XLVIII

Donde la Cibot cae en su propia trampa

 

La noche había pasado su rodillo de plomo sobre todos los pensamientos del antiguo procurador de Mantes, y un formidable plan había germinado, un plan frondoso que se preveía fértil en frutos y en intrigas. La Cibot era el resorte principal de este drama. O sea que la rebelión de este instrumento debía ser reprimida; no había sido prevista, pero el antiguo procurador acababa de abatir a sus pies a la audaz portera desplegando toda la fuerza de su naturaleza venenosa.

—Vamos, mi querida señora Cibot, tranquilícese —le dijo, cogiéndole la mano.

Esta mano, fría como la piel de una serpiente, produjo una terrible impresión en la portera, y originó en ella como una reacción física que hizo cesar su emoción; pensó que el sapo Astarot de la señora Fontaine era menos peligroso de tocar que aquel frasco de veneno cubierto por una peluca de color rojizo, que hablaba igual que rechinan las puertas.

—No crea usted que la asusto porque sí —siguió diciendo Fraisier, después de haber notado este nuevo movimiento de repulsión de la Cibot—. Los casos que han dado a la señora presidenta esta terrible reputación, son tan conocidos en el Palacio de Justicia, que puede usted consultar con quien quiera, que todo el mundo le dirá lo mismo. El gran señor a quien se ha estado a punto de incapacitar legalmente, es el marqués de Espard. El marqués de Esgrignon es quien ella ha salvado de ir a la cárcel. El joven rico, apuesto y con un brillante porvenir, que debía casarse con una señorita perteneciente a una de las primeras familias de Francia, y que se ahorcó en un calabozo de la Conserjería, es el célebre Lucien de Rubempré, cuyo caso, en aquella época, conmovió a todo París. Se trataba de una herencia, la de una cortesana, la famosa Esther, que dejaba varios millones, y se acusaba a este joven de haberla envenenado, ya que según el testamento él era el único heredero. Este joven poeta no estaba en París cuando murió la tal Esther, y no sabía nada de esta herencia… Más inocente ya no se puede ser. Pues bien, después de haber sido interrogado por el señor Camusot, este joven se ahorcó en su calabozo… La justicia es como la medicina, tiene sus víctimas; en el primer caso se muere por la sociedad, en el segundo por la ciencia —dijo insinuando una espantosa sonrisa—. Pues bien, ya ve usted que conozco los peligros. Yo ya he sido arruinado por la justicia, yo, un modesto y oscuro procurador. Mi experiencia me cuesta cara, y la pongo toda al servicio de usted.

—¡Oh, no, no, gracias…! —dijo la Cibot—, renuncio a todo… Es un asunto demasiado turbio… Yo sólo pido lo que es justo… Mire usté, yo tengo un historial de treinta años de honradez. El señor Pons dice que me recomendará en su testamento a su amigo Schmucke; pues bien, voy a terminar mis días en paz en casa de este buen alemán…

Fraisier había ido demasiado lejos, había desalentado a la Cibot, y se vio obligado a borrar las penosas impresiones que ella había recibido.

—No hay que desesperar —dijo—, váyase a su casa tranquilamente, que acabaremos llevando este asunto a buen puerto.

—Pero entonces, señor Fraisier, ¿qué tengo que hacer para tener rentas y…?

—¿Y no tener ningún remordimiento? —dijo Fraisier vivamente, interrumpiendo a la Cibot—. Pues precisamente es para eso que se inventaron los abogados; en estos casos no se puede conseguir nada sin ajustarse a lo que dice la ley… Usted no conoce las leyes; yo sí las conozco… Conmigo, usted estará siempre dentro de la legalidad, y podrá disfrutar en paz de sus bienes por lo que respecta a los hombres, y en cuanto a la conciencia esto ya es asunto suyo.

—Pues bien, dígame qué hay que hacer —dijo la Cibot, a quien estas palabras despertaron la curiosidad y tranquilizaron.

—Todavía no lo sé, aún no he estudiado el caso en sus detalles, sólo me he ocupado de los obstáculos. Antes que nada, lo que hay que hacer es lograr que haga testamento, de este modo usted no pierde nada; pero, primero, sepamos en favor de quién Pons dispondrá de su fortuna, porque si usted fuese su heredera…

—No, no, él no me quiere… ¡Ah, si yo hubiese conocido el valor de sus chuncherias, si hubiese sabido lo que él me ha dicho de sus amores, hoy no tendría ninguna inquietud…!

—En fin —siguió Fraisier—, usted siga adelante. Los moribundos a veces tienen caprichos muy raros, mi querida Cibot, y desbaratan muchas esperanzas. Que él haga testamento, y luego ya veremos. Pero, antes de nada, hay que evaluar los objetos de que se compone la herencia. O sea que, póngame usted en contacto con el judío, y con este Rémonencq, que nos serán muy útiles… Ponga en mí toda la confianza, yo no le defraudaré. Yo soy el amigo de mi cliente, en lo bueno y en lo malo, cuando él es amigo mío. Amigo o enemigo, éste es mi modo de ser.

—Pues bien, me pongo en sus manos —dijo la Cibot—, y en cuanto a los honorarios, el señor Poulain…

—No hablemos de esto —dijo Fraisier—. Usted consiga que Poulain siga cuidando al enfermo. El doctor es uno de los hombres más honrados y más rectos que conozco, y ya sabe usted que necesitamos en la casa a alguien de toda confianza… Poulain es mejor que yo, que ya me he hecho malo.

—Se le nota en la cara —dijo la Cibot—, pero yo me fío de usté…

—Y hace bien —dijo—. Cada vez que ocurra algo nuevo, véngame a ver; y ahora puede irse. Usted es una mujer de empuje, todo irá bien.

—Adiós, señor Fraisier, que siga usté bien… Ya sabe donde me tiene…

Fraisier acompañó a su cliente hasta la puerta, y allí, como ella había hecho el día anterior con el doctor, le dijo una última frase.

—Si pudiese lograr que el señor Pons requiriera mis consejos, habríamos dado un gran paso.

—Lo intentaré —respondió la Cibot.

—Óigame —dijo Fraisier, haciendo volver a entrar a la Cibot hasta su despacho—, yo conozco mucho al notario señor Trognon, el notario del barrio. Si el señor Pons no tiene notario, háblele de él… procure que se ponga en sus manos.

—Comprendido —respondió la Cibot.

Al retirarse, la portera oyó el roce de una tela, y el ruido de unos pasos pesados que querían hacerse ligeros. Una vez sola y en la calle, la portera, después de haber andado durante cierto rato, recobró su libertad de espíritu. A pesar de que seguía bajo la influencia de esta entrevista, y de que siempre había sentido verdadero horror por el patíbulo, la justicia y los jueces, tomó una resolución muy natural que iba a desencadenar una lucha sorda con su terrible consejero.

—¡Bueno! Pero ¿qué necesidad tengo de buscarme socios? De momento, yo voy a hacer hucha, y luego veremos lo que cae por servirles a ellos…

Este pensamiento debía acelerar, como no tardará en verse, el fin del desgraciado músico.

 

 

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