I

 

De aquel terrible paisaje,

Tal que jamás un mortal vio,

Esta mañana todavía la imagen,

Vaga y lejana, me arrebataba.

¡El sueño estaba lleno de milagros!

Por un capricho singular

Yo había desterrado del espectáculo

El vegetal singular,

Y, pintor orgulloso de mi genio,

saboreaba en mi cuadro

La embriagante monotonía

Del metal, del mármol y del agua.

Babel de escaleras y de arcadas,

Era un palacio infinito,

Lleno de fuentes y cascadas

Volcando el oro mate o bruñido;

Y cataratas pesadas,

Como cortinas de cristal,

Pendían, deslumbrantes,

De las murallas de metal.

No de árboles, sino de columnatas,

Los dormidos estanques nos rodeaban,

Donde gigantescas náyades,

Como mujeres, se contemplaban.

Napas de agua derramábanse, azules

Entre malecones rosados y verdes,

A lo largo de millones de leguas,

Hacia el confín del universo;

¡Eran piedras inauditas

Y oleadas mágicas; eran

Inmensos espejos deslumbrantes

Por todo cuanto ellos reflejaban!

Indolentes y taciturnos,

Los Ganges, en el firmamento,

Volcaban el tesoro de sus urnas

En abismos de diamante.

Arquitecto de mis hechizos,

Yo hacía, a mi capricho,

Bajo un túnel de pedrerías

Pasar un océano domado;

Y todo, aun el color negro,

Parecía límpido, claro, irisado;

El líquido engastaba su gloria

En el destello cristalizado.

¡Ningún astro, desde luego, nada de vestigios

De sol, ni siquiera en lo bajo del cielo,

Para iluminar estos prodigios,

Que brillaban con su propio fuego!

Y sobre estas movientes maravillas

Cerníase (¡terrible novedad!

¡Todo para la vista, nada para los oídos!)

Un silencio de eternidad.

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