XXXIX

Se pacta el soborno

 

El salón donde se hallaba la mayor parte del museo Pons era uno de estos antiguos salones como los concebían los arquitectos que contrataba la nobleza francesa, de veinticinco pies de ancho, por treinta de largo y trece pies de alto. Los cuadros que poseía Pons, en número de sesenta y siete, colgaban todos de las cuatro paredes de este salón enmaderado, blanco y oro: pero el blanco amarillento, y el oro enrojecido por la acción del tiempo, ofrecían tonos armoniosos que no desmerecían en absoluto el efecto de las telas. Catorce estatuas se elevaban sobre otras tantas columnas, ya fuera en los rincones, ya entre los cuadros, sobre pedestales de Boulle. Unos aparadores de ébano, regiamente esculpidos, adornaban la parte baja de las paredes. Estos aparadores contenían las curiosidades. En medio del salón, una hilera de cristaleras en madera esculpida, ofrecían a la mirada las más grandes rarezas de la artesanía: los marfiles, los bronces, las maderas, los esmaltes la orfebrería, las porcelanas, etc.

Una vez el judío se vio en este santuario, se dirigió inmediatamente hacia cuatro obras maestras que reconoció como las más bellas de la colección, y de pintores que faltaban en la suya. Para él aquello era lo que para los naturalistas estas desiderata que les hacen emprender los mayores viajes, llegar hasta los trópicos, hasta los desiertos, las pampas, las sabanas, las selvas vírgenes. El primer cuadro era de Sebastián del Piombo, el segundo de Fra Bartolomeo della Porta, el tercero un paisaje de Hobbema, y el último un retrato de mujer por Alberto Durero, ¡cuatro diamantes! Sebastián del Piombo, en el arte de la pintura, viene a ser como un punto brillante en el que tres escuelas se han dado cita para aportar cada una de ellas sus cualidades más eminentes. Pintor de Venecia, fue a Roma para aprender el estilo de Rafael bajo la dirección de Miguel Ángel, quien quiso oponerlo a Rafael, luchando en la persona de uno de sus lugartenientes contra este soberano pontífice del arte. Y de este modo este perezoso genio compendia el color veneciano, la composición florentina y el estilo rafaelesco, en los escasos cuadros que se dignó pintar, y cuyos esbozos habían sido dibujados, según se dice, por Miguel Ángel. Y así puede verse a qué perfección llegó este hombre, armado de esta triple fuerza, cuando se estudia en el Museo de París el retrato de Baccio Bandinelli, que puede compararse con el Hombre del guante del Ticiano, con el retrato de viejo en el que Rafael ha unido su perfección a la del Correggio, y con el Carlos VIII de Leonardo de Vinci, sin que esta tela desmerezca. Estas cuatro perlas tienen la misma agua, el mismo oriente, la misma redondez, el mismo brillo, el mismo valor. El arte humano no puede ir más allá. Es superior a la naturaleza, que sólo ha hecho vivir el original durante un momento. De este gran genio, de esta paleta inmortal, pero de una incurable pereza, Pons poseía un Caballero de Malta en oración, pintado sobre pizarra, de una gracia, de un acabado, de una profundidad superiores aún a las cualidades del retrato de Baccio Bandinelli. El Fra Bartolomeo, que representaba una Sagrada Familia, hubiera sido considerado por muchos expertos como un cuadro de Rafael. El Hobbema debía alcanzar unos sesenta mil francos en una subasta pública.

En cuanto al Alberto Durero aquel retrato de mujer era semejante al famoso Holzschuer de Nuremberg, por el cual los reyes de Baviera, de Holanda y de Prusia han ofrecido en varias ocasiones, y en vano, doscientos mil francos. ¿Se trata de la mujer o de la hija del caballero Holzschuer, el amigo de Alberto Durero? La hipótesis se convierte casi en una certidumbre, ya que la mujer del museo Pons está en una actitud que supone la existencia de otro cuadro complementario, y las armas pintadas están dispuestas de la misma manera en uno y otro retrato. Además, la aetatis suae XLI está en perfecta armonía con la edad indicada en el retrato tan celosamente guardado por la casa Holzschuer de Nuremberg, y cuyo grabado se ha terminado recientemente.

Élie Magus tenía lágrimas en los ojos mientras iba contemplando una y otra vez estas cuatro obras maestras.

—Le doy dos mil francos de gratificación por cada uno de estos cuadros, si consigue que me los vendan por cuarenta mil francos —dijo al oído de la Cibot, estupefacta ante aquella fortuna que le llovía del cielo.

La admiración, o, para ser más exactos, el delirio del judío, había producido un tal trastorno en su inteligencia y en sus costumbres de avaricia, que, como ya se ha visto, el judío se delató.

—¿Y yo…? —dijo Rémonencq que no entendía de cuadros.

—Todo esto es del mismo valor —replicó astutamente el judío al oído del auvernés—; coge diez cuadros cualquiera y en las mismas condiciones y habrás ganado una fortuna.

Los tres ladrones aún seguían mirándose, cada uno de ellos presa de su voluptuosidad, la más intensa de todas, la satisfacción del éxito en cuestiones de fortuna, cuando la voz del enfermo resonó vibrando como un son de campana…

—¿Quién hay aquí? —gritó Pons.

—¡Señor, vuelva a acostarse! —dijo la Cibot, abalanzándose sobre Pons y obligándole a volver a meterse en la cama—. ¡Vaya! ¿Quiere usté matarse? No, no es el señor Poulain, es el bueno de Rémonencq, que se interesa tanto por usté que ha venido a saber noticias suyas. Le quieren tanto que toda la casa está alborotada por usté. ¿De qué tiene miedo?

—Es que me parecía que eran varios —dijo el enfermo.

—¿Varios? ¡Ésta sí que es buena! ¡Vaya! ¿Está soñando? Palabra que terminará por volverse loco… Mire, ahora verá…

La Cibot abrió vivamente la puerta e hizo señas a Magus de retirarse y a Rémonencq de avanzar.

—¿Qué, cómo va, señor Pons? —dijo el auvernés, por quien había hablado la Cibot—. Venía a saber noticias suyas, porque toda la casa está con ansia por usted… ¡A nadie le gusta que la muerte entre en una casa! Y, además, Monistrol, que usted ya conoce, me ha encargado decirle que si necesitaba dinero, podía contar con él…

—¡Le envía para echar una ojeada a mi museo! —dijo agriamente el viejo coleccionista, lleno de desconfianza.

En las enfermedades del hígado, los individuos casi siempre manifiestan una antipatía especial, momentánea; concentran su mal humor en un objeto o en una persona cualquiera. Y Pons se imaginaba que iban detrás de su tesoro, tenía la obsesión de vigilarlo, y a cada momento enviaba a Schmucke a ver si alguien se había introducido en el santuario.

—Su colección es como para llamar la atención de los chalanes —respondió astutamente Rémonencq—, y aunque yo no entiendo de antigüedades de tanto valor, el señor pasa por ser un gran experto, y aunque yo no sé mucho de estas cosas, le compraría lo que fuera, con los ojos cerrados… Si el señor necesita alguna vez dinero, porque no hay nada que cueste tanto como estas malditas enfermedades… que mi hermana, en diez días, gastó un franco y medio en potingues, cuando tuvo la sangre revuelta, y que también se hubiera curado sin eso… Los médicos son unos granujas que se aprovechan de nuestro estado…

—Adiós y gracias —respondió Pons al chatarrero, dirigiéndole inquietas miradas.

—Voy a acompañarle —dijo en voz baja la Cibot al enfermo—, no sea que toque algo.

—Sí, sí —respondió el enfermo, dando las gracias a la Cibot con una mirada.

La Cibot cerró la puerta de la alcoba, lo cual despertó la desconfianza de Pons. Encontró a Magus inmóvil delante de los cuatro cuadros. Esta inmovilidad, esta admiración, sólo pueden ser comprendidas por aquellos cuya alma está abierta al bello ideal, al sentimiento inefable que causa la perfección en el arte, y que se quedan plantados durante horas enteras en el Museo ante la Gioconda de Leonardo de Vinci, ante el Antíope del Correggio, la obra maestra de este pintor, ante la Amante del Ticiano, la Sagrada Familia de Andrea del Sarto, ante los Niños rodeados de flores del Domenichino, el pequeño camafeo de Rafael y su retrato de viejo, las obras más inmensas de la historia del arte.

—¡Váyanse sin hacer ruido! —dijo.

El judío retrocedió lentamente, de espaldas a la puerta, contemplando los cuadros como un hombre enamorado contempla a una amante a la que dice adiós.

 

 

XL

Asalto de astucia

 

Cuando el judío estuvo en el rellano, la Cibot, a quien aquella contemplación había dado sus ideas, dio un golpe en el seco brazo de Magus.

—¡Me dará usté cuatro mil francos por cuadro! Si no, de lo dicho no hay nada…

—¡Soy tan pobre…! —dijo Magus—. Si deseo estas telas es únicamente por amor, por amor al arte, mi buena señora.

—Estás tan flaco, hijo mío —dijo la portera—, que comprendo que sea el único amor que te interese. Pero si no me prometes, hoy mismo, delante de Rémonencq, dieciséis mil francos, mañana serán veinte mil.

—De acuerdo con los dieciséis mil —respondió el judío asustado por la avidez de la portera.

—¿Un judío por qué puede jurar? —preguntó la Cibot a Rémonencq.

—Puede usted fiarse de él —respondió el chatarrero—, es un hombre tan honrado como yo.

—Bueno, ¿y usté? —preguntó la portera—. Si hago que le vendan cuadros de éstos, ¿qué me va a dar?

—La mitad de los beneficios —dijo rápidamente Rémonencq.

—Prefiero una cantidá en seguida, yo no soy del oficio —respondió la Cibot.

—¡Pues lo que es de negocios entiende usted mucho! —dijo Élie Magus sonriendo—; sería una buena comerciante.

—Yo le propongo que se asocie conmigo, en cuerpos y bienes —dijo el auvernés, cogiendo el bien torneado brazo de la Cibot, y dando una palmada encima con la fuerza de un martillo—. ¡No le pido que ponga más fondos que su belleza! Hace usted mal de ser tan fiel a este desgraciado de Cibot y a su aguja… ¿Cree que un portero de nada puede enriquecer a una mujer guapa como usted? ¡Ah! ¡Qué bien estaría usted en una tienda en el bulevar, en medio de las antigüedades, dando conversación a los coleccionistas y enredándolos! ¡Cuando haya hecho su agosto en esta casa, deje la portería, y ya verá lo que vamos a hacer los dos juntos!

—¡Hacer mi agosto! —dijo la Cibot—. ¡Yo soy incapaz de llevarme de aquí ni el valor de un alfiler!, ¿sabe usté, Rémonencq? —exclamó la portera—. ¡En todo el barrio saben que soy una mujer honrada, ea!

Los ojos de la Cibot relampagueaban.

—¡Calma, calma! —dijo Élie Magus—. Me parece que este auvernés la aprecia demasiado para haber querido ofenderla.

—¡Qué bien sabría tratar a la clientela! —exclamó el auvernés.

—Sean justos, hijos míos —dijo la Cibot ya apaciguada— y junguen lo que ha sido mi situación aquí… Hace diez años que me estoy exterminando la costitución por estos dos solterones, y aún es la hora que me hayan dado otra cosa que no sean buenas palabras. Rémonencq puede decirle que doy de comer a estos dos viejos, a cambio de un tanto, con lo cual pierdo de uno a dos francos por día, y yo les juro por el alma de mi madre, que es la única autora de mis días que he conocido, que con ellos he consumido todos mis ahorros… ¡Vaya, que esto es más verdá que la luz que nos alumbra, y que mi café me sirva de veneno si miento en un céntimo…! Bueno, y ahora resulta que uno de los dos se va a morir, ¿verdá? Y es el más rico de estos dos hombres, que yo he tratado como si fueran mismamente hijos míos… ¿Y crererá usté, señor mío, que en veinte días que vengo repitiéndole que está a punto de morirse (porque el señor Poulain ya le ha desanunciado…) el tacaño ese no dice ni una palabra de ponerme en el testamento, como si nos conociéramos de ayer…? ¡Palabra de mujer honrada, que si no es a la fuerza no vamos a sacar lo que nos deben! Porque ¡vaya una a fiarse de los herederos…! ¡Vaya unos…! Miren ustedes, sin ofender a nadie, ¿eh?, pero todo el mundo es igual de gorrino…

—Eso sí que es verdad —dijo astutamente Élie Magus—. En el fondo nosotros aún somos los más honrados —añadió mirando a Rémonencq.

—Que no lo digo por ustedes —dijo la Cibot—. Que de los presentes, como decía aquel actor antiguo, nunca se habla mal… Les juro que estos dos señores me deben ya cerca de tres mil francos, que lo poco que tengo lo he gastado en medicamentos y en sus cosas, ¡y que sería buena que ahora no fueran a devolverme mis anticipos! Yo soy tan boba, con mi honradez, que no me atrevo a hablarles de eso… Usté que trata en negocios, ¿qué me aconseja? ¿Que vaya a ver a un abogado…?

—¡Un abogado! —exclamó Rémonencq—. ¡Pero si usted sabe mucho más que todos los abogados!

El ruido de la caída de un cuerpo pesado sobre las baldosas del comedor, resonó en el gran hueco de la escalera.

—¡Ay Dios mío! —exclamó la Cibot—. ¿Qué le habrá pasado? Me parece que es el señor que se habrá roto las narices…

Empujó a sus dos cómplices, que se esfumaron rápidamente, y dando media vuelta se precipitó hacia el comedor, en donde encontró a Pons extendido en el suelo, en camisón y sin conocimiento… Levantó en brazos al solterón como una pluma y lo llevó hasta su cama. Una vez hubo acostado al moribundo, le hizo respirar barbas de pluma quemada, le mojó las sienes con agua de Colonia, le reanimó. Luego, cuando vio que Pons abría los ojos y que volvía a la vida, se puso en jarras.

—¡Sin zapatillas! ¡En camisón! ¡Hay para matarle! ¿Y por qué desconfía de mí? Si las cosas se ponen ansí, yo me voy, adiós ¿eh? Después de diez años que le sirvo, que pongo dinero en su casa, qué he gastado mis ahorros con usté, para evitarle quebraderos de cabeza al probre señor Schmucke, que se pasa todo el tiempo llorando por la escalera, como un chiquillo… ¡Y ésta es mi rencompensa! ¡Usté iba a espiarme… y Dios le ha castigado! ¡Se lo tiene merecido! Y yo que a poco me deslomo para llevarle en brazos, y que me expongo a quedarme tullida para el resto de mis días… ¡Ay, Dios mío! Y la puerta que ha quedado abierta…

—¿Con quién estaba hablando…?

—¡Ésta sí que es buena! —exclamó la Gibot—. ¡Vaya! ¿Es que soy su esclava? ¿Por qué tengo que darle cuenta de todo? ¿Sabe que si se pone ansí lo planto todo? Y que venga una mujer a cuidarle…

Pons, horrorizado ante esta amenaza, sin darse cuenta, dio a comprender a la Cibot el arma que poseía con esta espada de Damocles…

—¡Es mi enfermedad! —dijo lastimosamente.

—¡Vaya excusa! —replicó rudamente la Cibot.

Y dejó a Pons confuso, presa de remordimientos, admirando la fidelidad gruñona de su asistenta, haciéndose reproches, y sin darse cuenta del terrible mal con que acababa de agravar su enfermedad, al desplomarse sobre las baldosas del comedor.

 

 

XLI

En donde el nudo se estrecha

 

La Cibot encontró a Schmucke subiendo por la escalera.

—¡Venga, venga…! ¡Hay muy malas noticias…! El señor Pons se está volviendo loco. Figúrese que se ha levantado desnudo, para seguirme… y se ha caído todo lo largo que es… Vaya a preguntarle por qué, él dice que no sabe nada… Está muy mal… Yo no he hecho nada para provocarle a estas cosas, a no ser que haya sido lo de haberle hablado de sus primeros amores… ¿Quien va a conocer a los hombres? Todos son unos viejos libertinos… He hecho mal en enseñarle los brazos, que los ojos le brillaban como escarbúnculos…

Schmucke escuchaba a la señora Cibot como si oyese hablar en hebreo.

—Y yo he tenido que hacer un esfuerzo que voy a estar resentida hasta el fin de mis días —añadió la Cibot fingiendo sentir vivos dolores y pensando aprovecharse de la idea que había tenido por casualidad al sentir un ligero cansancio en los músculos—. ¡Qué idiota soy! Cuando le he visto por el suelo, le he cogido en brazos y le he llevado hasta la cama, como a un niño, ea… Pero ahora me resiento del esfuerzo… ¡Ay, me encuentro mal! Me voy a mi casa, cuídese usté de nuestro enfermo. Voy a hacer que Cibot vaya a buscar al señor Poulain para mí… Preferiría morirme que verme inválida…

La Cibot, agarrándose a la barandilla, bajó lentamente la escalera haciendo mil contorsiones, y emitiendo gemidos tan lastimeros que todos los inquilinos, asustados, salieron a los rellanos de sus pisos. Schmucke sostenía a la enferma derramando lágrimas, y explicaba el heroísmo de la portera. Toda la casa, todo el barrio, no tardaron en saber el gesto sublime de la portera, que había hecho un esfuerzo mortal, según se decía, al levantar en brazos a uno de los cascanueces. Schmucke volvió junto a Pons, le explicó el lamentable estado de su factótum, y los dos se quedaron mirándose y diciendo: «¿Qué vamos a hacer sin ella…?». Schmucke, al ver el cambio que se había producido en Pons, después de su escapada, no se atrevió a reñirle.

—¡Tichosas andicuetades! Breveriría guemarlo dodo a berder a mi amico —exclamó, al enterarse por Pons de la causa del accidente—. ¡Tesgonfiar te la señora Cipod, gue nos bresda sus ahorros! ¡Eso no esdá pien! Bero es la envermedat…

—¡Ah, esta enfermedad! Me noto cambiado —dijo Pons—. Yo no quisiera hacerte sufrir, mi buen Schmucke.

—Ríñeme a mi —dijo Schmucke— y teja dranguila a la señora Cipod.

El doctor Poulain hizo desaparecer en pocos días el conato de invalidez de la que se decía amenazada la señora Cibot, y esta curación, que parecía un milagro, aumentó considerablemente su reputación en el barrio del Marais. En casa de Pons el médico atribuyó este éxito a la excelente constitución de la enferma, que, al cabo de siete días, reemprendió el servicio de los dos señores, con gran satisfacción de éstos. Este acontecimiento centuplicó la influencia, la tiranía de la portera en el hogar de los dos cascanueces, quienes, durante esta semana, se habían endeudado, pero cuyas deudas fueron pagadas por ella. La Cibot se aprovechó de la circunstancia para conseguir (¡y con qué facilidad!) que Schmucke le firmara un recibo por dos mil francos, que ella decía haber prestado a los dos amigos.

—¡Ah! ¡Qué médico el señor Poulain! —decía la Cibot a Pons—. Él le salvará, señor Pons, como me ha salvado a mí, que ya tenía un pie en el otro barrio… Mi probre Cibot ya me daba por muerta… Bueno, el señor Poulain ya ha debido decírselo, cuando yo estaba en cama, sólo pensaba en usté: «Dios mío, decía yo, llévame a mí y deja vivir a mi querido señor Pons…».

—¡Pobre señora Cibot! Ha estado usted a punto de quedar tullida por culpa mía…

—¡Oh! Le advierto que si no hubiera sido por el señor Poulain, yo a estas horas ya estaría con la camisa de pino que nos espera a todos. Esto es salirse de la fosa de un brinco, como decía aquel actor antiguo. En fin, hay que ser finlósofos. ¿Cómo se las han arreglado sin mí?

—Schmucke se ha quedado a cuidarme —respondió el enfermo—. Pero nuestra bolsa ha pagado las consecuencias, y me temo que nuestras clases también… No sé cómo se lo ha hecho…

—No de breogupes, Bons —interrumpió Schmucke—, el señor Cipod ha sito nuestro panguero, ein buen panguero…

—No se hable más de eso; ustedes dos son como nuestros hijos —dijo la Cibot—. Bien empleados están nuestros ahorros; que ustedes son más seguros que el banco. Mientras nosotros tengamos un pedazo de pan, ustedes tendrán la mitad…; ni vale la pena hablar de esto…

—¡Bovre señora Cipod! —dijo Schmucke saliendo del cuarto.

Pons guardó silencio.

—¿Me crererá usté, mi querubín —dijo la Cibot al enfermo, viéndole inquieto—, que en mi agonía he visto a la cierta muy de cerca…? Lo que más me angustiaba era tener que dejarles solos, sin ayuda, y dejar a mi probre Cibot sin un céntimo… ¡Son tan poca cosa mis ahorros, que sólo le hablo de esto porque viene a cuento con lo de mi muerte y con Cibot, que es un ángel!… ¡Me ha cuidado como a una reina, y lloraba como un becerro! Pero yo contaba con ustedes, palabra de mujer honrada… Yo le decía: «Anda, Cibot, que mis señores no te dejarán nunca sin un pedazo de pan…».

Pons no respondió nada a aquel ataque ad testamentum, y la portera guardó silencio esperando que hablase.

—Les recomendaré a Schmucke —dijo por fin el enfermo.

—¡Ah! —exclamó la portera—. Todo lo que usté haga estará bien hecho… Yo confío en usté, en su corazón… No volvamos a hablar de esto, porque me siento como humillada… Piense en curarse; ¡si va a vivir más que nosotros…!

Una profunda inquietud se adueñó del corazón de la señora Cibot, y se propuso hacer que su señor se explicara acerca de la herencia que pensaba dejarles; y antes que nada, salió para ir a ver al doctor Poulain en su casa, por la tarde, después de la comida de Schmucke, quien comía junto a la cama de Pons desde que su amigo se hallaba enfermo.

 

 

XLII

Historia de todos los comienzos en París

 

El doctor Poulain vivía en la calle de Orleáns. Ocupaba una pequeña planta baja compuesta de una antesala, un salón y dos dormitorios. Un cuartito contiguo a la antesala, y que comunicaba con una de las dos alcobas, la del doctor, había sido convertido en despacho. Una cocina, un cuarto de criado y un pequeño sótano, iban también incluidos en el alquiler de la casa, situada en un ala de un inmenso edificio construido en la época del Imperio, en lugar de una antigua residencia señorial, cuyo jardín existía todavía. Este jardín había sido dividido entre los tres pisos de la planta baja.

El piso del doctor no había sufrido ningún cambio en los últimos cuarenta años. Las pinturas, los papeles, la decoración, todo olía a Imperio. Una mugre cuadragenaria y el humo, habían deslucido los espejos, las cenefas, los dibujos del papel, los techos y las pinturas. Aquel pisito en el corazón del Marais, costaba aún mil francos por año. La señora Poulain, madre del doctor, de unos sesenta y siete años de edad, terminaba su vida en el segundo de los dormitorios. Trabajaba para los calzoneros. Cosía las polainas, los calzones de piel, los tirantes, en fin, todo lo referente a este artículo, bastante en decadencia hoy en día. Ocupada en cuidarse de la casa y en dar órdenes a la única criada de su hijo, no salía nunca, y tomaba el aire en un jardincillo, al que se bajaba por una puerta-ventana del salón. Viuda desde hacía veinte años, a la muerte de su marido había vendido los fondos de su tienda de calzonería al encargado de la misma, quien le reservaba trabajo suficiente para que pudiera ganarse alrededor de un franco y medio por día. Lo había sacrificado todo a la educación de su hijo único, queriendo que alcanzara a toda costa una posición superior a la de su padre. Orgullosa de su Esculapio, creyendo en su éxito, seguía sacrificándolo todo por él, dichosa de cuidarle, de ahorrar por él, no pensando más que en su bienestar y queriéndole con inteligencia, lo cual no saben hacer todas las madres. Y así, la señora de Poulain, que se acordaba que había sido una simple obrera, no quería perjudicar a su hijo, ni ser motivo de risas o de menosprecio, ya que la buena mujer hablaba con la «ese», como la señora Cibot hablaba con la «ene»; por su propia voluntad, se ocultaba en su alcoba cuando por casualidad ciertos clientes distinguidos venían a consultar al doctor, o cuando se presentaban antiguos camaradas de colegio o de hospital. De este modo jamás el doctor tuvo que avergonzarse de su madre, a quien veneraba, y cuya falta de educación quedaba sobradamente compensada por este sublime afecto. La venta de los fondos de la tienda de calzonero había dado alrededor de veinte mil francos, la viuda en 1820 los había invertido en títulos de la Deuda Pública, y los mil cien francos de renta que le producían eran toda su fortuna. De modo que durante largo tiempo los vecinos vieron en el jardín la ropa del doctor y la de su madre tendida en cuerdas. La criada y la señora Poulain lo lavaban todo en casa con economía. Este detalle doméstico perjudicaba mucho al doctor; nadie quería reconocerle talento, al verle tan pobre. Los mil cien francos de renta se gastaban en el alquiler. El trabajo de la señora Poulain, que era una anciana bajita y entrada en carnes, en los primeros tiempos bastó para subvenir a todos los gastos de aquella modesta casa. Al cabo de doce años de persistir en su pedregoso camino, el doctor había terminado por ganar un millar de escudos al año, y la señora Poulain podía pues disponer de unos cinco mil francos. Los que conocen París saben que esto significa vivir con lo estrictamente imprescindible, El salón en el que esperaban las visitas estaba mezquinamente amueblado con este sofá vulgar de caoba, tapizado de un terciopelo de Utrecht amarillo floreado, con cuatro sillones, seis sillas, una consola, y una mesa de té, que se había heredado del difunto calzonero, y todo de acuerdo con su gusto. El reloj de pared, siempre protegido por un globo de cristal, entre dos candelabros egipcios, representaba una lira. Uno se preguntaba por qué procedimiento las cortinas que colgaban de las ventanas habían podido subsistir durante tanto tiempo, ya que eran de calicó amarillo con rosetones rojos de la fábrica de Jouy. Oberkampff en 1809 había sido felicitado por el Emperador por estos atroces productos de la industria algodonera. El despacho del doctor estaba amueblado de acuerdo con el mismo gusto, aprovechando el mobiliario de la alcoba paterna. Era algo seco, pobre y frío. ¿Qué enfermo podía creer en la ciencia de un médico que, sin prestigio, se encontraba aún sin muebles, en un tiempo en el que la apariencia es todopoderosa, en el que se doran los faroles de la plaza de la Concordia para consolar al pobre convenciéndole de que es un ciudadano rico?

La antesala servía de comedor. Allí trabajaba la criada cuando no se hallaba ocupada en la cocina o no hacía compañía a la madre del doctor. Apenas entrar se adivinaba la miseria decente que reinaba en aquel triste piso, desierto durante la mitad del día, al divisar los visillos de muselina roja de la vidriera que daba al patio. Las alacenas debían ocultar restos de pasteles enmohecidos, platos desportillados, tapones eternos, servilletas de una semana, en fin, las explicables ignominias de los hogares parisienses modestos, y que de allí sólo pueden pasar al saco de los traperos. Y así era como en esta época en que la moneda de cinco francos se agazapa en todas las conciencias, tintinea en todas las frases, el doctor, a los treinta años, con una madre sin relaciones, seguía soltero. En diez años aún no había encontrado ni el menor pretexto para una historia novelesca en las familias a las que tenía acceso por su profesión, ya que sólo atendía a personas cuyas existencias eran semejantes a la suya; sólo veía casas parecidas a la suya, las de pequeños empleados o modestos fabricantes. Sus clientes más ricos eran los carniceros, los panaderos, los tenderos importantes del barrio, gente que, la mayoría de las veces, atribuía su curación a la naturaleza, para poder pagar las visitas del doctor a dos francos, al verle venir a pie. En medicina, el cabriolé es más necesario que el saber.

Una vida trivial y sin incidentes termina por influir en el espíritu más aventurero. Un hombre se amolda a su suerte, acepta la vulgaridad de su vida.

Y así, el doctor Poulain, después de diez años de ejercer su carrera, seguía haciendo de Sísifo sin las desesperaciones que amargaron sus primeros días. Sin embargo, acariciaba un sueño, porque todos los habitantes de París tienen un sueño. Rémonencq disfrutaba de un sueño, la Cibot tenía el suyo. El doctor Poulain esperaba ser llamado por un enfermo rico e influyente; y más tarde obtener, por el prestigio que le diera este enfermo, a quien infaliblemente curaría, un puesto de médico jefe en un hospital, de médico de las prisiones o de los teatros del bulevar, o de un ministerio. Era precisamente de esta manera como había conseguido el puesto de médico municipal. Llamado por la Cibot, había atendido y curado al señor Pillerault, el propietario de la casa de la que eran porteros los Cibot. El señor Pillerault, tío abuelo por parte de madre de la señora condesa Popinot, la esposa del ministro, se había interesado por aquel joven cuya oculta miseria había sondeado en una visita de agradecimiento, y exigió de su sobrino segundo, el ministro, quien le veneraba, el puesto que el doctor ocupaba desde hacía cinco años, y cuya precaria retribución había llegado en el momento justo para evitarle tomar una decisión radical, la de emigrar. Irse de Francia es, para un francés, una situación trágica. El doctor Poulain fue a expresar su gratitud al conde Popinot; pero como el médico del estadista era el ilustre Bianchon, el solicitante comprendió que le sería imposible entrar en aquella casa. El pobre doctor, tras haberse ilusionado pensando que iba a obtener la protección de uno de los ministros influyentes de uno de los doce o quince naipes que hace dieciséis años que una mano poderosa baraja sobre el tapete verde de la mesa del Consejo, se encontró hundido de nuevo en el Marais, como chapoteando en las casas de los pobres y de los pequeños burgueses, y con la misión de certificar los fallecimientos a razón de mil doscientos francos por año.

El doctor Poulain, que se había destacado como interno, era prudente en su profesión, y no carecía de experiencia. Además, sus muertos no eran escandalosos, y podía estudiar todas las enfermedades in anima vili. ¡Ya puede el lector imaginarse la hiel que le consumía! No es pues de extrañar que la expresión de su rostro, ya de natural largo y melancólico, fuese a veces aterradora. Imagínese en un pergamino amarillo los ojos ardientes de Tartufo y la acritud de Alcestes; y figúrese el lector la manera de andar, la actitud, la mirada de este hombre que, considerándose tan buen médico como el ilustre Bianchon, se sentía relegado a una esfera oscura por una mano de hierro. El doctor Poulain no podía por menos de comparar sus facturas de diez francos, las más elevadas, con las de Bianchon, que llegaban a quinientos o seiscientos francos. ¿No es como para concebir todos los odios de la democracia? Por otra parte, aquel ambicioso reprimido no tenía nada que reprocharse. Había ya probado fortuna inventando unas píldoras purgantes parecidas a las de Morrison. Había confiado su explotación a uno de sus compañeros de hospital, un interno convertido en farmacéutico; pero el farmacéutico, enamorado de una figuranta del Ambigu-Comique, se había declarado en quiebra, y como la patente de invención de las píldoras purgantes se hallaban a su nombre, este gran descubrimiento había enriquecido al sucesor. El ex interno había huido a Méjico, la patria del oro, llevándose mil francos de ahorros del pobre Poulain, quien, como remate, fue tratado de usurero por la figuranta, a la que se dirigió para reclamarle su dinero. Desde la buena suerte de la curación del viejo Pillerault, no se había presentado ni un solo cliente rico, Poulain recorría todo el Marais a pie, como un gato escuálido, y de cada veinte visitas lograba que le pagaran dos a cuarenta sueldos. El cliente que pagaba bien era para él este pájaro fantástico llamado mirlo blanco en toda la superficie de la tierra que alumbra el sol.

El abogado joven sin causas, el médico joven sin clientes, son las dos encarnaciones más características de la desesperación decente, sobre todo en la ciudad de París, esa desesperación fría y callada, que se arropa en un traje negro de costuras grisáceas cuyo color recuerda al cinc de las buhardillas, en un chaleco de raso brillante, un sombrero tratado con la máxima veneración, guantes viejos y camisas de calicó. Todo un poema de tristeza, sombrío como los secretos de la Conserjería. Las otras miserias, la del poeta, la del artista, la del comediante, la del músico, se ven alegradas por la jovialidad propia de las artes, por la despreocupación de la bohemia, que es lo que primero se conoce y que lleva a las tebaidas del genio. Pero estos dos atuendos negros que van a pie, llevados por dos profesiones para las cuales el mundo no es más que una llaga, a las que la humanidad sólo muestra sus aspectos vergonzosos; estos dos hombres, en sus duros comienzos, tienen expresiones siniestras, provocantes, en las que la ambición y el odio concentrados asoman a una mirada parecida a los primeros chisporroteos de un conato de incendio. Cuando dos amigos de colegio se encuentran, a veinte años de distancia, el rico evita a su camarada pobre, no le conoce, se asusta de los abismos que el destino ha puesto entre ellos. El uno ha recorrido la vida cabalgando los briosos caballos de la fortuna o sobre las doradas nubes del éxito; el otro ha caminado por el subsuelo de las sentinas parisientes y lleva sobre sí este estigma. ¡Cuántos antiguos amigos esquivaban al doctor al ver el aspecto de su levita y de su chaleco!

Ahora es fácil de comprender cómo el doctor Poulain había desempeñado tan bien su papel en la comedia de la gravedad de la Cibot. Todas las codicias, todas las ambiciones, se adivinan. Al no encontrar ninguna lesión en ningún órgano de la portera, al admirarse de la regularidad de su pulso, la perfecta ligereza de sus movimientos, y al oírla poner el grito en el cielo, comprendió que tenía interés en hacerse pasar por moribunda. Como la rápida curación de una enfermedad fingida haría que se hablase de él en el distrito, exageró la supuesta quebradura de la Cibot, y dijo que todo se resolvería atajando el mal a tiempo. Aplicó a la portera unos pretendidos medicamentos y la sometió a una fantástica operación, todo lo cual se vio coronado con pleno éxito. Buscó en el arsenal de las curaciones extraordinarias de Desplein un caso singular, atribuyó modestamente el éxito al gran cirujano y se contentó con declararse su imitador. Así son las audacias de los principiantes en París; todos los medios de medrar les parecen buenos; pero como hasta los barrotes de estas escaleras se gastan, los principiantes de cada profesión ya no saben dónde apoyar el pie para auparse un poco más y destacar. Cada vez más, el parisiense es refractario al éxito. Cansado de elevar pedestales, se enfurruña como los niños mimados, y ya no quiere más ídolos; o, para decir la verdad, a veces faltan personas de talento que susciten su entusiasmo. La ganga de donde se extrae el genio también tiene sus huecos; entonces el parisiense se hace esquivo, no siempre quiere dorar o adorar a las medianías.

 

 

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