III

¡Ah! ¡Cómo he seguido a esas viejecitas!

Una, entre otras, a la hora en que el sol poniente

Ensangrienta el cielo con heridas bermejas,

Pensativa, se sentaba apartada sobre un banco,

Para escuchar uno de esos conciertos, ricos en cobre

Con los que los soldados, a veces, inundan nuestros jardines,

Y que, en esas tardes de oro en las que nos sentimos revivir,

Vierten cierto heroísmo en el corazón de los ciudadanos.

Aquélla, erecta aún, altiva y oliendo a la regla,

Aspirando ávidamente ese canto vivido y guerrero;

Su mirada, a veces, se abría como el ojo de una vieja águila;

¡Su frente de mármol parecía hecha para el laurel!

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