El crepúsculo matutino

 

 

La diana cantaba en los patios de los cuarteles,

Y el viento de la mañana soplaba sobre las linternas.

Era la hora en que el enjambre de los sueños malignos

Tuerce sobre sus almohadas los atezados adolescentes;

Cuando, cual un ojo sangriento que palpita y se menea,

La lámpara en el amanecer es una mancha roja;

Cuando el alma, bajo el peso del cuerpo rudo y pesado,

Imita los combates de la lámpara y del día.

Como un rostro en llanto que las brisas enjugan,

El aire está lleno del escalofrío de las cosas que se fugan,

Y el hombre está fatigado de escribir y la mujer de amar,

Las casas, aquí y allá, comienzan a humear,

Las hembras de placer, el párpado lívido,

Boca abierta, dormían con su sueño estúpido;

Las pordioseras, arrastrando sus senos fláccidos y fríos,

Soplaban sobre sus tizones y soplaban sobre sus dedos.

Era la hora en que, entre el frío y la roñería

Se agravan los dolores de las mujeres yacientes;

Cual un sollozo cortado por un vómito espumoso

El canto del gallo, a lo lejos, rasgaba el aire brumoso;

Un mar de nieblas bañaba los edificios,

Y los agonizantes en el fondo de los hospicios

Exhalaban su postrer estertor en hipos desiguales.

Los libertinos regresaban, destrozados por sus esfuerzos.

La aurora tiritante, vestida de rosa y verde,

Avanzaba lentamente sobre el Sena desierto,

Y la sombra de París, frotándose los ojos,

Empuñaba sus herramientas, anciano laborioso.