LXXIV

Los frutos de Fraisier

 

—¡Un momento, caballeros! —dijo Villemot—. ¿Creen ustedes que van a poner en la calle al heredero universal, calidad que hasta ahora nadie disputa al señor Schmucke?

—Está usted en un error —dijo Fraisier—, nos oponemos a que entre en posesión de la herencia.

—¿Con qué pretexto?

—¡Ya lo sabrá, amiguito! —dijo burlonamente Fraisier—. Por el momento no nos oponemos a que el heredero retire de esta habitación lo que declare que le pertenece; pero el cuarto será sellado. Y el señor irá a alojarse donde mejor le parezca.

—¡No! —dijo Villemot—. ¡El señor se quedará en su habitación!

—¿Cómo lo conseguirá?

—Voy a emplazarle a un recurso de urgencia —repuso Villemot—, y demostraré que somos inquilinos a medias de este piso, y no logrará echarnos… Llévese los cuadros, separe lo que era del difunto, pero lo que es de mi cliente se queda aquí… amiguito…

—¡Guiero irme! —dijo el anciano músico, que recuperó su energía al oír aquella atroz discusión.

—¡Es lo mejor que puede hacer! —dijo Fraisier—. Así se va a ahorrar gastos, porque no ganaría el recurso. Los términos del contrato de arrendamiento son concluyentes…

—¡El contrato, el contrato! —dijo Villemot—. ¡Es una cuestión de buena fe!

—Que no se probará, como en los casos criminales, con testigos… ¿Se va usted a meter en peritaciones, verificaciones… en juicios interlocutorios y en un pleito?

—¡No, no! —exclamó Schmucke, asustado—. Me muto, me foy…

Sin saberlo, Schmucke llevaba una vida de filósofo cínico, hasta tal punto era sencilla y austera. Sólo poseía dos pares de zapatos, un par de botas, dos trajes completos, doce camisas, doce pañuelos de garganta, doce pañuelos de bolsillo, cuatro chalecos y una magnífica pipa que le había regalado Pons con una bolsa para el tabaco bordada. Entró en la alcoba, sobreexcitado por la fiebre de la indignación, recogió todos sus bártulos y los puso sobre una silla.

—¡Dodo esdo es mío! —dijo con una sencillez digna de Cincinato—. El biano dampién es mío…

—Señora… —dijo Fraisier a la Sauvage—, busque quien le ayude, lléveselo y deje este piano en la calle.

—También es usted demasiado duro —dijo Villemot a Fraisier—. El señor juez de paz es quien debe dar órdenes, él es la máxima autoridad en estos momentos.

—Aquí también hay cosas de valor —dijo el relator, señalando el cuarto.

—Además —hizo notar el juez de paz—, el señor se va por voluntad propia.

—¡En mi vida había visto un cliente como éste! —dijo Villemot indignado, revolviéndose contra Schmucke—. ¡Es usted más blando que la manteca!

—¡Gué imborta tónde muere uno! —dijo Schmucke, saliendo—. Esdos hombres dienen garas de digres… Ya haré gue regojan mis bobres enseres…

—¿Adónde va el señor?

—¡Tonde Tios guiera! —repuso el heredero universal, haciendo un gesto sublime de indiferencia.

—Hágamelo saber —dijo Villemot.

—Síguele —dijo Fraisier al oído del primer oficial.

La señora Cantinet fue nombrada guardiana de los sellos, y, del dinero que se había encontrado, se le atribuyó una provisión de cincuenta francos.

—La cosa marcha —dijo Fraisier al señor Vitel, una vez Schmucke se hubo ido—. Si quiere usted dimitir en favor mío, vaya a ver a la señora presidenta de Marville, ya se entenderá con ella.

—Ha topado usted con un hombre que es manteca pura —dijo el juez de paz, señalando a Schmucke, que, desde el patio, contemplaba por última vez las ventanas del piso.

—Sí, asunto concluido —respondió Fraisier—. Puede usted casar sin ningún miedo a su nieta con Poulain; será médico en jefe de los Quinze-Vingts.

—¡Ya veremos! Adiós, señor Fraisier —dijo el juez de paz con un aire de camaradería.

—Es un hombre de recursos —dijo el relator—. ¡Llegará lejos, el muy tuno!

Para entonces eran las once de la mañana, y el anciano alemán tomó maquinalmente el camino que solía seguir con Pons, pensando en Pons; le veía sin cesar, le creía a su lado, y llegó ante el teatro de donde salía su amigo Topinard, que acababa de limpiar los quinqués de todos los portantes, pensando en la tiranía de su director.

—¡Ah, ésda será la solución! —exclamó Schmucke, deteniendo al pobre mozo—. Dobinart, ¿fertat gue dú dienes eine gasa?

—Sí, señor Schmucke.

—¿Ein hocar?

—Sí, señor Schmucke.

—¿Me acebdas a bensión en du gasa? ¡Oh, de bagaré pien!, denco nofeciendos vrancos de renda… y no foy a fifir mucho diempo… No de gausaré nincuna molesdia… Gomo te dodo… Mi único gapricho es fumar en biba… Y yo de guiero, borgue dú has sito el únigo gue ha llorato a Bons gonmigo…

—Señor Schmucke, por mí encantado. Pero, figúrese usted que el señor Gaudissart me ha pegado un rapapolvo de ahí te espero…

—¿Ein rababolvo?

—Quiero decir que me ha soltado un broncazo.

—¿Qué es un prongazo?

—Que me ha reñido por haberme interesado por usted… O sea que si usted viene a mi casa, tendría que ser con mucha discreción… Pero dudo mucho que quiera usted quedarse, porque aún no sabe lo que es el hogar de un pobre diablo como yo…

—Brefiero fifir en eine gasa bobre te un hombre te gorazón gue ha llorato a Bons, gue en las Duillerías, gon hombres gue dienen gara te digre… En gasa te Bons agabo te fer a digres gue fan a teforarlo dodo…

—Pues venga usted —dijo Topinard—, y verá si le interesa quedarse… En fin, hay un desván… Hablaremos con mi mujer.

Schmucke siguió como un cordero a Topinard, quien le condujo hasta una de estas horribles zonas que podrían llamarse los cánceres de París. El nombre que suele dársele es el de barrio Bordin. Se trata de un pasaje estrecho, bordeado de casas construidas como se construye por especulación, que desemboca en la calle de Bondy, en esta parte de la calle que domina el inmenso edificio del teatro de la Porte-Saint-Martin, una de las verrugas de París. Este pasaje desciende y termina en una cuesta, en dirección a la calle de los Mathurins-du-Temple. La zona se completa con una calle interior, que la cierra dándole forma de una T. Estas dos callejas, así dispuestas, contienen una treintena de casas de seis a siete pisos, cuyos patios interiores, e incluso los mismos pisos, albergan almacenes, industrias y fábricas de todo género. Es el Faubourg Saint-Antoine en miniatura. Allí se hacen muebles, se cincela el cobre, se cosen vestidos para los teatros, se trabaja el vidrio, se pinta la porcelana, en una palabra, se fabrican todas las fantasías y las variedades del artículo París. Sucio y productivo como el comercio, este pasaje, siempre lleno de gente, de carretas y carretones, tiene un aspecto repelente, y los seres humanos que hormiguean allí están en armonía con los lugares y las cosas. Es el pueblo de las fábricas, pueblo inteligente en los trabajos manuales pero cuya inteligencia queda absorbida por estas labores. Topinard habitaba en este barrio floreciente desde el punto de vista comercial, a causa del bajo precio de los alquileres. Vivía en la segunda casa, a la izquierda, según se entra. Desde la altura de su sexto piso, dominaba toda esta zona de jardines que subsisten aún y que dependen de tres o cuatro residencias señoriales de la calle de Bondy.

El piso de Topinard constaba de una cocina y de dos habitaciones. La primera de estas dos estancias era para los niños. Allí había dos camitas de madera blanca y una cuna. La segunda habitación era la alcoba de los esposos Topinard. Comían en la cocina. La casa tenía además un desván, de unos seis pies de altura, con tejado de cinc, y una lumbrera de buhardilla. Al desván se subía por una escalera de madera blanca, llamada, en el argot de la familia, escalera de desembarco. Esta dependencia, considerada como cuarto de servicio, permitía anunciar la casa de Topinard como un piso completo, y tasarlo a cuatrocientos francos de alquiler. En la entrada, para disimular la cocina, había un vestíbulo abovedado, iluminado por un tragaluz que daba a la cocina, y formado por la reunión de la puerta de la primera habitación y por la de la cocina, o sea, en total, tres puertas. Aquellas tres estancias, embaldosadas de ladrillo, con las paredes recubiertas de un horrible papel de a treinta céntimos el rollo, decoradas con las chimeneas llamadas «a lo capuchino», pintadas con una pintura vulgar color madera, albergaban a una familia de cinco personas, tres de ellas niños. O sea, que el lector puede imaginarse los profundos arañazos que hacían los tres niños en las paredes a la altura a que llegaban sus brazos.

 

 

LXXV

Un interior poco confortable

 

A los ricos les costaría imaginar la sencillez de la batería de cocina, que consistía en un hornillo de hierro, un caldero, unas parrillas, una cacerola, dos o tres cafeteras de hojalata y una sartén. La vajilla, de loza blanca y marrón, valía sus doce francos. La mesa servía a la vez de mesa de cocina y de mesa de comedor. El mobiliario consistía en dos sillas y dos taburetes. Debajo del horno acampanado se hallaba la provisión de carbón y de leña. Y en un rincón se veía el balde donde se enjabonaba, a menudo durante la noche, la ropa sucia de la familia. El cuarto destinado a los niños, cruzado por unas cuerdas para tender la ropa, estaba decorado abigarradamente con carteles del teatro y grabados recortados de periódicos o procedentes cíe prospectos de libros ilustrados. Evidentemente, el primogénito de la familia Topinard, cuyos libros de la escuela se veían en un rincón, se hallaba encargado de las faenas domésticas, cuando a las seis de la tarde, el padre y la madre empezaban su trabajo en el teatro. En muchas familias de la clase baja, cuando un niño llega a la edad de seis o siete años, hace las veces de madre para con sus hermanas y hermanos.

Como puede verse por este ligero esbozo, los Topinard eran, según la frase ya proverbial, pobres pero honrados. Topinard tenía unos cuarenta años, y su mujer, que había sido primera corista y, según se decía, amante del director en quiebra a quien había sucedido Gaudissart, debía de tener treinta años. Lolotte había sido muy guapa, pero las desgracias de la administración precedente habían influido de tal modo en su vida, que se había visto en la necesidad de contraer con Topinard lo que se llama «un matrimonio de teatro». Ella no dudaba de que cuando la familia se viese con ciento cincuenta francos en el bolsillo, Topinard cumpliría sus juramentos ante la ley, aunque sólo fuera para legitimar a sus hijos, a quienes él adoraba. Por la mañana, en sus ratos libres, la señora Topinard cosía para el almacén del teatro.

La valerosa pareja ganaba de este modo, a costa de un ingente trabajo, novecientos francos al año.

—¡Un piso más! —decía desde el tercero Topinard a Schmucke, quien ni sabía siquiera si subía o bajaba, hasta tal punto estaba absorto en su dolor.

En el momento en que el mozo del teatro, vestido de blanco como suelen ir los que efectúan este tipo de trabajos inferiores, abrió la puerta de la habitación, se oyó a la señora Topinard que gritaba:

—¡Niños, a callarse! ¡Ya ha llegado papá!

Y como sin duda los niños hacían lo que querían de papá, el mayor continuó dirigiendo una carga, en recuerdo del Circo Olímpico, montado en el mango de una escoba, el segundo siguió soplando en un pífano de hojalata, y el tercero siguiendo lo mejor que podía al grueso del ejército. La madre cosía un traje de teatro.

—¡A callar —gritó Topinard con voz de trueno— o habrá golpes! Siempre hay que estar diciéndoles esto —añadió en voz muy baja a Schmucke—. Mira, querida —dijo el mozo a la acomodadora—, te presento al señor Schmucke, el amigo del pobre señor Pons; no sabe dónde ir, y quisiera quedarse con nosotros; yo ya le he dicho que no estábamos muy boyantes, que vivíamos en un sexto, que sólo podíamos ofrecerle un desván, pero él insiste…

Schmucke se había sentado en una silla que la mujer le había tendido, y los niños, confusos por la llegada del desconocido, formaban un grupo, para entregarse a este examen profundo, mudo y muy rápido, que caracteriza a la infancia, acostumbrada, como los perros, más a olfatear que a juzgar. Schmucke se puso a contemplar aquel grupo tan lindo, del que formaba parte una niña de cinco años, la que soplaba en la trompeta, y que tenía unos magníficos cabellos rubios.

—¡Barece una alemanida! —dijo Schmucke, haciéndole señas de que se le acercara.

—El señor estará muy incómodo —dijo la acomodadora—. Si no tuviese que tener cerca de mí a los niños, yo le ofrecería nuestro cuarto.

Abrió la alcoba e hizo pasar a Schmucke. Aquella habitación era todo el lujo del piso. La cama de caoba estaba adornada de colgaduras de calicó azul y rodeada de flecos blancos. El mismo calicó azul, formando visillos, adornaba la ventana. La cómoda, el secreter, las sillas, aunque de caoba, mostraban un aspecto muy digno. Sobre la chimenea había un reloj y unos candelabros, que evidentemente habían sido un regalo del antiguo director, cuyo retrato, un horrible retrato de Pierre Grassou, se hallaba encima de la cómoda. Los niños, a quienes se prohibía la entrada en aquel lugar, intentaron lanzar miradas curiosas.

—El señor estaría bien aquí —dijo la acomodadora.

—No, no —respondió Schmucke—. Yo no fifiré mucho diempo, y sólo guiero un ringón bara morir.

Una vez cerrada la puerta de la alcoba, subieron a la buhardilla, y cuando Schmucke la vio, exclamó:

—¡Esdo es lo gue necesido! Andes de esdar gon Bons, nunga hapía denido una hapitación mejor gue esda…

—Bueno, pues sólo hay que comprar un catre, dos colchones, un travesero, una almohada, dos sillas y una mesa. No es como para arruinar a nadie… puede salir por unos cincuenta escudos, incluyendo la jofaina, el orinal y una alfombrita para la cama.

Se cerró el trato. Sólo que faltaban los cincuenta escudos. Schmucke, que estaba a dos pasos del teatro, pensó naturalmente en ir a reclamar su sueldo al director, al ver la miseria de sus nuevos amigos… Fue inmediatamente al teatro, y allí se entrevistó con Gaudissart. El director recibió a Schmucke con la cortesía un poco distante que solía mostrar para con los artistas, y quedó sorprendido ante la petición de un mes de salario que le hizo Schmucke. Sin embargo, una vez hecha la verificación, se vio que la reclamación era justa.

—¡Diablo, amigo mío! —le dijo el director—. Los alemanes siempre saben llevar bien sus cuentas, incluso en medio de las lágrimas… ¡Yo creía que con aquella gratificación de mil francos! ¡Era como todo un año de sueldo, y pensé que así quedábamos en paz!

—Nosodros no hemos gobrado nata —dijo el buen alemán—; y si hoy me tirijo a ustet, es borgue estoy en la galle y sin ein céndimo… ¿A guién tio ustet la cradificación?

—¡A su portera…!

—¡La señora Cipod! —exclamó el músico—. Ella es la gue ha madado a Bons, y ha ropado y ha mendido… Guería guemar su desdamento… ¡Es eine cranuja, es ein monsdruo…!

—Pero, mi apreciado amigo, ¿cómo es posible que esté usted sin un céntimo, en la calle, sin un techo, siendo heredero universal? Esto no es lógico, como suele decirse.

—¡Me han buesto en la galle…! Yo soy exdranjero, no sé nata te las leyes…

—¡Pobre hombre! —pensó Gaudissart, entreviendo el probable fin de una lucha desigual—… Escuche —dijo—. ¿Sabe lo que tiene que hacer?

—¡Denco ein represendande lecal!

—Bien, pues transija inmediatamente con los herederos; ellos le entregarán una suma, tendrá una renta vitalicia y vivirá tranquilo…

—¡No guiero odra gosa! —repuso Schmucke.

—De acuerdo, deje que yo le solucione el asunto —dijo Gaudissart, a quien el día anterior Fraisier había comunicado su plan.

 

 

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