XLIX

La Cibot en el teatro

 

—¿Qué hay, querido señor Schmucke? —dijo la Cibot, al entrar en el piso—, ¿cómo va nuestro queridísimo enfermo?

—Nata pien —respondió el alemán—. Bons ha esdato teliranto dota la noche.

—¿Y qué decía?

—¡Donderías! Gue guería gue yo heretase doda su forduna, a gontición gue no fentiese nata… ¡Y llorapa te un moto, el bopre! Me ha tesdrozado el gorazón…

—¡Pobrecillo, no será nada! —dijo la portera—. Hoy he tardado más en subirle el desayuno, ya son las nueve pasadas; pero no me riña, ¿eh? He tenido mucho que hacer… en favor de ustedes. Como nos habíamos quedado sin nada, he ido a buscar dinero…

—¿Tónte? —preguntó el pianista.

—¡Hombre! ¡Para algo sirve mi tia!

—¿Gué día?

—¡La que todo lo remedia!

—No endiento nata…

—¡Oh, qué hombre! ¡Será simple! No, es usté un santo varón, un querubín bajado del cielo, vaya, la inoncencia personificada… Pero, bueno… Después de veintinueve años de vivir en París, que habrá usté visto por lo menos la revolución de Julio, ¿no?, y que no haya oído hablar nunca del monte de piedá… Los que le prestan a una dinero por lo que empeña… He ido a llevar todos nuestros cubiertos de plata, ocho, y con filetes… Al fin y al cabo Cibot puede comer igual con los de alpaca; y no me arrepiento, ea; ni vale la pena de hablar de esto a nuestro querubín, que haría mala sangre y se pondría aún más amarillo, y ya sufre mucho el pobre. Antes que nada, salvémosle, y luego ya hablaremos; pues claro, hay que tomar las cosas como vienen, al mal tiempo buena cara, y Dios con todos, ¿no le parece?

—¡Bopre mujer! ¡Gué gorazón de oro! —dijo el infeliz músico cogiendo la mano de la Cibot y poniéndola sobre su corazón, sinceramente emocionado.

Aquel ángel de bondad levantó los ojos al cielo y los mostró llenos de lágrimas.

—¡Vamos, vamos, señor Schmucke, qué cosas tiene usté! Como si fuese algo del otro jueves… Yo sólo soy una pobre mujer del pueblo que lleva el corazón en la mano. Aquí dentro llevo algo ¿sabe usté? —dijo señalándose el pecho—, como ustedes dos, que son buenos como el pan…

—¡Oh! —exclamó el músico—. ¡No voy a resisdir dando tolor, dandas lácrimas…! Yo no soprefiviré a Bons…

—¡Diantre! Eso sí que lo creo; ¡si se está usté matando…! Escúcheme, pichón mío…

—¿Bichón?

—Bueno, prenda…

—¿Brenta?

—¡Vaya, hombre! Pues rico, si así le gusta más…

—Damboco lo endiendo.

—Bueno, deje que yo le cuide y le dirija, porque si sigue como hasta ahora, sepa usté que dentro de nada voy a tener que cuidar a dos enfermos en vez de uno… Según mi modesta opinión, los dos tenemos que repartirnos el trabajo. Usté no puede seguir dando lecciones en París, porque esto le agota, y luego aquí ya no está en condiciones de hacer nada, y habrá que pasar muchas noches en blanco, porque el señor Pons cada vez está más enfermo. Mire, hoy mismo voy a ir a ver a todos sus alumnos, y les diré que está usté enfermo, ¿eh? Entonces usté pasa las noches al lado de nuestro querido enfermo, y luego duerme por la mañana, vamos a poner por ejemplo desde las cinco hasta las dos de la tarde. Yo me encargo del trabajo de la casa, que es el que cansa más, y que hay que hacer de día, porque hay que darles de comer y de cenar, cuidar al enfermo, levantarlo, cambiarlo, darle los medicamentos… Porque, con el ajetreo que llevo ahora, yo no resisto más de diez días; y piense que hace ya treinta que dura está juerga. ¡¿Y qué va a ser de usté si yo caigo enferma?! Y usté también, es como para asustarse sólo de pensarlo, mire cómo está por haber pasado la noche velando al señor Pons…

La portera llevó a Schmucke ante un espejo, y Schmucke se encontró muy desmejorado.

—O sea que, si usté no tiene inconveniente, le sirvo la comida a escape; y luego se queda a velar al señor Pons hasta las dos. Pero antes que nada deme la lista de sus alumnos, yo les iré a ver, y durante quince días será usté libre. Cuando yo vuelva, usté se acuesta, y descansa hasta la noche.

La propuesta era tan sensata que Schmucke la aceptó sin rechistar.

—Ahora que, con el señor Pons, mutis; porque ya sabe usté el mal efecto que le causaría si le dijéramos que por el momento va a dejar el teatro y sus lecciones; el pobre se imaginaría que ya no volvería a tener alumnas… ¡tontadas!… El señor Poulain dice que sólo salvaremos a nuestro bendito haciendo que se tome un descanso absoluto.

—¡Ah, pueno, pueno! Brebare la gomida, yo voy a hacer la lisda y le taré las tirecciones… Diene ustet razón, yo no ipa a turar mucho…

Al cabo de una hora, la Cibot con sus mejores galas domingueras, partía en un milord ante el gran asombro de Rémonencq, prometiéndose representar dignamente el papel de mujer de confianza de los dos cascanueces en todos los pensionados, en todas las casas que habitaran alumnas de los dos músicos.

Sería inútil reproducir aquí toda la chismografía, ejecutada como las variaciones de un tema, a la que se entregó la Cibot al tratar con las directoras de los pensionados y con las diversas familias, y bastará la escena que se desarrolló en el despacho de director de EL ILUSTRE GAUDISSART, donde la portera logró penetrar no sin dificultades inauditas. En París los directores de espectáculos están mejor protegidos que los reyes y los ministros. La causa de estas fuertes barreras que se elevan entre ellos y el resto de los mortales es fácil de comprender: los reyes sólo tienen que defenderse de las ambiciones; los directores de espectáculos deben temer el amor propio de artistas y de autores.

La Cibot salvó todos los obstáculos gracias a la súbita intimidad que se estableció entre ella y la portera. Los porteros se reconocen entre sí, como toda la gente de la misma profesión. Cada oficio tiene sus schibbolet, como tiene su insulto y sus estigmas.

—¡Ah! ¿De modo que usté es la portera del teatro? —había dicho la Cibot—. Yo sólo soy una pobre portera de una casa de la calle de Normandía donde vive el señor Pons, el director de orquesta de aquí. ¡Oh, qué feliz sería yo si pudiese estar en su lugar, viendo pasar siempre a los actores, a las bailarinas, a los autores! Como decía aquel actor antiguo, esto es como el bastón de mariscal de nuestra profesión.

—¿Y cómo sigue el bueno del señor Pons? —preguntó la portera.

—Pues no puede ir peor; piense usté que lleva ya dos meses sin levantarse de la cama, y es seguro que ya no sale de la casa si no es con los pies por delante.

—Será una gran pérdida…

—Sí. Yo vengo de parte suya para explicar la situación al señor director; o sea que necesitaría hablar con él…

—¡Una señora, de parte del señor Pons!

Y así fue como el empleado que se ocupaba del despacho anunció a la señora Cibot, gracias a la recomendación de la portera del teatro. Gaudissart acababa de llegar para un ensayo. El azar dispuso que nadie tuviera que hablar con él, que los autores de la obra y los actores se retrasasen; interesado por tener noticias de su director de orquesta, hizo un gesto napoleónico, y la Cibot entró.

 

 

L

Una fructífera empresa teatral

 

El antiguo viajante de comercio convertido en director de un teatro a la moda, engañaba a la sociedad en comandita, a la que consideraba como una esposa legítima. De este modo había llegado a un desarrollo financiero que se traslucía en su persona. Se había hecho corpulento, había echado grasas, había adquirido colores gracias a la buena comida y a la prosperidad, y así Gaudissart se había metamorfoseado abiertamente en Mondor.

—¡Voy a acabar siendo un Beaujon! —decía, intentando ser el primero en reírse de sí mismo.

—Por ahora no pasas de Turcaret —le respondía Bixiou, que a menudo le reemplazaba con la primera bailarina del teatro, la célebre Héloïse Brisetout.

En efecto, el ex ilustre Gaudissart explotaba su teatro, única e inescrupulosamente en su propio interés. Después de haberse hecho admitir como colaborador en diversos ballets, comedias y vodeviles, había comprado la otra parte de los derechos aprovechándose de las necesidades que acosaban a los autores. Estas comedias y vodeviles, que siempre se representaban como suplemento a los dramas de gran éxito, significaban para Gaudissart ganar cada día varias monedas de oro. Gracias a unos intermediarios, traficaba con las entradas de las que se había reservado un cierto número en concepto de plus de dirección, y que le permitían obtener una especie de diezmo de la recaudación. Estas tres clases de ingresos, a los que había que añadir los palcos vendidos y los regalos de las malas actrices empeñadas en tener pequeños papeles y salir de pajes o de reinas, engrosaban de tal modo su tercio en los beneficios, que los demás socios, a quienes pertenecían los otros dos tercios, apenas cobraban la décima parte que él. Sin embargo, esta décima parte aún producía un interés de un quince por ciento de los fondos, y Gaudissart, apoyándose en este quince por ciento de dividendo, proclamaba su inteligencia, su probidad, su celo y la dicha de sus comanditarios. Cuando el conde Popinot preguntó, aparentando interés, al señor Matifat, el general Gouraud, yerno de Matifat, y a Crevel, si estaban contentos de Gaudissart, Gouraud, elevado a la dignidad de par de Francia, respondió:

—Dicen que nos está robando, pero es tan simpático y tan agradable de trato, que estamos contentos.

—Entonces es igual que en el cuento de La Fontaine —dijo el ex ministro sonriendo.

Gaudissart incrementaba su capital en negocios al margen del teatro. Había sabido apreciar lo que significaban los Graff, los Schwab y los Brunner, y se asoció a las empresas de ferrocarriles que había creado esta banca. Disimulando su sagacidad bajo el aspecto bonachón y despreocupado del libertino y del voluptuoso, daba la impresión de no ocuparse más que de sus placeres y de su atuendo personal; pero pensaba en todo y aprovechaba la inmensa experiencia en negocios que había adquirido en sus viajes. Este advenedizo, que no se tomaba en serio a sí mismo, habitaba un lujoso piso de cuya instalación se había ocupado su decorador, en donde daba cenas y fiestas a las celebridades. Fastuoso, queriendo hacer bien las cosas, se hacía pasar por un hombre fácil de conformar, y aún parecía menos peligroso por el hecho de haber conservado la labia de su antiguo oficio (para emplear su propia expresión), que había enriquecido con la jerga usada en el ambiente teatral.

Y como en el teatro los artistas dicen las cosas de un modo bastante crudo, sabía adaptar a su carácter el ingenio de entre bastidores, lugar que tiene también su ingenio, de modo que, mezclándolo con las agudas chanzas del viajante de comercio, tuviese el aire de un hombre superior. En aquellos momentos pensaba en vender su exclusiva, y pasar, según su propia expresión, a otros ejercicios. Aspiraba a ser director de una compañía de ferrocarriles, convertirse en un hombre serio, un administrador, y casarse con la hija de uno de los alcaldes de barrio más ricos de París, la señorita Minard. Esperaba ser elegido diputado por su demarcación, y llegar, gracias a la protección de Popinot, al consejo de Estado.

—¿Con quién tengo el honor de hablar? —dijo Gaudissart, fijando en la Cibot una mirada directiva.

—Señor director, yo soy la mujer de confianza del señor Pons.

—¡Ah, bien! ¿Cómo sigue nuestro querido amigo?

—Mal, señor director, muy mal…

—¡Diablo, diablo! No sabe cuánto lo siento… Iré a visitarle; es uno de estos hombres de los que ya quedan pocos…

—¡Ah, esto sí, señor director! Un verdadero querubín… Yo todavía no me explico cómo un hombre como él puede trabajar en un teatro…

—Señora, el teatro es un lugar donde se corrigen las costumbres —dijo Gaudissart—. ¡Pobre Pons! Palabra que debería haber simiente para conservar esta especie humana… Es un hombre modelo, y con talento… ¿Cuándo cree usted que podrá volver a trabajar? Porque, desgraciadamente, en el teatro ocurre como con las diligencias, que, vacías o llenas, tienen que salir a su hora: aquí todos los días, a las seis, hay que levantar el telón… y por mucho que nos lamentáramos, eso no iba a dar buena música… Veamos, ¿cómo se encuentra?

—Señor director, por desgracia —dijo la Cibot sacando su pañuelo y poniéndoselo sobre los ojos—, es duro de decir, pero creo que tendremos la desgracia de perderle, y eso que le cuidamos como a la niña de nuestros ojos… el señor Schmucke y yo…; tanto que vengo a decirle también que no cuente con el pobre señor Schmucke, que tiene que velarle todas las noches… No podemos por menos de hacer como si hubiera una esperanza e intentar arrancar a la muerte a nuestro querido enfermo… El médico le ha desanunciado…

—Pero ¿de qué se va a morir?

—De pena, de itericia, del hígado, y todo esto complicado con muchos líos de familia.

—Y de un médico —dijo Gaudissart—. Hubiese debido llamar al doctor Lebrun, nuestro médico, no le hubiese costado nada…

—Señor director, el médico que le asiste es como un dios…; pero ¿qué puede hacer un médico, con todo su talento, contra todos estos males?

—Yo que iba a necesitar a mis dos buenos cascanueces para la música de mi nueva fantasía…

—Si hay algo que yo pueda hacer por ellos… —dijo la Cibot con un aire digno de Jocrisse.

Gaudissart se echó a reír.

—Señor director, soy su mujer de confianza, y hay muchas cosas que estos dos señores…

Inmediatamente después de la risa de Gaudissart se oyó una voz de mujer:

—Si ríes es que se puede entrar, ¿verdad, cariño?

Y la primera bailarina irrumpió en el despacho y se dejó caer en el único sofá que había en la habitación. Se trataba de Héloïse Brisetout, envuelta en un magnífico chal de los llamados argelinos…

—¿De qué te reías? ¿Es la señora? ¿Qué clase de trabajo quiere? —dijo la bailarina dirigiendo a la portera una de estas miradas de artista a artista que merecerían ser el tema de un cuadro.

Héloïse, joven muy literaria, con renombre en los ambientes de la bohemia, relacionada con grandes artistas, elegante, aguda y graciosa, tenía más ingenio del que suelen tener las primeras bailarinas; mientras hacía esta pregunta respiraba penetrantes perfumes en un pebetero.

—Señora, una mujer vale tanto como otra cuando las dos son bellas, y si yo no sorbo este diablo de perfumes en frasco ni me pongo polvo de ladrillo en las mejillas…

—Con el que la naturaleza ya le ha puesto, sería un horrible pleonasmo, hija mía —dijo Héloïse, mirando a su director.

—Yo soy una mujer honrada…

—Peor para usted —dijo Héloïse—. ¡Qué diablo, no todas las que quieren son entretenidas! Y yo lo soy, señora mía, y además me va estupendamente bien…

—¿Cómo peor para mí? Por muchos argelinos que lleve usted encima y por muchos caprichos que se pueda dar —dijo la Cibot—, en su vida tendrá tantas declaraciones como me hicieron a mí… ¡Y jamás valdrá lo que en su tiempo la bella ostrera del Cadran Bleu…!

La bailarina se levantó súbitamente, se puso en posición de firmes y se llevó la mano derecha a la frente, como un soldado que saluda a su general.

—¿Cómo? —exclamó Gaudissart—. Entonces usted es la bella ostrera de la que me hablaba mi padre, ¿no?

—Entonces la señora no sabe lo que es la cachucha ni la polka, ¿verdad? ¡La señora tiene más de cincuenta años! —dijo Héloïse.

La bailarina adoptó una actitud dramática y declamó:

Seamos amigos, Cinna…

—Por Dios, Héloïse, la señora no está a tu altura, déjala en paz.

—¿Acaso la señora es la nueva Eloísa…? —dijo la portera con una falsa ingenuidad llena de zumba.

—¡Mira la abuela! No está mal —exclamó Gaudissart.

—¡Oh, esta broma es más vieja que ir a pie! —replicó la bailarina—. Ande, abuela, invéntenos otro chiste… o acepte un cigarrillo.

—Perdóneme, señora —dijo la Cibot—, pero estoy demasiado apenada para continuar esta conversación; tengo a mis dos señores muy enfermos… y para poderles alimentar y evitarles preocupaciones he tenido que empeñar hasta la ropa de mi marido… sí, sí, esta misma mañana, aquí traigo el recibo…

—¡Oh, el asunto se pone dramático! —exclamó la bella Héloïse—. ¿De qué se trata?

—La señora —siguió la Cibot— ha entrado aquí…

—Como una primera bailarina —dijo Héloïse—. Ande, siga, yo le apunto…

—¡Vamos, vamos, que tengo trabajo! —dijo Gaudissart—. Basta de bromas. Héloïse, la señora es la mujer de confianza de nuestro pobre director de orquesta que se está muriendo; venía a decirme que no contáramos más con él; y yo me quedo sin nadie.

—¡Pobre hombre! Hay que dar una representación en beneficio suyo.

—Esto sería su ruina —dijo Gaudissart—, al día siguiente podría deber quinientos francos a los asilos, que en París no reconocen más pobres que a los suyos. No, mire, buena mujer, ya que usted se presenta como candidata para el premio Montyon…

Gaudissart hizo sonar la campanilla e inmediatamente se presentó el empleado.

—Diga al cajero que me traiga un billete de mil francos. Usted siéntese, señora.

—¡Ah, pobre mujer! Ahora se pone a llorar… —exclamó la bailarina—. ¡Vaya! ¡Vamos, mujer, ya iremos a verle, consuélese…! Oye, tú, primo —dijo al director llevándole a un rincón—; tú quieres que yo tenga el primer papel del ballet de Ariana. Te vas a casar y ya sabes lo que puedo perjudicarte…

—Héloïse, tengo el corazón forrado de cobre, como una fragata…

—¡Voy a sacar a relucir hijos tuyos! Ya los encontraré.

—Yo ya he confesado nuestras relaciones.

—Anda sé buen chico, da la plaza de Pons a Garangeot; este pobre muchacho tiene talento, y está sin un céntimo; te prometo la paz.

—Pero espera a que Pons se muera… El pobre a lo mejor todavía sale de ésta.

—¡Ah, no, esto sí que no, señor director! —dijo la Cibot—. Desde la noche pasada que ya ha perdido el juicio, delira. Desgraciadamente, dentro de poco todo habrá terminado.

—Además, Garangeot puede sustituirle provisionalmente —dijo Héloïse—; tiene a toda la prensa a su lado…

En este momento entró el cajero llevando en la mano dos billetes de quinientos francos.

—Déselos a la señora —dijo Gaudissart—. Adiós, buena mujer, cuide bien al pobre Pons, y dígale que iré a verle, mañana o uno de estos días… cuando pueda.

—Un hombre al agua —dijo Héloïse.

—¡Ah, señor director! Corazones como el de usté sólo se encuentran en el teatro. ¡Que Dios le bendiga!

—¿A qué cuenta se pone esto? —preguntó el cajero.

—Ahora le firmo el comprobante; póngalo en la cuenta de las gratificaciones.

Antes de salir, la Cibot hizo una digna reverencia a la bailarina, y aún pudo oír esta pregunta que hizo Gaudissart a su antigua amante:

—¿Crees que Garangeot sería capaz de hacerme la música de nuestro ballet de los Mohicanos en doce días? Si me saca de este apuro, él será el sucesor de Pons.

 

 

LI

Castillos en el aire

 

La portera, mejor recompensada por haber causado tanto mal que si hubiese hecho una buena acción, suprimió así todos los ingresos de los dos amigos, privándoles de sus medios de subsistencia, en el caso de que Pons recobrara la salud. Esta pérfida maniobra debía llevar en pocos días al resultado que deseaba la Cibot, la venta de los cuadros codiciados por Élie Magus. Para llevar a cabo esta primera expoliación, la Cibot debía adormecer al temible colaborador que ella misma se había buscado, el abogado Fraisier, y lograr una total discreción de Élie Magus y de Rémonencq.

En cuanto al auvernés, había llegado paulatinamente a concebir una de estas pasiones propias de la gente sin instrucción que llega del último rincón de una provincia a París con las ideas fijas que inspira la soledad en el campo, con la ignorancia de las naturalezas primitivas y la brutalidad de sus deseos, que se convierten en obsesiones. La belleza hombruna de la señora Cibot, su vivacidad, su ingenio de verdulera, habían sido objeto de la atención del chamarilero, que quería hacer de ella su concubina, quitándosela a Cibot, especie de bigamia que en París, entre las clases inferiores, es mucho más corriente de lo que suele creerse. Pero la avaricia era como un nudo corredizo que apretaba cada vez más el corazón y terminaba por ahogar todo raciocinio. Y así Rémonencq, calculando en unos cuarenta mil francos los beneficios de Élie Magus y los suyos propios, pasó del delito al crimen, al desear tener a la Cibot por legítima esposa. Este amor, puramente especulativo, le llevó, en sus largas meditaciones de fumador, apoyado en el marco de su puerta, a desear la muerte del sastrecillo. Veía su capital casi triplicado, pensaba en la excelente comerciante que sería la Cibot y en el buen papel que haría en una magnífica tienda en el bulevar. Esta doble codicia ofuscaba a Rémonencq. Alquilaba una tienda en el bulevar de la Madeleine, la llenaba de las antigüedades más valiosas de la colección del difunto Pons. Tras haber nadado en oro y haber visto millones en las espirales azules de su pipa, se despertaba cara a cara con el sastrecillo, que barría el patio, la puerta y la calle en el momento en que el auvernés abría su tienda y ordenaba su escaparate; porque, desde que Pons cayó enfermo, Cibot sustituía a su mujer en las funciones que ella se había atribuido. El auvernés consideraba, pues, a aquel sastrecillo de tez olivácea, cobriza, y de silueta achaparraba, como el único obstáculo que se oponía a su felicidad, y se preguntaba cómo podría desembarazarse de él. Esta pasión, cada vez más intensa, halagaba extraordinariamente a la Cibot, que tenía ya una edad en la que las mujeres empiezan a pensar que pueden envejecer.

Una mañana, la Cibot, poco después de levantarse, se quedó contemplando a Rémonencq con aire pensativo, mientras él ordenaba las chucherías de su escaparate, y quiso saber hasta dónde podía llegar su amor.

—¿Qué? —vino a decirle el auvernés—, ¿todo va como usted quiere?

—Es usté quien me preocupa —le respondió la Cibot—. Me está comprometiendo —añadió—, los vecinos acabarán por fijarse en que me pone siempre ojos de cordero degollado.

La portera abandonó la puerta y se adentró en las profundidades de la tienda del auvernés.

—¡Menuda cosa! —dijo Rémonencq.

—Acérquese, que tengo que hablarle —dijo la Cibot—. Los herederos del señor Pons empezarán a moverse, y son capaces de darnos mucho que hacer. Sabe Dios lo que podría pasarnos si enviasen picapleitos que lo husmearan todo como perdigueros. Yo sólo puedo decidir al señor Schmucke a que venda algunos cuadros si usté me ama lo suficiente como para guardar el secreto… ¡pero eso sí, un secreto de veras! Que ni aunque le pongan el cuello bajo el tajo diga ni una palabra… Ni de dónde han salido los cuadros, ni quién los ha vendido… ¿Me comprende? Una vez muerto y enterrado el señor Pons, nadie va a notar la diferencia si encuentran cincuenta y tres cuadros en vez de sesenta y siete… Además, si el señor Pons lo ha vendido mientras vivía, nadie puede protestar.

—Bueno —respondió Rémonencq—, a mí esto me da igual; pero el señor Élie Magus querrá sus recibos en regla.

—¡También tendremos los recibos, caray! ¿O cree que voy a ser yo quien se los haga? ¡Será el señor Schmucke! Pero usté tiene que decir a este judío —siguió la portera— que sea tan discreto como nosotros.

—Seremos mudos como tumbas. Esto lo da el oficio. Yo sé leer, pero no sé escribir, y por esto necesito a una mujer instruida e inteligente como usted… Hasta ahora sólo he pensado en ahorrar para la vejez, pero ahora quisiera tener pequeños Rémonencqs… ¡Plante de una vez a Cibot!

—Aquí está el judío —dijo la portera—, vamos a ponernos de acuerdo con él.

—Señora —dijo Élie Magus, que venía cada tres días, a primera hora de la mañana, para saber cuándo podría comprar sus cuadros—, ¿cómo van las cosas?

—¿No ha habido nadie que le haya ido a hablar del señor Pons y de sus chuncherias? —le preguntó la Cibot.

—Sí —respondió Élie Magus—, he recibido una carta de un abogado; pero como es un tipo que me parece que es uno de estos intermediarios modestos, y yo desconfío de esta gente, no le he contestado. Al cabo de tres días ha venido a verme y me ha dejado una tarjeta; le he dicho a mi portera que siempre que venga le diga que no estoy en casa…

—Es usté un encanto de judío —dijo la Cibot, que todavía no conocía bien la prudencia de Élie Magus—: Pues bien, hijos míos, dentro de pocos días, yo haré que el señor Schmucke les venda siete u ocho cuadros, diez como máximo; pero con dos condiciones. La primera, un secreto absoluto. Será el señor Schmucke quien le llame, ¿de acuerdo, señor Magus? Y será el señor Rémonencq quien le propondrá al señor Schmucke como comprador. En resumen, pase lo que pase, yo no tendré nada que ver con el asunto. ¿Está usté dispuesto a dar cuarenta y seis mil francos por los cuatro cuadros?

—Bueno —respondió el judío suspirando.

—Perfectamente —siguió la portera—. La segunda condición es la de que usté me entregue cuarenta y tres mil, y que sólo pague tres mil al señor Schmucke; Rémonencq comprará cuatro por dos mil francos, y me entregará el resto… Pero luego, mi querido señor Magus, después de esto, yo conseguiré que usté y Rémonencq hagan un gran negocio, a condición de que nos repartamos los beneficios entre los tres. Yo le llevaré a casa de este abogado, o el abogado vendrá aquí. Usté valorará todo lo que hay en la casa del señor Pons, al precio que usté puede pagarlo, a fin de que el señor Fraisier tenga la seguridad de que la herencia vale la pena. Sólo que es necesario que no venga hasta que hayamos vendido estos cuadros, ¿me comprende?

—Comprendido —dijo el judío—; pero se necesita tiempo para ver los objetos y fijar el precio.

—Tendrá usté medio día. No se preocupe, esto es asunto mío… Discutan el negocio entre los dos, hijos míos; pasado mañana se cerrará el trato. Yo voy a hablar con este Fraisier, porque él sabe todo lo que pasa aquí por el doctor Poulain, y hay que ir con mucho tiento para hacer que ese pájaro se esté quietecito.

A medio camino entre la calle de Normandía y la calle de la Perle, la Cibot encontró a Fraisier que iba a verla a su casa, tanta era su impaciencia por conocer, según su propia expresión, los factores que intervenían en aquel caso.

—¡Vaya! Precisamente iba a verle —dijo ella.

Fraisier se quejó de que Élie Magus no le hubiese recibido; pero la portera apagó el brillo de desconfianza que apuntaba en los ojos del leguleyo, diciéndole que Magus volvía ahora de un viaje, y que, pasado mañana, a más tardar, ella le procuraría una entrevista en el piso de Pons, para establecer el valor de la colección.

—Ponga toda su confianza en mí —le respondió Fraisier—. Es más que probable que yo me encargue de defender los intereses de los herederos del señor Pons; y en esta posición me será mucho más fácil ayudarla.

Estas palabras fueron pronunciadas en un tono tan seco que la Cibot se estremeció. Aquel abogado famélico debía maniobrar por su lado, como ella lo hacía por el suyo; se decidió, pues, a apresurarse a vender los cuadros. La Cibot no se equivocaba en sus conjeturas. El abogado y el médico habían hecho el gasto de un traje nuevo para Fraisier a fin de que pudiera presentarse dignamente vestido en casa de la señora presidenta Camusot de Marville. El tiempo requerido por la confección de este traje, era la única causa de que aún no se hubiese celebrado esta entrevista, de la que dependía el futuro de los dos amigos.

Después de visitar a la señora Cibot, Fraisier se proponía ir a probarse el vestido, el chaleco y el pantalón. Encontró estas prendas completamente listas. Volvió a su casa, se puso una peluca nueva, y se dirigió en cabriolé de alquiler, hacia las diez de la mañana, hacia la calle de Hannover, donde esperaba obtener audiencia de la presidenta. Fraisier, con corbata blanca, guantes amarillos y peluca nueva, perfumado con agua de Portugal, parecía uno de esos venenos que se guardan en un frasco de cristal tapado con una piel blanca, y en el que todo, desde la etiqueta hasta el hilo mismo, es bonito, y el conjunto produce todavía una impresión de mayor peligrosidad. Su aire decidido, su cara granujienta, su enfermedad de la piel, sus ojos verdes, su aspecto de malignidad, contrastaban como las nubes en un cielo azul. En su despacho, tal como se había mostrado a los ojos de la Cibot, era el vulgar cuchillo con el que un asesino ha cometido un crimen; pero, en la puerta de la casa de la presidenta, era el puñal elegante que una joven guarda en su pequeño dunkerque.

 

 

LII

Las mieles de Fraisier

 

En la calle de Hannover se había producido un gran cambio. El vizconde y la vizcondesa Popinot, el ex ministro y su esposa, no habían consentido que el presidente y la presidenta alquilasen una casa y abandonasen la que daban como dote a su hija. El presidente y su esposa se instalaron, pues, en el segundo piso, que había quedado libre debido a que la anciana se retiraba al campo a pasar allí los años que le quedaran de vida. La señora Camusot, que conservaba a Madeleine Vivet, la cocinera y el criado, volvía a las estrecheces del punto de partida, estrecheces dulcificadas por un piso de cuatro mil francos sin alquiler y por un sueldo de diez mil francos. Esta áurea mediocritas satisfacía ya muy poco a la señora de Marville, que deseaba una fortuna en armonía con su ambición; pero la cesión de todos los bienes a su hija significaba que el presidente quedaba incapacitado para presentarse a las elecciones. Por lo tanto Amélie quería que su marido fuese diputado, ya que no renunciaba fácilmente a sus planes, y no desesperaba de obtener la elección del presidente en el distrito al que pertenecía Marville. Hacía dos meses que no dejaba de atormentar al barón Camusot, ya que el nuevo par de Francia había obtenido la dignidad de barón, para arrancarle cien mil francos en concepto de adelanto sobre la herencia, según decía ella, a fin de comorar una pequeña propiedad enclavada en la de Marville, que producía unos dos mil francos limpios de impuestos. Allí, ella y su marido podrían vivir en una casa propia, junto a sus hijos; todo redundaría en beneficio de las tierras de Marville, que se verían así incrementadas. La presidenta esgrimía ante su suegro el argumento de la estrechez en que se veía obligada a vivir por haber casado a su hija con el vizconde Pooinot, y preguntaba al anciano cómo podía cerrar a su hijo primogénito el camino a los honores supremos de la magistratura, que sólo lograría alcanzar teniendo una fuerte posición parlamentaria, y su marido sabría lograrla y hacerse temer de los ministros.

—Esta gente sólo hace concesiones a los que les aprietan el cuello con la corbata hasta hacerles sacar la lengua —decía—. ¡Son unos ingratos! ¡Tanto como deben a Camusot! ¡Él, que al oponerle a las ordenanzas de Julio, hizo subir al trono a la casa de Orleáns!

El anciano argüía que había invertido en los ferrocarriles mucho más dinero de lo que le permitían sus posibilidades, y aplazaba esta liberalidad, cuya necesidad por otra parte admitía, hasta una previsible alza en las acciones.

Esta semipromesa, arrancada pocos días antes, había sumido en la desolación a la presidenta. Era difícil que el ex propietario de Marville pudiera presentarse a las reelecciones de la Cámara, va que para entonces aún no disponía de bienes suficientes.

Fraisier llegó sin obstáculos hasta Madeleine Vivet. Las dos naturalezas de víbora se reconocieron como dignas de haber salido del mismo huevo.

—Señorita —dijo Fraisier melosamente—, desearía que la señora presidenta me concediese un momento de audiencia para tratar de un asunto personal y que concierne a su fortuna; se trata, no olvide decírselo, de una herencia… No tengo el honor de haber sido presentado a la señora presidenta, y por lo tanto mi nombre no significaría nada para ella… No tengo costumbre de efectuar visitas profesionales, pero sé la consideración que se debe a la esposa de un presidente, y me he tomado la molestia de venir yo mismo, tanto más cuanto el asunto no admite la más ligera demora.

La cuestión planteada en estos términos, repetida y ampliada por la camarera, naturalmente suscitó una respuesta favorable. Aquel momento era decisivo para las dos ambiciones que animaban a Fraisier. Y a pesar de su intrepidez de abogadillo de provincias, tajante, áspero e incisivo, sintió lo que sienten los generales al comenzar una batalla de la que depende el éxito de la campaña. Al pasar al saloncito en el que le esperaba Amélie, lo que ningún sudorífico, ni aun los más enérgicos, había logrado conseguir en aquella piel refractaria y obturada por horribles males, se produjo espontáneamente: sintió un ligero sudor en la espalda y en la frente.

—Aunque no logre la fortuna —se dijo— estoy salvado, porque Poulain me prometió la salud el día en que se restableciese la transpiración… Señora —dijo al ver a la presidenta, que hizo su aparición en négligé.

Y Fraisier se interrumpió para saludar con esa atención que, en los letrados, indica el reconocimiento del rango superior de la persona a la que se dirigen.

—Siéntese, por favor —dijo la presidenta, reconociendo inmediatamente a un hombre perteneciente al mundillo de los tribunales.

—Señora presidenta, si me he tomado la libertad de dirigirme a usted para un asunto de intereses que concierne al señor presidente, es porque tengo la seguridad de que el señor de Marville, por la alta posición que ocupa, quizá dejaría que las cosas siguieran su curso, perdiendo así setecientos u ochocientos mil francos, que las señoras, que a mi juicio, entienden en asuntos privados mucho más que los mejores magistrados, no desdeñarían…

—Ha hablado usted de una herencia… —dijo la presidenta interrumpiéndole.

Amélie, deslumbrada por la cifra, y queriendo ocultar su asombro y su dicha, imitaba a los lectores impacientes ávidos por conocer el desenlace de una novela.

—Sí, señora presidenta, de una herencia perdida para ustedes, sí, totalmente perdida, pero que yo puedo, que yo sabré hacer que vaya a sus manos.

—Le ruego que se explique, caballero —dijo fríamente la señora de Marville, midiendo y examinando a Fraisier con su sagaz mirada.

—Señora presidenta, yo ya conozco sus eminentes dotes… soy de Mantes. El señor Leboeuf, presidente del tribunal, y amigo del señor de Marville, puede darle informes de mí.

La presidenta dio un respingo tan cruelmente significativo que Fraisier se vio obligado a abrir y cerrar rápidamente un paréntesis en su discurso.

—Una dama tan distinguida como usted, comprenderá en seguida por qué empiezo hablándole de mí mismo. Es el camino más corto para llegar a la herencia.

La presidenta, sin despegar los labios, respondió a esta fina observación con un gesto.

—Yo era procurador en Mantes —siguió diciendo Fraisier, a quien el gesto autorizaba a contar su historia—, y mi puesto debía ser toda mi fortuna, ya que estaba en tratos para adquirir el bufete del señor Levroux, a quien sin duda conoce usted…

La presidenta asintió con la cabeza.

—Con la suma que me habían prestado y unos diez mil francos míos, abandoné el bufete de Desroches, uno de los procuradores más competentes de París; con él había estado de primer pasante durante seis años. Tuve la desgracia de contrariar al fiscal de Mantes, el señor…

—Olivier Vinet.

—Exactamente, el hijo del procurador general. Él cortejaba a una damita…

—¿Cómo?

—… la señora Vatinelle…

—¡Ah! La señora Vatinelle… Era muy linda y muy… En mi época…

—Esta dama me distinguió con sus favores; inde irae —siguió diciendo Fraisier—. Yo era activo, quería devolver el dinero a mis amigos y casarme; necesitaba trabajo, y lo buscaba; pronto tuve yo sólo más casos que todos los demás colegas… Sí, tuve en contra a los procuradores de Mantes, a los notarios y hasta a los escribanos. Me declararon la guerra. Ya sabe usted que en nuestra terrible profesión, cuando se quiere perder a un hombre, es fácil conseguirlo. Me sorprendieron ocupándome de un pleito en el que representaba a las dos partes. Es algo un poco irregular; pero en ciertas ocasiones en París se hace, y los procuradores lo toleran por aquello de hoy por ti, mañana por mí. Pero en Mantes es distinto. El señor Bouyonnet, a quien yo ya había prestado este pequeño servicio, empujado por sus colegas y estimulado por el fiscal, me traicionó… Ya ve usted que no le oculto nada. Hubo un gran escándalo. Para todos yo era un granuja, me dejaban peor que a Marat. Me obligaron a vender y lo perdí todo. Me instalé en París, donde he intentado abrir bufete, pero el mal estado de mi salud apenas me permite tener dos horas buenas de cada veinticuatro. Hoy sólo tengo una ambición, muy modesta. Usted quizá sea un día la esposa de un ministro de Gracia y Justicia, o de un primer presidente de la audiencia. Pero yo, pobre y enfermo, no tengo más deseo que tener un lugar donde terminar tranquilamente mis días, un rinconcito, un puesto para vegetar. Quiero ser juez de paz en París. Para usted y para el señor presidente, es una bagatela obtener mi nombramiento, porque deben hacer ya mucha sombra al actual ministro, y seguramente estará deseoso de atender una petición suya… Pero esto no es todo —añadió Fraisier, al ver que la presidenta se disponía a hablar y le hacía un gesto—. Tengo mucha amistad con el médico del anciano de quien el señor presidente tendría que heredar. Ya ve que nos acercamos a nuestro asunto… Este médico, cuya cooperación es indispensable, está en la misma situación en que usted me ve: con talento y sin suerte… Por él he sabido hasta qué punto se lesionaban los intereses de ustedes, porque en el momento en que le hablo es probable que todo haya terminado, que el testamento que desherede al señor presidente esté ya firmado… Este médico desea ser nombrado médico jefe de un hospital o de los colegios reales; en fin, usted ya me comprende, necesita un puesto en París equivalente al mío… Le ruego que me disculpe por tratar estos dos puntos tan delicados, pero es preciso que en nuestro acuerdo no haya la menor ambigüedad. Por otra parte, el médico de que le hablo es un hombre de mucho prestigio y de grandes conocimientos, que ha salvado la vida al señor Pillerault, tío segundo del yerno de usted, el señor vizconde Popinot. Si usted tiene la bondad de prometerme estos dos puestos, el del juez de paz y el cargo médico para mi amigo, yo le aseguro que conseguiré que esta herencia vaya a parar a sus manos casi intacta… Digo casi intacta, porque estará gravada por los compromisos que habrá que contraer con el legatario y con varías personas más cuyo concurso nos será absolutamente indispensable. Usted no cumplirá sus promesas hasta que yo haya cumplido las mías.

 

 

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