse en un gran músico, Sylvain Pons había regresado a su patria con una gran afición por las antigüedades y los objetos de arte. Entendía muchísimo de todas estas obras maestras de la mano y del pensamiento que desde hace poco se denominan con el nombre popular de «cachivaches». Este hijo de Euterpe volvió, pues, a París, hacia 1810, impenitente coleccionista, cargado de cuadros, de estatuillas, de marcos, de esculturas en marfil y en madera, de esmaltes, de porcelanas, etcétera, que, durante su estancia académica en Roma, habían absorbido la mayor parte de la herencia paterna, tanto por los gastos de transporte como por el precio de adquisición. Y había empleado del mismo modo la herencia de su madre, durante el viaje que hizo a Italia, después de esos tres años oficiales pasados en Roma. Quiso visitar con tiempo Venecia, Milán. Florencia, Bolonia, Nápoles, viviendo en cada ciudad como un soñador, como un filósofo, con la despreocupación del artista que, para vivir, cuenta con su talento como las mozas de fortuna cuentan con su belleza. Pons, durante este espléndido viaje, fue todo lo feliz que podía serlo un hombre que era todo espíritu, lleno de delicadeza, a quien su fealdad vedaba el tener éxito con las mujeres, según la frase consagrada en 1809, y a quien las cosas de la vida siempre le parecían inferiores al prototipo ideal que de ellas se había formado; pero él ya había tomado partido en esta discordancia entre el sonido de su alma y las realidades. Este sentido de la belleza, conservado puro y vivo en su corazón, fue sin duda el principio de las melodías ingeniosas, delicadas, llenas de gracia, que le valieron una reputación de 1810 a 1814. En Francia toda reputación que se funda en lo que está en boga, en la moda, en las efímeras locuras de París, produce hombres como Pons. Ningún otro país es tan severo con las cosas grandes, y tan desdeñosamente indulgente con las pequeñas. Muy pronto desbordado por la marea creciente de las armonías alemanas y de la producción rossiniana, si en 1824 Pons era todavía un músico agradable de oír y conocido por alguna de sus últimas romanzas, ¡imagínese lo que podía ser en 1831! De modo que, en 1844, año en que empezó el único drama de esta vida oscura, Sylvain Pons podía considerarse como una corchea antediluviana; los compradores de música ignoraban completamente su existencia, a pesar de que había compuesto, a muy bajo precio, la música de algunas obras que se habían representado en su teatro y en los teatros vecinos.

Por otra parte, aquel infeliz rendía tributo a los grandes maestros de nuestra época; una buena ejecución de algunos fragmentos escogidos le hacía llorar; pero su religión no llegaba al punto aquel en que frisa en manía, como ocurre con el Kreisler de Hoffmann; no hacía ninguna demostración externa, sino que gozaba interiormente, al modo de los hatchischins o de los teriaskis. El genio de la admiración, de la comprensión, la única facultad por la cual un hombre ordinario se hace hermano de un gran poeta, es tan raro en París, donde todas las ideas parecen viajeros que pasan por una posada, que debe concederse a Pons una respetuosa estima. Su fracaso puede parecer injusto, pero él mismo confesaba ingenuamente que no estaba muy fuerte en armonía; había descuidado el estudio del contrapunto; y la orquestación moderna, desmedidamente agrandada, le pareció inabordable en el momento en que, con nuevos estudios, hubiera podido figurar entre los compositores modernos, y convertirse, si no en un Rossini, al menos en un Hérold. Finalmente, encontró en los placeres de coleccionista tan vivas compensaciones al abandono de la gloria, que, si hubiese tenido que elegir entre la posesión de sus antigüedades y la fama de un Rossini, aunque cueste creerlo, Pons hubiese optado por su querida colección. El anciano músico practicaba el axioma de Chenavard el docto coleccionista de grabados de gran valor, quien pretende que sólo se puede sentir placer al contemplar un Ruysdael, un Hobbema, un Holbein, un Rafael, un Murillo, un Greuze, un Sebastián del Piombo, un Giorgione, un Alberto Durero cuando el cuadro sólo ha costado cincuenta francos. Pues no admitía una adquisición superior a cien francos; y, para que él pagase cincuenta francos por un objeto, debía tratarse de algo que valía tres mil. La cosa más bella del mundo que costase trescientos francos, para él no existía. Las ocasiones se presentaban raramente, pero poseía los tres factores del éxito: las piernas de un ciervo, el tiempo de los ociosos y la paciencia del israelita.

Este sistema, practicado durante cuarenta años, tanto en Roma como en París, había dado sus frutos. Después de haber gastado, desde su regreso de Roma, alrededor de dos mil francos por año, Pons ocultaba a todas las miradas una colección de obras maestras de todo orden, cuyo catálogo alcanzaba el fabuloso número 1.907. De 1811 a 1816, durante sus recorridos por París, había encontrado por diez francos lo que hoy se paga de mil a mil doscientos francos. Había cuadros elegidos entre los cuarenta y cinco mil que cada año se exponen en la Casa de Ventas; porcelanas de Sèvres de pasta tierna, compradas a los auverneses, esos secuaces de la Banda Negra, que traían en carretas las maravillas de la Francia de la Pompadour. En resumen, había recogido las ruinas de los siglos XVII y XVIII, haciendo justicia a los hombres de talento y de genio de la escuela francesa, estos grandes desconocidos, los Lepautre, los Lavallée-Poussin, etcétera, que crearon el estilo Luis XV, el estilo Luis XVI, y cuyas obras inspiran hoy las supuestas invenciones de nuestros artistas, que acuden incesantemente a los tesoros del Cabinet des Estampes para hacer algo nuevo haciendo hábiles imitaciones. Pons debía muchas de sus piezas a estos canjes, inefable felicidad de los coleccionistas. El placer de comprar objetos de arte no puede compararse al de cambalachear. Pons había sido el primero en coleccionar tabaqueras y miniaturas. Pero carecía de renombre entre los aficionados habituales, ya que no frecuentaba la Casa de las Ventas, ni se dejaba ver por las tiendas de los anticuarios afamados. Pons ignoraba el valor material de su tesoro.

El difunto Dusommerard, ya había intentado trabar amistad con el músico; pero el príncipe de las antigüedades murió sin haber podido penetrar en el museo Pons, el único que podía compararse a la célebre colección Sauvageot. Entre Pons y el señor Sauvageot había ciertas semejanzas. El señor Sauvageot, músico como Pons, y como él sin grandes medios de fortuna, ha obrado de la misma manera, con los mismos procedimientos, con el mismo amor por el arte, con el mismo odio contra esos ilustres ricos que forman colecciones para hacer una hábil competencia a los marchantes. Igual que su rival, su émulo, su antagonista por la posesión de todas esas obras manuales, esos prodigios de la artesanía, Pons sentía en su corazón una insaciable avaricia, el amor de un enamorado por una bella amante, y la reventa en las salas de la rue des Jeûneurs, a los golpes de martillo de los peritos tasadores, le parecía un crimen de lesa antigüedad. Él poseía su museo para disfrutarlo a todas horas, pues las almas creadas para admirar las grandes obras tienen el sublime don de los verdaderos enamorados; experimentan tanto placer hoy como ayer, y no se cansan jamás, y las obras maestras, afortunadamente, siempre son jóvenes. Y este objeto guardado tan paternalmente, debía ser uno de estos hallazgos que se llevan a casa con tanto amor, vosotros, aficionados, bien lo sabéis…

Ante las primeras líneas de este esbozo biográfico, todo el mundo va a exclamar: «¡Vaya, a pesar de su fealdad, el hombre más feliz de la tierra!». En efecto, ninguna preocupación, ningún esplín resiste al cauterio que se aplica al alma al entregarse a una manía. Todos los que no pueden beber en la que, en todas las épocas, se ha llamado la copa del placer, pueden dedicarse a coleccionar lo que sea (¡hasta pasquines se han coleccionado!), y no dejarán de encontrar en calderilla el lingote de la felicidad. Una manía es el placer que pasa al estado de idea… Sin embargo, que nadie envidie al pobre Pons, porque ese sentimiento, como todos los impulsos de este género, se basaría en un error.

Este hombre lleno de delicadeza, cuya alma vivía por una infatigable admiración por la magnificencia de las obras de la mano del hombre, esa bella lucha con las obras de la naturaleza, era esclavo de uno de los siete pecados capitales, el que Dios debe castigar menos severamente: Pons era goloso. Su escasa fortuna y su pasión por las antigüedades le obligaban a un régimen dietético tan contrario a su paladar, que el solterón, desde el principio, había resuelto el problema comiendo todos los días fuera de casa. Hay que tener en cuenta que, durante el Imperio, existía, mucho más que en nuestros días, un culto por las personas célebres, quizá a causa de su reducido número y de sus pocas pretensiones políticas. ¡Costaba tan poco convertirse en poeta, en escritor, en músico! Pons, considerado como el probable rival de los Nicolo, de los Paër y de los Berton, recibió tantas invitaciones que se vio obligado a anotarlas en una agenda, como los abogados anotan sus pleitos. Además, como correspondía a un artista, ofrecía ejemplares de sus romanzas a todos sus anfitriones, tocaba el piano en sus casas, les regalaba palcos para el Feydeau, teatro para el que trabajaba; organizaba conciertos; e incluso a veces tocaba el violín en casa de sus parientes improvisando un pequeño baile.

 

 

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