I

En los pliegues sinuosos de las viejas capitales,

Donde todo, hasta el horror, vuelve a los sortilegios,

Espío, obediente a mis humores fatales,

Los seres singulares, decrépitos y encantadores.

Estos monstruos dislocados fueron antaño mujeres

¡Eponina o Lais! Monstruos rotos, jorobados

O torcidos, ¡amémoslos! son todavía almas

Bajo faldas agujereadas y bajo fríos trapos.

Trepan, flagelados por el cierzo inicuo,

Estremeciéndose al rodar estrepitoso de los ómnibus,

Y apretando contra su flanco, cual si fueran reliquias,

Un saquito bordado de flores o de arabescos;

Trotan, muy parecidos a marionetas;

Se arrastran, como hacen las bestias heridas,

O bailan, sin querer bailar, pobres campanillas

De las que cuelga un Demonio sin piedad. Destrozados

Como están, tienen ojos taladrantes cual una barrena,

Brillantes como esos agujeros en los que el agua duerme en la noche;

Tienen los ojos divinos de la tierna niña

Que se maravilla y ríe a todo cuanto reluce.

—¿Habéis observado que muchos féretros de viejas

Son casi tan pequeños como el de un niño?

La Muerte sabia deposita en esas cajas iguales

Un símbolo de un sabor caprichoso y cautivante,

Y cuando entreveo un fantasma débil

Atravesando de París el hormigueante cuadro,

Me parece siempre que este ser frágil

Se marcha muy dulcemente hacia una nueva cuna;

A menos que, meditando sobre la geometría,

Yo no busque, en el aspecto de esos miembros discordes,

Cuántas veces es preciso que el obrero varíe

La forma de la caja donde se meten todos esos cuerpos.

—Esos ojos son pozos abiertos por un millón de lágrimas,

Crisoles que un metal enfriado recubre con pajuelas…

¡Esos ojos misteriosos tienen invencibles encantos

Para aquel que el austero Infortunio amamanta!

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