LXXVI

Donde el Gaudissart se muestra generoso

 

Gaudissart pensó que podía hacer méritos ante la joven vizcondesa Popinot y su madre, por la conclusión de aquel sucio asunto, y se dijo que llegaría el día en que sería al menos consejero de estado.

—Le toy boderes…

—Perfectamente; y ahora veamos. Para empezar, tenga —dijo el Napoleón de los teatros de bulevar—, aquí tiene cien escudos…

Sacó quince luises de su bolsa y se los tendió al músico.

—Esto es suyo, son sus seis meses de sueldo; luego, si usted deja el teatro, ya me los devolverá. ¡Vamos a hacer cuentas! ¿Cuánto gasta al año? ¿Qué necesita para ser feliz? ¡Vamos, dígalo, organícese una vida de Sardanápalo!

—Sólo necesido un draje de infierno y odro de ferano…

—¡Trescientos francos! —dijo Gaudissart.

—Zabados, guatro bares…

—Sesenta francos.

—Metias…

—¡Doce pares! Pongamos treinta y seis francos.

—Seis gamisas…

—¡Seis camisas de calicó, veinticuatro francos, y otras tantas de hilo, cuarenta y ocho! O sea, setenta y dos. Llevamos cuatrocientos sesenta y ocho, pongamos quinientos con las corbatas y los pañuelos, y cinco francos de lavandera… ¡Seiscientas libras! Otra cosa: ¿qué necesita para vivir? ¿Tres francos por día?

—¡No! ¡Esdo es temasiado!

—Bueno, además necesitará sombreros… Digamos mil quinientos francos y quinientos francos de alquiler, dos mil. ¿Quiere usted que le consiga dos mil francos de renta vitalicia… seguros?

—¿Y mi dapaco?

—¡Dos mil cuatrocientos francos! ¡Ah, papá Schmucke! ¿A eso le llama usted tabaco? De acuerdo pues, tendrá usted su tabaco. Lo dejamos pues en dos mil cuatrocientos francos de renta vitalicia, ¿eh?

—¡No es eso dodo! ¡Guiero atemás eine gandidad al gondado!

—¡Ah, ya! ¡Los afileres! ¡Estos alemanes! ¡Y luego dicen que son unos ingenuos! ¡Éste es un Robert Macaire en viejo! —pensó Gaudissart—. ¿Qué quiere usted? —repitió—. Pero nada más, ¿eh?

—Es bara saltar una teuda sacrada.

—¡Una deuda! —se dijo Gaudissart—. ¡Menudo pillo! ¡Éste es peor que un hijo de familia! ¡Ahora va a inventar letras de cambio! ¡Esto hay que acabarlo en seco! Este Fraisier no sabe a quien tiene delante. ¿Y qué deuda es ésta, amigo mío? Dígame…

—No ha hapido más gue ein hompre gue haya llorato a Bons gonmigo… Y diene eine hijida gon unos gabellos marafillosos… A mí me ha barecido esdar fiendo el genio de mi bobre Alemania, gue yo no hupiera denido gue tejar nunga… Barís no es pueno bara los alemanes… se purlan te nosodros… —dijo haciendo un leve movimiento con la cabeza, como un hombre que cree ver claro en las cosas de este bajo mundo.

—¡Está loco! —se dijo Gaudissart.

Y, compadeciéndose de aquel inocente, el director sintió humedecérsele los ojos.

—¡Ah, usted me gomprende, señor tirector! Sí, el badre te esda niñida es Dobinart, el mozo tel deadro gue enciente los guingués; Bons le guería y le sogorría, y sólo él ha agombañado a mi únigo amico en el endierro, y ha ito a la iclesia y al cemenderio… Guiero dres mil vrancos bara él y dres mil vrancos bara su hijida…

—¡Pobre hombre! —se dijo Gaudissart.

Aquel feroz advenedizo se emocionó ante aquella nobleza y aquella gratitud por una cosa insignificante a los ojos del mundo, y que, a los ojos de aquel cordero divino, pesaba, como el vaso de agua de Bossuet, más que las victorias de los conquistadores. Gaudissart ocultaba bajo sus vanidades, bajo su brutal avidez de medrar y de elevarse hasta la altura de su amigo Popinot, un buen corazón, un buen fondo. De modo que reaccionó olvidando los juicios temerarios sobre Schmucke, y poniéndose de su parte.

—Tendrá usted todo esto. Y aún haré más, mi querido Schmucke. Topinard es un hombre honrado…

—Sí, agapo te ferle en su bobre hocar, tonte es veliz gon sus hijos…

—Le daré la plaza de cajero, porque el viejo Baudrand me deja…

—¡Ah! ¡Gue Tios le pendiga! —exclamó Schmucke.

—Bueno, mi buen amigo, venga esta tarde a las cuatro a casa del notario señor Berthier. Todo estará dispuesto, y usted tendrá todas las necesidades cubiertas hasta el fin de sus días… Cobrará sus seis mil francos, y aquí seguirá con el mismo sueldo, y hará con Garangeont lo que hacía con Pons…

—¡No! —dijo Schmucke—. Ya no fifiré mucho diempo… No denco canas de fifir… Me siendo cerga te la muerde…

—¡Pobre cordero! —se dijo Gaudissart, despidiendo al alemán, que se retiraba—. Al fin y al cabo, vivimos de chuletas. Y como dice el sublime Béranger:

¡Pobres corderos, siempre se os va esquilar!

Y canturreó esta opinión política, para sobreponerse a su emoción.

—¡Que traigan mi coche! —dijo a su empleado.

Bajó y gritó al cochero:

—¡A la calle de Hannover!

Reaparecía el ambicioso; se veía en el Consejo de Estado.

 

 

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