XXXVIII

Exordio por insinuación

 

Pons hacía vanos esfuerzos por responder, ya que la Cibot no daba tregua a la lengua. Si se ha encontrado el modo de parar las máquinas de vapor; el de inmovilizar la lengua de una portera agotará el genio de los inventores.

—Ya sé lo que va a decirme —seguía diciendo—. ¡Ah, no! Hacer testamento cuando se está enfermo, aún no ha matado a nadie; y, en su lugar, yo, por lo que pudiera tronar, no quisiera abandonar a este bendito, porque es un bendito de Dios; no sabe nada de nada; y no quisiera dejarle a mercé de estos judíos de hombres de negocios, y de parientes, que al fin y al cabo, son unos canallas… Vamos a ver: en estos veinte días ¿es que ha venido a verle alguien? ¿Y usté les va a dejar todo lo que tiene? ¿Ya sabe que dicen que lo que hay en esta casa vale la pena?

—Sí, ya lo sé —dijo Pons.

—Rémonencq, que sabe que es usté colecionista y que hace de chamarilero, dice que le daría una renta vintalicia de treinta mil francos por quedarse con sus cuadros cuando usté faltara… ¡Menudo negocio!, ¿eh? Yo en su lugar aceptaría… Pero yo creía que me tomaba el pelo cuando me lo ha dicho… Tendría que avisar al señor Schmucke de lo que valen todas estas cosas, porque es un hombre al que podrían engañar como a un niño; no tiene ni la menor idea del valor de todas estas cosas tan bonitas que hay aquí… Yo creo que lo daría todo a cambio de un pedazo de pan, si es que por amor a usté no lo guardaba durante toda su vida, vamos, si es que vive más que usté, porque cuando usté se muera, él detrás. Pero aquí estoy yo para defenderlo contra todos… yo y Cibot.

—Querida señora Cibot —respondió Pons, emocionado ante aquel alud de palabras, cuya intención parecía tan sincera y espontánea como suele serlo en la gente del pueblo—, ¿qué hubiera sido de mí sin usted y sin Schmucke?

—Sí, esto es verdá, somos los únicos amigos que tiene en este mundo; eso sí que es verdá… Pero dos buenos corazones valen por todas las familias… No me hable de la familia… Es como la lengua, decía aquel actor antiguo, es lo mejor y lo peor… ¿Dónde están sus parientes? ¿Tiene usté parientes? Yo no los he visto nunca.

—¡Son ellos los que me han postrado en esta cama! —exclamó Pons con profunda amargura.

—¡Ah! ¿De modo que tiene parientes? —dijo la Cibot, levantándose como si súbitamente su sillón se hubiese convertido en un hierro al rojo—. ¡Vaya! ¡Pues sí que son amables sus parientes! ¡Menudos! Veinte días, sí, esta mañana ha hecho veinte días, que está usté en las puertas de la muerte, y aún es hora de que vengan a saber de usté… ¡Ya está bien!, ¿no? Yo, en su lugar, antes de dejarles ni un céntimo, daba toda mi fortuna a un hospicio.

—Verá, mi querida señora Cibot, yo quería legar todo lo que poseo a una prima segunda, la hija de mi primo hermano el presidente Camusot, ya sabe usted, aquel magistrado que vino una mañana, pronto hará dos meses…

—¡Ah, ya! Uno bajito, gordo, que le envió sus criados para que le pidieran perdón… por una tontería que había hecho su mujer… que la doncella me hizo preguntas sobre usté, una vieja remilgada que me daba unas ganas de sacudirle la capita de terciopelo con el mango de la escoba… ¡Habráse visto! ¡Una doncella con una capita de terciopelo! Que no, palabra, el mundo está al revés. ¿Por qué se hacen revoluciones? Si tienen tanto dinero, que coman dos veces estos cochinos ricos. Pero lo que yo digo es que las leyes son inútiles, y que ya no habrá nada de sagrado, si Luis Felipe no mantiene las categorías; porque, vamos a ver, si todos somos iguales, ¿no es eso?, una doncella no tiene que llevar una capita de terciopelo, cuando yo, la Cibot, con treinta años de honradez, no tengo… ¡Pues sí que estaríamos buenos! Lo que uno es tiene que verse. Una doncella es una doncella, como yo soy una portera, y se acabó. ¿Por qué los melitares llevan estas chatarreras de canelones? A cada uno su grado. Mire, ¿quiere usté que le diga la conscecuencia de todo eso? ¡Pues que Francia está perdida! Con el Emperador todo iba de un modo muy distinto, ¿verdá? Y yo le dije en seguida a Cibot: «Mira, que estoy segura, una casa en la que las doncellas llevan capitas de terciopelo, es una casa de gente sin entrañas…».

—Sin entrañas, eso es… —respondió Pons.

Y Pons contó sus pesares y sus sinsabores a la señora Cibot, quien prorrumpió en invectivas contra los parientes, y demostró conmoverse extraordinariamente a cada frase de este triste relato. Por fin, se echó a llorar.

Para concebir esta súbita intimidad entre el viejo músico y la señora Cibot, basta imaginarse la situación de un hombre soltero gravemente enfermo por primera vez en su vida, tendido en el lecho del dolor, solo en la vida, teniendo que pasar el día cara a cara consigo mismo, y encontrando este día más largo debido a que es víctima de los inefables sufrimientos de la hepatitis que ensombrece la vida más bella, y que, privado de sus numerosas ocupaciones, cae en el marasmo parisiense, y echa de menos todo lo que se ve gratuitamente en París.

Esta soledad profunda y tenebrosa, este dolor que afecta aún más a lo moral que a lo físico, la inanidad de la vida, todo empuja a un solterón, sobre todo cuando es débil de carácter, sensible de corazón y crédulo, a sentir afecto por la persona que fe cuida, como alguien que se ahoga se agarra a una tabla. Y así era como Pons atendía a los comadreos de la Cibot con gran interés. Schmucke y la señora Cibot, el doctor Poulain, eran toda la humanidad, como su cuarto era todo el universo. Si suele ocurrir que todos los enfermos concentran su atención en el ámbito que abarcan sus miradas, y si su egoísmo se ejerce a su alrededor subordinándose a los seres y a las cosas de una habitación, ya puede suponerse de lo que es capaz un solterón sin afectos y que jamás ha conocido el amor. ¡En aquellos veinte días, Pons había tenido momentos en que había lamentado no haberse casado con Madeleine Vivet! Y gracias a todo esto, en veinte días la señora Cibot hacía inmensos progresos en el ánimo del enfermo, que se veía perdido sin ella; pues, en cuanto a Schmucke, era un segundo Pons para el pobre enfermo. El arte prodigioso de la Cibot consistía, además sin enterarse, en expresar las propias ideas de Pons.

—¡Ah! ¡Ya está aquí el doctor! —dijo la portera, al oír sonar la campanilla.

Y dejó a Pons completamente solo, sabiendo perfectamente que quienes llamaban eran el judío y Rémonencq.

—No hagan ruido, por favor… —dijo—; ¡que no se dé cuenta de nada! Se pone como un león cuando se trata de su tesoro.

—Un simple vistazo bastará —respondió el judío, que iba provisto de una lupa y de unos anteojos.

 

 

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